miércoles, 12 de septiembre de 2012

Zacatecas, la cuidad de plata

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Cuando a finales del 2011 se presentó la nueva marca de la ciudad, Zacatecas ¡Suena Bien!, seguramente se pensó en la expresión anglosajona It sounds good!, que, aunque literalmente significa suena bien, en realidad se emplea refiriéndose a algo que resulta atractivo o apetecible. De hecho, Pedro Inguanzo González, secretario de Turismo de Zacatecas, completaba el nuevo eslogan con una ristra de puntualizaciones: bien en el trato, bien en el servicio, bien en la hospitalidad, bien en el destino... Y, sin embargo, el nombre de Zacatecas suena realmente bien, así en el sentido en que lo decimos en España, cuando simplemente pensamos en la sugerente sonoridad de sus cuatro sílabas. 

Lo que encierra su etimología sería algo así como pueblo o gente del lugar donde abunda el zacate, que es como llaman a las altas hierbas que predominan en la zona. Los zacatecos, que formaban parte de las tribus chichimecas sin asentamiento fijo, ya habían explotado los yacimientos minerales de estas tierras mucho antes de que en 1546 las descubriera Juan de Tolosa, un vizcaíno que, según la genealogía, llegó a casarse con Leonor Cortés de Moctezuma, hija del gran conquistador extremeño y de la última princesa mexica. Los españoles examinaron las piedras del lugar “y vieron que contenían muy buena ley de plata y plomo”. A finales del año siguiente se había colocado la primera piedra de la casa fuerte, y ya contaban con una hacienda de beneficio de metales, es decir, el lugar donde se beneficiaban o refinaban los minerales para extraerles la parte útil. En 1608, la que en un principio se conoció como Minas de Nuestra Señora de los Remedios de la provincia de los Zacatecos era la mayor productora de plata de la Nueva España.

La fiebre minera explica el desorden con que fueron surgiendo las primeras edificaciones, trepando por las laderas entre los cerros Del Grillo y De la Bufa, a lo largo del Arroyo de la Plata -hoy cubierto- que fluía en dirección norte-sur. A diferencia de otras fundaciones hispanas, Zacatecas no usó el cordel para trazar la característica y pulcra cuadrícula urbana; la geografía la obligó a bosquejar cuestas, escalinatas y callejones tortuosos. Antes de sucumbir al placer de la ciudad es el que lleva Del subsuelo al cielo, conectando la visita a una mina con un paseo en teleférico, lo que nos permite comprender en una sola mañana –o tarde– la esencia de Zacatecas. Aunque puede recorrerse en ambos sentidos desde cualquiera de sus extremos, lo habitual es iniciarlo a los pies del Cerro del Grillo, donde se encuentra la entrada a la mina El Edén, a unos pocos minutos del casco histórico. Explotada entre 1584 y 1960, ya en 1975 se había convertido en el museo que acaba de ser totalmente actualizado en 2004, con la vocación de situarse entre los mejores del mundo. El viaje a las entrañas de la tierra arranca a bordo del trenecito minero que nos deposita en las galerías subterráneas, desde donde, tras contemplar una amplia colección de rocas y minerales, recorremos unos dos kilómetros ambientados a través del cuarto nivel de la mina, a más de trescientos metros de profundidad. 


El oro y las armas
Después de haber aprendido a distinguir el oro verdadero del oro de los tontos –apodo popular de la calcopirita–, y tras observar de cerca la famosa plata nativa ligada al origen más profundo de Zacatecas, pasamos a entender las razones de su crecimiento urbano sobrevolándola a vista de pájaro. Muy cerca de la entrada a la mina queda el punto desde donde el teleférico cruza en unos siete minutos los seiscientos cincuenta metros que separan el Cerro del Grillo del emblemático Cerro de La Bufa.

Aunque se ha extendido la idea de que el nombre de este último vendría de una palabra vasca o aragonesa que significa pellejo o vejiga de cerdo, lo cierto es que, en una de sus acepciones castellanas, bufa designa también una curiosa pieza de las armaduras antiguas, cuyo perfil coincide precisamente con el del cerro. Se trata de una especie de sobre-hombrera de refuerzo que se aplicaba únicamente al guardabrazo izquierdo, cubriendo el hombro y con un pequeño alero sobresaliente a la altura del cuello, igual al ligero promontorio que remata la redondez del Cerro de la Bufa. 

