lunes, 10 de septiembre de 2012

Angola, el nuevo oasis de África

Cómo llegar

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La carretera que une Luanda y Benguela, tradicionalmente la segunda ciudad del país, serpentea siguiendo la línea de la costa, de la que a veces se aleja hasta una docena de kilómetros. Son cuatrocientos cincuenta kilómetros (algo más de un cuarto del total de costa) con playas y bahías coquetas en su mayoría, de buen firme a lo largo de la franja costera. Ésta, más estrecha hacia el sur, está delimitada por el mar y las montañas que, a la izquierda de la ruta, la separan del planalto, parte de la gran llanura africana. A poco de dejar atrás Benfica, salida sur de Luanda, y antes de atravesar el Kwanza cerca de su desembocadura, que marca el comienzo del parque nacional de Kisama, vale la pena detenerse en el Mirador da Lua y disfrutar de la maravilla geológica que se ofrece al visitante. Lo mismo que la visita a las cachoeiras de Binga, para lo que hay que desviarse veinte kilómetros hacia el interior poco antes de llegar a Sumbe.
En cada aldea y en cada ciudad, grande o pequeña (como ocurrirá en el resto del país) decenas, a veces centenares, de vendedores flanquean la carretera y ofrecen todo tipo de productos, desde frutas de temporada hasta pescado, fresco o seco, o carbón vegetal. Sólo muy ocasionalmente, alguna pieza sencilla de artesanía de madera. Y en los largos tramos de carretera sin poblamiento, a todas horas, una de las imágenes recurrentes: gente caminando por la orilla de la carretera sin que, como le ocurriera a Kapuscinski,  acertemos a compRender bien adónde se dirigen o de dónde vienen.

Cuarenta kilómetros antes de Benguela nos detenemos en Lobito. También lo haremos en la cercana Katumbela, donde una aglomeración ha atraído nuestra curiosidad. Se trataba de un casamento. Nada más acercarnos, varios de los asistentes hacen gala de su hospitalidad y nos animan a sumarnos a la ceremonia, un rito ancestral en el que participa toda la aldea. Lobito, como Luanda, tiene su propia ilha, una barra de tres kilómetros que abriga el segundo puerto del país. Por el centro, la conocida Restinga recorre la barra flanqueada por edificios hermosos, la mayoría en bastante buen estado, que recuerdan el esplendor del pasado colonial. Ese pasado resulta aún más evidente en Benguela. Las calles forman una retícula perfecta, y en alguna de sus amplias avenidas y plazas se yerguen los edificios administrativos, con frecuencia rodeados de enormes palmeras. Aunque su imagen ha cambiado en los últimos tiempos. Los distintos tonos del rosa, salmón o crema con el que han sido pintados contrastan con la tradicional sobriedad portuguesa.

El desierto. Desde Benguela hasta Namibe hay cuatrocientos kilómetros, de los cuales más de la mitad, entre Dombe Grande y Bentiaba, están sin asfaltar. Aunque no por mucho tiempo, pues las obras de la carretera avanzan a buen ritmo. El paisaje ha cambiado, y ahora es pre-desértico, rocoso y sin vegetación, anticipo del desierto de Namibe. La aridez hace que destaquen, cual pequeños paraísos, las vegas de los ríos que se cruzan, como el Kuporolo, en Dombe Grande. En ella, no importa que sea domingo, docenas de mujeres se afanan en la recogida del tomate, que varios camiones de mediano tamaño transportan hacia las ciudades.

Namibe, Moçamedes para los portugueses, transmite la misma impresión que Benguela o Lobito. Muestras del pasado colonial en la estructura urbana y en los edificios que flanquean el amplísimo y cuidado bulevard que recorre el centro de la ciudad. La playa, a primera hora de la tarde de domingo, es un hervidero de gente de todas las edades. Jóvenes, no tan jóvenes, familias con niños, se mezclan formando un guirigay animadísimo que durará hasta la puesta del sol. Después, durante las primeras horas de la noche, serán los jóvenes los que continúen, animados por la cerveza, en torno a los numerosos chiringuitos de la playa.

Tombwa es la ciudad más meridional de la costa. La carretera desde Namibe, algo más de cien kilómetros, es nueva y discurre prácticamente en línea recta a través del desierto. La ciudad conoció una importante actividad pesquera y de las industrias derivadas, lo que atestiguan los restos de las numerosas instalaciones fabriles. Como atestiguan la decadencia, convertidos hoy en lugar de habitación, bien precario, para una gran cantidad de residentes. Desde Tombwa hasta la Foz do Kunene, en la frontera con Namibia, el desierto alberga las dunas más altas del mundo, de hasta varios cientos de metros. En la costa, la Bahía de los Tigres está formada por una ilha que realmente lo es: con la marea alta, la barra formada por los materiales acarreados por el Kunene pierde su nexo con tierra firme.

