miércoles, 13 de marzo de 2013

El Pequeño Tibet, trekking por el reino perdido de Zanskar

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

Caminamos por uno de los territorios más aislados del mundo. Hace seis días que dejamos atrás la última carretera y desde entonces solo recorremos estrechos senderos que suben y bajan por montañas desérticas y profundos valles. Hoy la ruta discurre paralela al río Zanskar, de un intenso color turquesa, y en la arena de las playas que se forman en la orilla descubro un rastro de huellas. Mi sorpresa es grande cuando reconozco que son de oso y, además, bastante recientes. Estamos a casi 3.500 metros de altura, así que podría tratarse de un oso tibetano. Le muestro las huellas al guía ladakí, originario de Leh, y al verlas comienza a alterarse. Dice que pertenecen al Yeti, pero que es raro que merodee por aquí, tan bajo, antes del invierno, y lo afirma con convicción. Para él realmente son huellas de Yeti. Lo que para nosotros es mito y superstición, para la gente de estas tierras es parte de su cultura ancestral. Llevo caminando casi una semana y, a pesar de la dureza del paisaje, la altitud, el frío y el cansancio, Zanskar cada día me fascina más. Mientras el guía se recupera de la impresión, camino por la orilla siguiendo las huellas del Yeti, internándome en la leyenda y en el territorio olvidado de Zanskar.

Leh (3.500 metros)

Leh es la capital de Ladakh, la región montañosa conocida también como el pequeño Tíbet, nuestro lugar de entrada al Estado indio de Cachemira y la ciudad perfecta para descansar durante unos días, aclimatarnos a las elevadas alturas y preparar nuestra expedición por la remota región de Zanskar. Mientras contratamos un guía y alquilamos algunos caballos, aprovechamos para visitar la ciudad, con su fortaleza, el palacio y las bulliciosas calles del bazar en los alrededores de la mezquita. Guiándonos por el ruido de tambores y trompetas, entramos en un monasterio budista y tenemos la suerte de asistir a un baile de máscaras. Es el final del verano, y las celebraciones antes de que llegue el implacable invierno se suceden a lo largo de las poblaciones de toda Ladakh.

En los alrededores de Leh visitamos los principales monasterios budistas del valle del río Indo: Thiksey, Hemis, Shey, Stakna, Matho, Stok, Spituk… Hay muchos templos, todos muy interesantes, pero al cuarto día estamos deseando ponernos en marcha hacia Lamayuru, que está situado a unos 150 kilómetros de distancia al oeste de Leh. Es uno de los centros religiosos más antiguos de Ladakh, construido en el siglo XI, y nuestro punto de partida para adentrarnos a pie por las montañas y los desfiladeros de Zanskar.

Días 1, 2 y 3. Lamayuru (3.500 metros) / Wanla–Hanupatta–Photoksar (4.050 metros) 

Salimos al amanecer de Lamayuru para evitar el calor. El camino se hace largo y aburrido mientras recorremos una pista de tierra donde una lejana columna de polvo, cada pocos kilómetros, delata la proximidad de un camión. Al llegar a Hanupatta dejamos por fin atrás la carretera y podemos disfrutar de las primeras panorámicas de las recortadas y afiladas crestas de las montañas. El atardecer nos sorprende montando el campamento, desde donde contemplamos un fascinante juego de luces y sombras, al tiempo que la luna llena asciende sobre el horizonte de las montañas lejanas. Ahora es cuando realmente empezamos a ser conscientes del lugar en el que estamos, de la magnificencia de estos paisajes desérticos de alta montaña, y de que en los próximos días puede que seamos los únicos que recorramos los senderos de esta inhóspita región a la que solo se puede acceder a pie, siempre en una determinada estación del año, antes de que la nieve del invierno cierre los pasos y los collados. Al día siguiente se presenta la primera ocasión para poner a prueba nuestra aclimatación a la altura ante la llegada del primer puerto de montaña, el Sirsir La, de 4.805 metros. Tenemos por delante una larga jornada de casi siete horas caminando por un paisaje lunar hasta Photoksar, una aldea escondida en la entrada de un abrupto cañón rodeada de campos de cebada al pie de unos inmensos farallones de roca.

Días 4, 5 y 6. Photoksar–Singge La (5.050 metros) / Gongma–Lingshed (3.710 metros)

Ha sido nuestra primera noche por encima de los cuatro mil metros, y al amanecer una fina capa de escarcha cubre nuestro campamento. A lo lejos, las chimeneas de la aldea de Photoksar despiden columnas de humo mientras del pueblo salen los primeros rebaños de cabras guiados por niños y ancianos. Una larga caravana de caballos y mulas también se pone en marcha acompañándonos hacia el Singge La (5.050 metros), el mayor puerto de montaña de todos los que tendremos que cruzar en nuestra ruta.