Sin duda les resultaban realmente familiares los nombres de las distintas partes de sus imprescindibles armaduras tanto al mencionado Juan de Tolosa como a sus compañeros el capitán Cristóbal de Oñate, un vitoriano de la Casa de Haro; Baltasar de Bañuelos, descendiente de la casa principal de la burgalesa villa de Temiño de Bureba, en los Reinos de Castilla, y el guipuzcoano Diego de Ibarra. Los cuatro descubridores aparecen retratados en el escudo de armas que Felipe II concedió a la ciudad, a finales ya del XVI, junto con el título de Muy Noble y Leal Ciudad de Nuestra Señora de los Zacatecas. Tras ellos figura el mítico cerro coronado por una cruz de plata, entre un sol y una luna, con la Virgen en medio. En la orla se dibujaron las flechas con que se quiso honrar también a los indios chichimecas, a los que tanto combatieron como catequizaron y emplearon en el trabajo de sus minas. El inquebrantable optimismo y los ambiciosos anhelos de aquellos caballeros recién salidos de la Reconquista, que fueron a un tiempo guerreros y exploradores, empresarios y mecenas, caciques y benefactores, quedó plasmado en el lema que remata el diseño del escudo, Labor Vincit Omnia, el trabajo todo lo vence.

Más espíritu de lucha, aunque de zacatecanos muy posteriores, es lo que encontraremos al final del trayecto del teleférico, en el Cerro de la Bufa, coronado hoy por las estatuas ecuestres y el pequeño museo dedicados a conmemorar la victoria revolucionaria de la Toma de Zacatecas de 1914. La recesión económica provocada por las duras luchas entre el ejército y los revolucionarios de Pancho Villa permitió paradójicamente que la ciudad conservara su rico patrimonio a salvo de devastadoras especulaciones inmobiliarias. También en lo alto del cerro se yerguen la capilla del XVIII consagrada a la Virgen del Patrocinio –patrona, junto al Santo Niño de Atocha, de los mineros– y un curioso observatorio meteorológico de principios del siglo XX.


Importante Catedral de México
La panorámicas que nos ofreció hasta aquí la cabina roja del teleférico se amplían desde los miradores del Cerro de la Bufa, desde donde podemos seguir contemplando el singular compendio arquitectónico. Heredera de aquella primitiva arteria principal que seguía el curso del río, la Avenida Hidalgo dibuja una larga línea recta que separa en dos el apretado caos de edificios cúbicos de techo plano. Entre el predominante blanco destacan los encendidos toques pastel de algunas fachadas, y el tono rosáceo de los templos y casonas virreinales. La cantera zacatecana, cuyas luminosas tonalidades abarcan desde los rosas más suaves hasta el encendido rojo de los duraznos –un tipo de melocotón–, confiere una característica muy original a la ciudad de rosa y plata que surgió entre áridas tierras coloradas.

La mole soberbia de su catedral señala el costado de la Plaza de Armas, un rectángulo apacible entre tanta calleja y escalinata. Levantada a principios del XVIII sobre la sencilla parroquia que la precedió, adquirió categoría catedralicia en 1862, y hoy está considerada como uno de los monumentos más sobresalientes de todo México debido a la belleza con que se labraron sus fachadas en los últimos impulsos del barroco. En su Romance de Zacatecas, Roberto Cabral del Hoyo nos describe sus torres “contemplándose de reojo por admirar una en otra su duplicada belleza”, algo que sin embargo no pudieron hacer hasta 1904, cuando se construyó la hermana gemela de la única torre que hubo hasta entonces. Por su parte, Ramón López Velarde se lamentaba de que el sonido de su campana mayor no fuera escuchado por el mismísimo Papa cada mañana. Juan Pablo II cumplió su deseo en 1991 cuando visitó la que el poeta zacatecano había denominado “La bizarra capital de mi Estado”. Tras la abigarrada talla pétrea de las torres y las fachadas, sorprende la vacía sencillez del interior, que careció de retablo hasta la implantación en 2010 de una muy vanguardista interpretación del mismo. 

Y es que el siglo XXI se ha colado en los interiores coloniales de Zacatecas, donde esperan grandes sorpresas. En los últimos años la ciudad ha apostado por una museografía totalmente actualizada y muy atractiva. La mayoría de las colecciones se exhiben en edificios históricos, lo que convierte su visita en un aporte doble de conocimientos. En conjunto atesoran un exhaustivo acervo cultural, desde los tiempos prehispánicos hasta una de las selecciones de pintura abstracta más completa de América Latina. El Museo de Arte Abstracto Manuel Felguérez ha conseguido ensalzar tanto al antiguo Seminario Conciliar de la época colonial que ocupa como la obra de los artistas de todo el mundo que expone en sus grandiosos interiores. El aspecto más fantástico y grotesco que adquirió en México la pintura moderna queda en la antigua residencia de gobernadores, un edificio de corte neoclásico que en 1978 se convirtió en el Museo Francisco Goitia, honrando a uno de sus artistas más queridos. Pintores muy reconocidos fueron también los hermanos Coronel, nacidos en el primer tercio del siglo XX, ambos nombrados Hijos Predilectos de Zacatecas y con museos que llevan su nombre.