Cerca de Tombwa, de vuelta hacia Namibe, un desvío de apenas tres kilómetros permite, tras descender por un pequeño cañón, descubrir lo que nadie hubiera sido capaz de imaginar en medio de este desierto. El lugar, llamado Arco por la imagen de una de sus formaciones rocosas, nos deja sin palabras, como si hubiéramos cambiado de mundo. Se trata de un lago formado con las aguas del Kuroka, que aquí se remansan y se aquietan como para siempre. Tras aparcar el coche en la aldea, el paseo por la orilla, entre la vegetación que la cubre, disfrutando de la quietud y la vista de las formaciones rocosas o los hermosísimos nenúfares, se convertirá en una experiencia única e inolvidable.

No lo será menos el recorrido, veinte kilómetros a lo largo del cauce seco de un pequeño río, que lleva hasta el Flamingo Lodge. Además de alojamiento y comida en un emplazamiento único, con el desierto a su espalda y el océano al frente, el establecimiento organiza viajes y actividades por todo el país, así como por los vecinos. Pero más allá del atractivo del lugar, la ruta tiene un encanto doble: la emoción por la posibilidad de quedarse atascado en la arena, y la vista de la welwitschia mirabilis. Aquí, además de crecer en abundancia, pueden verse los mayores y más longevos ejemplares del mundo.

Mukubais y mumuilas. El aislamiento y la ausencia de comunicaciones hacen que en Angola puedan encontrarse algunas de las tribus más remotas de África. En la provincia de Namibe viven los mukubais (o kuvale), un subgrupo de los hereros, de la etnia bantú. En Angola, los hereros son algo más cien mil, menos del uno por ciento de la población.

En el camino entre Dombe Grande y Bentiaba es posible encontrarse con los primeros mukubais, hombres cuidando su ganado, siempre con su enorme machete en la mano, o mujeres transportando enormes bultos en la cabeza y un niño a la espalda. Las mujeres casadas llevan una cinta alrededor del torso, oprimiéndoles los pechos, que se convierten así, en poco tiempo, en un colgajo informe. Aunque están acostumbrados a la presencia de los blancos, su desconocimiento del idioma hace que parezcan retraídos y huidizos. Circunstancia que se acentuará cuando nos adentremos hacia el interior, en la subida hacia el planalto, especialmente a lo largo de la ruta que hemos elegido, una pista muy difícil por la que prácticamente no circula nadie.

Antes de hacerlo es obligado visitar las pinturas rupestres de Tchitundo Hulo, cuya antigüedad supera los veinte mil años. Cerca de Namibe hay que tomar el desvío hacia Virei, una pista sin asfaltar pero en buen estado por la que incluso circula el autobús de línea. Poco antes de llegar, otro desvío hacia el sur lleva, por un camino estrecho entre los árboles de la sabana que, paulatinamente, ha ido sustituyendo al desierto, hasta Capolopopo. A partir de aquí conviene pedir ayuda a alguno de los miembros de las tribus, con la esperanza de que su retraimiento no les impida acceder a acompañar al visitante en el coche hasta el yacimiento, dado que no hay posibilidad de comunicarse con palabras. Las pinturas son extraordinarias, pero para los dos mukubais que nos acompañan, uno joven y otro anciano, debe de resultar aún más llamativo nuestro interés, pues nos contemplan inmóviles, en la posición del pensador africano, mientras Pedro dispara su cámara sin parar.

Entre Virei y Kainde, y más aún entre éste y Chibía, ya en la provincia de Huila, en el planalto, el camino es dificilísimo. Dos días nos lleva recorrer los aproximadamente cien kilómetros. Que, con total seguridad, resultarían imposibles en época de lluvias, pues hemos cruzado varios ríos secos o con poca agua. Pero vale la pena. El paisaje, a medida que se asciende, es cada vez más hermoso. Arbolado más y más denso, mopanes enormes (que no lo serían tanto si hubiera elefantes o jirafas, pues se alimentan de sus hojas y brotes), plantas estranguladoras, vistas magníficas. Y a los mukubais, cuyas aldeas jalonan el camino, aunque casi siempre ocultas en el bosque, se le suman los mumuilas, un subgrupo de los Nyaneka Khumbi establecido en el cauce medio del Kunene, ya en la provincia de Huila. Las mujeres mumuila untan su pelo con una mezcla de tierra roja, barro, aceite y boñiga de vaca seca, y llevan collares de innumerables vueltas y cuentas, que, al llegar a cierta edad y status, también untan con la misma mezcla. Su aspecto no puede ser más impresionante.