El tramo de hoy es uno de los más espectaculares, pues remontaremos un ancho y largo valle hacia cumbres que superan los cinco mil metros y cuyas nieves perpetuas señalan los límites del mundo civilizado. Durante los dos próximos días no atravesaremos ningún pueblo y acamparemos en espacios deshabitados donde tan solo lejanos hilos de humo delatarán la presencia de aldeas olvidadas. La caravana avanza lentamente, cruzando collados, caminando por senderos que transcurren al borde de profundos y escarpados desfiladeros que desembocan en planicies semidesérticas, yermos páramos de montaña donde el gélido viento anuncia la llegada del otoño. Al llegar al paso de Murgum La (4.370 metros), rodeados de chortens de piedras, calaveras de caballos y banderas de oraciones que agita el viento, distinguimos el monasterio budista de Lingshed, promesa de una comida caliente. Ascendiendo por el sendero, un monje a caballo deja tras de sí una diminuta nube de polvo en el color ocre del paisaje. Lingshed es quizá el pueblo más aislado de nuestra ruta, a varios días de camino de la carretera más cercana. Los monjes nos acogen en el monasterio y nos ofrecen un reparador té mientras, sentados en el suelo junto a un gran ventanal, les preguntamos alzando la mano por la cantidad de nieve que puede llegar a caer en invierno. Uno de los monjes, riendo, coge mi mano y la alza a casi un metro del suelo.

Días 7, 8, 9 y 10. Sumdo (4.100 metros) / Nyete–Hanumil–PIshu–Karsha–Padum (3.590 metros)

Cruzando el paso de Parpi La, situado a 3.900 metros de altitud, nos encontramos por fin con el río Zanskar. Ya solo nos restan tres largas jornadas siguiendo el curso del río hasta Padum, la capital administrativa de la región de Zanskar. Por el camino la gente del valle se afana en recoger, secar y almacenar las cosechas antes de la aparición de las primeras nevadas. En el monasterio de Karsha, poco antes de llegar a Padum, un monje enseña inglés a los jóvenes novicios, y en una de las ceremonias del salón principal nos encontramos a los primeros turistas que han llegado hasta aquí en autobús desde la lejana ciudad de Kargil.

Días 11, 12, 13 y 14. Padum–Purne– Phugtal (3.900 metros)

Padum es un horrible y polvoriento poblado en un cruce de caminos. El autobús todavía tardará unos días en llegar, así que el tiempo de espera lo empleamos realizando una ruta de tres jornadas siguiendo el río hacia el Este, hacia el mítico monasterio de Phugtal. Construido verticalmente sobre las rocas de un desfiladero, resulta espectacular. Sus monjes también se preparan para la llegada del invierno y nos cuentan que, cuando el río se congela, caminar varias jornadas por encima del hielo es la vía natural para llegar a Leh, la capital de Ladakh. Cuando surge la nieve y los puertos se cierran dejándolos aislados, el monasterio de Phugtal es sin duda uno de los mejores lugares para el recogimiento y la meditación. Nosotros no queremos arriesgarnos a quedar atrapados en la desapacible Padum, así que en lugar de esperar el autobús decidimos coger el primer vehículo disponible y salir hacia Kargil, profundamente agradecidos por haber recorrido estas inmensas y apartadas soledades de la cordillera del Himalaya.


martes, 12 de marzo de 2013

Las cataratas Victoria, en el bicentenario de David Livingstone

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

Las cataratas Victoria son una de las más bellas maravillas naturales del mundo. Un salto de agua violento y atronador, vestido con los colores del arco iris hasta en las noches de luna llena. Miden 1.708 metros de ancho y 100 metros de altura media, 107 metros en el punto de mayor altitud. El río Zambeze avanza lento y cansino por un frente de casi dos kilómetros hasta que, de repente, se encuentra con un cortado vertical que alcanza a todo el ancho del río y que consigue que se despeñen 550 millones de litros de agua por minuto, 620 en abril, el mes de la crecida. Todo este colosal volumen de agua cae encajonado, entre la pared por la que se despeña y una pared enfrente, a tiro de piedra de la anterior, por donde saltaban las cataratas hace medio millón de años. De ahí el tremendo estruendo que crea el agua al golpear contra la base rocosa de la pared vecina, la nube de vapor que nace del constante batir del agua contra las rocas y la imposibilidad de ver la cataratas si no es desde muy cerca, desde la pared de enfrente, cortada en dos por el cauce del río, o desde el mismo borde, como hizo Livingstone.