El de Rafael Coronel se ubica en las ruinas restauradas del Convento de San Francisco, de donde partieron los monjes a evangelizar a los indios; el de Pedro Coronel ocupa un templo con colegio erigido a principios del XVII por los jesuitas y ocupado posteriormente por los dominicos, que los sustituyeron tras su expulsión de la Nueva España en 1767. La historia de las órdenes monásticas de Zacatecas corría en paralelo a la de la Vieja España. A los franciscanos que impulsaron a esta ciudad como “la civilizadora del norte de la Nueva España” siguieron dominicos, jesuitas y agustinos, que ganaban o perdían poder al dictado de la corona española. Pedro y Rafael Coronel reunieron a lo largo de su vida grandes colecciones de arte que legaron junto a su producción propia.

Pedro dejó patente su pasión viajera a través de más de mil adquisiciones de arte europeo y oriental, mientras Rafael, más apegado a su tierra, atesoró objetos prehispánicos y arte virreinal, y un impactante compendio de máscaras policromadas, todas ellas bailadas, reflejo de la compleja simbología que yace tras las danzas y rituales festivos de México. 

El arte y el “no-museo”

La influencia del arte prehispánico en el rumbo de la colonia también puede comprobarse en el Museo Zacatecano, emplazado en uno de los inmuebles que marcó la economía de la urbe minera de principios del XIX, la antigua Casa de la Moneda. Sus salas amalgaman referencias iconográficas del fervor católico popular con artesanía y cultura huichol, incluyendo un curioso Túnel del Peyote diseñado para provocar sensaciones que puedan dar una idea de los efectos que producía el consumo de este cactus sagrado en los chamanes mexicanos.

Otro fabuloso convento virreinal que revive para el arte es el Ex Templo de San Agustín, con exposiciones temporales en sus remozados interiores, y cromáticas iluminaciones nocturnas que recrean sobre sus fachadas el diseño de la ornamentación perdida. Entre tan profuso despliegue artístico, la ciencia también ha conseguido sus santuarios particulares en el Museo Universitario de Ciencias, donde revivir la importancia de los gabinetes decimonónicos, y en los cuarenta mil metros cuadrados del novedoso aporte lúdico-didáctico del Centro Interactivo Zig-Zag, pensado para los más jóvenes. Y por si fuera poco, en Zacatecas hay un no-museo, que es lo que esconde el nombre de Muno, una galería que patrocina proyectos de arte contemporáneo “que provoquen el pensamiento y cuestionen el mercado, los medios, y las instituciones culturales. 


Callejones tras el Burro del Mezcal
La manera más divertida y original de conocer el centro de Zacatecas consiste en recorrerlo bailando al son de una banda de música regional en pos de un burro cargado de mezcal, la bebida alcohólica más popular de Zacatecas, que se obtiene por destilación del agave, un característico cactus mexicano (el tequila es un tipo de mezcal elaborado a partir del agave azul). Cada participante recibe un jarrito de barro con una cinta para colgárselo al cuello, mientras trata de revivir una antigua tradición zacatecana. La carga habitual de las mulas de la mina se transformaba en otra de barriles de mezcal cuando, tras cobrar la paga semanal, músicos y mineros salían por los callejones a rondar a las muchachas para que se asomaran a los balcones. Para saber más sobre la cultura del mezcal se han diseñado varias rutas turísticas que acercan a las plantaciones y destilerías estatales del agave o a los locales urbanos donde se venden las mejores marcas. Por supuesto, hay que tener moderación en su consumo.


La ruta histórica de la Plata de Santa Fe
La antigua red de comunicación entre los centros mineros de la Nueva España y la ciudad de México constituye en la actualidad una ruta histórica de casi tres mil kilómetros de extensión que fue distinguida en el año 2010 como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco. Esta ruta se llama Camino Real de Tierra Adentro y también es conocida como Camino de la Plata o Camino a Santa Fe, que es la ciudad de Nuevo México (ya en Estados Unidos) donde termina (www.elcaminoreal.inah.gob.mx). En las proximidades de Zacatecas –que forma parte de la ruta–, la senda atraviesa la antigua población de Guadalupe –hoy prácticamente integrada en el casco urbano zacatecano–, donde está uno de los museos de arte virreinal más valiosos de toda América Latina. Instalado en el Antiguo Colegio de Nuestra Señora de Guadalupe, también de atractiva sillería rosada, este museo alberga en sus veintisiete salas unas ochocientas obras de los mejores pintores de los tiempos coloniales.


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