El planalto. El camino fácil, por carretera, entre Namibe y Lubango transcurre más al norte. Para acceder al planalto, sin embargo, hay que circular por un tramo que constituye una de las obras de ingeniería de las comunicaciones más audaces de África y de la que los angolanos se sienten especialmente orgullosos: el paso de la Serra de Leba. Vale la pena admirar la obra desde el mirador que hay enfrente, al otro lado del cortado.

Lubango le solía disputar a Benguela el puesto de segunda ciudad del país. Está situada a cerca de dos mil metros de altitud (el planalto alcanza la mayor altura nada más cruzar las sierras que lo separan del mar, y después desciende suavemente hacia el este). Desde el mirador del Cristo, cuando las luces empiezan a encenderse y la ciudad se transforma como una cenicienta, la vista no deja duda de que se trata de una gran ciudad. Cerca, a unos quince kilómetros, aunque ya en la provincia de Namibe, se encuentra Tunda Vala. El sitio, situado a más de dos mil quinientos metros de altura, incluye un conjunto rocoso que los nativos han considerado sagrado durante milenios, así como una fenda, o fisura, de origen volcánico que corta la respiración. La vista desde el mirador hacia la llanura costera, más de dos mil metros bajo los pies, resultará inolvidable.


El viaje hacia el este, hacia Menongue, capital de la provincia de Kwando Kubango, supone adentrarse en la Angola más profunda, aunque también aquí las comunicaciones están mejorando. A día de hoy son más los kilómetros asfaltados que los que no lo están, y al ritmo que avanzan las obras pronto toda la ruta estará asfaltada. En la primera parte, la más próxima a Lubango, buena parte del terreno es cultivado, herencia que se mantiene de los tiempos coloniales, cuando la zona, con sus muchas fazendas, era considerada la huerta del país. En la segunda parte del camino se cruzan muchos ríos, incluido el Kubango. La razón: la ruta transcurre al sur de la meseta de Bié, de la que provienen todos ellos.
Desde Menongue giramos hacia el norte. La carretera que lleva a Kuito, capital de la provincia de Bié, es magnífica, flamante, y penetra como un estilete en el bosque interminable. Kuito y Huambo, ambas situadas en la meseta de Bié, en pleno centro del país, fueron las dos ciudades que más sufrieron las consecuencias de la guerra. En sus calles aún pueden verse las huellas de la lucha fratricida en muchos edificios, que conviven con otros, los administrativos, restaurados y radiantes. Al igual que algunas avenidas y parques, similares a los de las ciudades de la costa. En Kuito y en Huambo pueden verse, también, los restos de lo que fueron dos núcleos ferroviarios pujantes. Y, junto a ellos, las obras de reconstrucción del ferrocarril por los chinos. Prueba de que la guerra fue igual de cruenta en el campo, en las orillas de la carretera que une las dos ciudades abundan los restos de vehículos militares. Algunos de ellos casi totalmente cubiertos por la vegetación, como si la naturaleza quisiera cubrir con nueva vida un pasado tan sangriento y doloroso.

Los portugueses llamaron a Huambo Nueva Lisboa. Y su intención, según dicen, era convertirla en capital, no sólo de Angola, sino de todas las colonias. Cuando uno recorre la ciudad y ve el diseño de sus avenidas, plazas o parques (hoy presididas por los monumentos a los grandes héroes de la independencia, como Agostinho Neto o Deolinda Rodrigues), comprende que quien se lo ha contado no estaba bromeando.

Massangano. Los portugueses llegaron al río Congo en 1483. Durante el siglo XVI conquistaron poco a poco la franja costera, estableciendo la colonia en Luanda. A mediados del siglo siguiente, los holandeses ocuparon Luanda durante siete años, desde 1641 hasta 1648. Los portugueses, entonces, se replegaron y remontaron el Kwanza más de cien kilómetros, y se establecieron en Massangano. El lugar, de gran valor simbólico para la metrópolis, muestra hoy el escaso, por no decir nulo, que tiene para los angolanos. Los restos de la antigua fortaleza, o los del Tribunal y Casa de Recluçao, y no digamos la Praça de Escravos, están abandonados, testigos mudos de un pasado tan lejano y tan cercano al mismo tiempo. Sólo la iglesia de Nuestra Señora de la Victoria ha sido restaurada; eso sí, dándole al exterior los mismos colores que a los edificios oficiales de las ciudades. Pero ya sea por el paisaje, en el que dominan los baobabs (algunos magníficos) y las numerosas lagunas, por las vistas sobre el Kwanza, por el contraste entre la gloria pasada que se respira y la modestia de la aldea, o, por qué no, por la cercanía y calidez del grupo de niños que no acompaña todo el tiempo, la visita resulta obligada.

Massangano está en la provincia de Kwanza Norte, casi a la altura de Luanda. Desde las cercanías de Dondo, también junto al Kwanza, hay que tomar un desvío y recorrer veinte kilómetros de pista en buen estado. Antes, desde Huambo hasta Dondo, hemos recorrido cuatrocientos kilómetros. La carretera circula en dirección norte-noroeste, más o menos en paralelo a la costa, pero por el interior de las sierras que delimitan el planalto. El paisaje a lo largo de la ruta es diferente, magnífico. A la izquierda, sin abandonarnos en ningún momento, las sierras, en las que se encuentra el Morro do Moco. Se trata, con sus más de dos mil seiscientos metros, del monte más alto del país, y su vista nos acompaña durante un buen tramo. A la derecha, en buena parte del camino, colinas suaves que suceden por el norte a la meseta de Bié. Tierras propicias para el cacao y el café, que abundan. La carretera, tan bien escoltada, avanza por un terreno fértil y muy poblado, en el que no faltan las explotaciones agrícolas y ganaderas de inspiración, si no algo más, israelí, como ocurre en Waku Kungo. Cerca ya de Dondo se desciende rápidamente para abandonar el planalto. 

El bosque tropical. Al norte de la meseta de Bié, en el tercio septentrional del país (excluyendo la franja costera), aparece el bosque tropical. Muy diezmado, eso sí, por las explotaciones madereras. Lo encontramos por primera vez entre Dondo y N´Dalatando, en dirección noreste, cuando la carretera asciende para encontrarse de nuevo con el planalto. Enormes árboles flanquean la carretera y nos escoltan durante la subida, algunas cuestas impresionantes, en la que no faltan los numerosos restos de vehículos accidentados. Hay de todo, pero abundan los de camiones, a los que los frenos seguramente les fallaron en la bajada.

En N´Dalatando, la carretera gira levemente a la derecha para dirigirse hacia el este, hacia Malanje. Algunos tramos están en obras y hay que utilizar los desvíos de tierra, pero, como ocurre en otros lugares, parece que pronto habrá una carretera flamante en esta ruta, con bastante tráfico, que conduce a las zonas diamantíferas de las “lundas”: Lunda Norte y Lunda Sur, las provincias del noreste lindantes ya con el Congo.

A mitad de camino entre N´Dalatando y Malanje, un desvío hacia el sur conduce hasta Pungo Andongo. El lugar de las míticas pedras negras, uno de los más emblemáticos del país. De lo que no deja lugar a dudas (en contraste con Massangano, por ejemplo) el estado de la carretera hasta la minúscula aldea situada en el corazón del sitio, o de la aldea misma. Por algo era, dicen, la capital del reino Ndongo, cuya reina Nzinga, según los angolanos, plantó cara a los portugueses con gran valor en el siglo XVII. Las pedras, impresionantes desde que se avistan en el horizonte varios kilómetros antes de llegar, constituyen una formación misteriosa, aparentemente fuera de lugar en aquel bosque. Algunas superan los doscientos metros de altura. Las hay con formas caprichosas, de animales, incluso una en forma de falo. El paseo entre ellas, y también por encima, permite ver las que dicen son las huellas en piedra de la reina Nzinga. Y, sobre todo, se puede hacer en medio de una gran quietud, prácticamente en soledad. Sólo nos encontramos un grupo de americanos, media docena, que nos hablaron con el mismo asombro de la belleza del lugar y del hecho de que no estuviera lleno de visitantes.

Lo que también ocurriría, poco después, en las quedas de Kalandula, en el río Lukala (el afluente más importante del Kwanza). Se trata de las terceras cataratas más altas de África, con sus más de cien metros, pero que asombran tanto o más por la cantidad de agua que por su altura. Para llegar hay que desviarse, ahora hacia el norte, veinte kilómetros antes de Malanje, en Lombe, y recorrer otros cincuenta de buena carretera. Hacia la mitad del camino, vale la pena detenerse y contemplar la primera vista de las cataratas desde la distancia.

En el mirador, en el que únicamente nos acompañan el ruido del agua y un arco iris hermosísimo formado a los pies de la catarata, pienso en Luanda, a la que regresaremos mañana. En el contraste entre esta soledad y el bullicio de una ciudad enorme y dinámica (dura, el reino de la confuçao, dirán los que viven en ella). Una ciudad que está cambiando, dicen también, a pasos agigantados, decididos como están los angolanos a conquistar el futuro.


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