David Livingstone, explorador y misionero escocés, empeñado en combatir la esclavitud en África, extender la fe cristiana y abrir nuevas vías al comercio con el Reino Unido, navegaba por el Zambeze cuando divisó el humo y escuchó el estruendo diez kilómetros río arriba. Preguntó a los nativos la razón del ruido y las columnas de humo. Sus informantes parece ser que fueron los kololo, una comunidad que se había establecido unas décadas atrás en la zona huyendo de su antiguo hogar, en el Este, agobiados por la presión de los zulúes. Para los kololo, las cataratas eranmosi oa tunya, el humo que truena. Livingstone recoge este nombre en sus diarios y también hace referencia a otro nombre anterior, shongwe, que, según se cree, era el nombre más común antes de la llegada de los kololo. Pero no el único. Los nambia las llamaban chinotemba, el lugar que truena (chinotemba es, precisamente, el nombre con el que algunos grupos, en Zimbabue, quieren rebautizar a las cataratas Victoria); los zezuru las llamaban mapopoma (estruendo), y los ndebele, manza thunqayo, el humo que se eleva. Los tonga creían que allí donde se estrellaban las aguas del río y nacía el arco iris se ocultaba una divinidad.

Una belleza indecible

Livingstone se acercó a las columnas de vapor, cuya cima se perdía en las nubes. La vegetación era cada vez más densa: una selva tropical en la que abundan la teca, las palmeras, el ébano y los baobabs. Hay cientos de aves y mariposas y, a cada rato, la vista queda atrapada por la figura de los elefantes que bajan a beber al río, los hipopótamos que lo habitan, los búfalos que lo circundan y toda clase de antílopes que se mueven en la espesura. “Todo el paisaje –escribió David Livingstone– es de una belleza indecible”.

El 16 de noviembre de 1855, Livingstone cambió su canoa por otra más ligera y avanzó por el Zambeze hasta alcanzar una isla que se encuentra en el mismo borde de las cataratas, la isla Kazeruka, hoy rebautizada como isla Livingstone. Andando, sobre las piedras húmedas, el misionero se acercó hasta el punto donde las aguas se despeñan. Quedó absorto, cautivado, maravillado por el soberbio espectáculo, que bautizó con el nombre más honorable que pudo imaginar, de acuerdo con su conciencia: el nombre de su reina, Victoria. Años después escribiría su famosa frase: “Escenas tan bellas deben haber sido contempladas por los ángeles en su vuelo”.

Miradores en la frontera

Livingstone tiene dos estatuas cerca de las cataratas. La primera, la más antigua, se encuentra en una esquina del corredor habilitado frente a las cataratas en Zimbabue. Las cataratas y un largo tramo del río sirven de frontera entre Zambia y Zimbabue, de modo que para disfrutar de todos los ángulos posibles del espectáculo hay que cruzar la frontera y ver cómo se desploma el río desde los rústicos miradores creados por los dos países. La estatua de David Livingstone en Zimbabue le representa más como un militar altivo que como un sufrido misionero, con botas, chaleco y gorra de campaña, sobre una base de piedra que lleva su divisa: “Cristianismo, Comercio, Civilización”. Livingstone no es, hoy, un personaje muy apreciado en Zimbabue. Más bien se le considera un símbolo de la época colonial, del imperialismo. La otra estatua del explorador se ha levantado en fechas recientes en Zambia, un país que ha apostado, con fuerza, por el turismo, se ha beneficiado de la crisis de Zimbabue y, a diferencia de su vecino, celebra y glosa la figura de Livingstone quizá porque ha encontrado en ese reconocimiento una precisa forma de atraer divisas. La villa de Zambia más próxima a las cataratas se llama Livingstone y cuenta con un correcto aeropuerto. Junto a la oficina de turismo de Livingstone se encuentra un heterogéneo museo que guarda algunas ropas y objetos del misionero escocés. Fue renovado en 2003, con fondos de la Unión Europea.

Después de despeñarse por las Victoria, el Zambeze, que ya ha sufrido en su curso anterior otras cuatro cataratas menores, fluye con violencia, encajonado por las paredes rocosas que hace millones de años sirvieron sucesivamente de soporte a la mayor cortina de agua de África. Luego atraviesa con parsimonia más de mil kilómetros de llanura africana antes de hallarse con los arenales y marismas de Mozambique, por donde desembocará al mar.

La autopista de dios

David Livingstone adoraba también al Zambeze. En algún libro lo llamó “la autopista de Dios en África”. Una autopista por la que circulan los ángeles, que se paran al llegar a las prodigiosas cataratas que Livingstone denominó Victoria, contemplan la nube, la cascada, el ruido y el arco iris, y agradecen el espectáculo con la luz que enciende el Zambeze cuando el sol se oculta entre sus aguas, cada atardecer.


lunes, 11 de marzo de 2013

Ruta de Romeo y Julieta en Verona

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

A orillas del río Adige se asienta Verona, ciudad del Véneto italiano visitada cada año por cuatro millones de turistas atraídos por la historia de amor imposible entre dos jóvenes pertenecientes a familias rivales, cuyo apasionado romance acaba en tragedia.

El recorrido comienza en la Casa de Julieta (Vía Cappello, 23), un palacio gótico que se ha convertido en un centro de peregrinación para miles de enamorados. En su patio se alza una estatua de bronce de la joven Capuleto, obra de Nereo Costantini, que, según cuenta la leyenda, trae la fortuna sentimental a todo aquel que la toca. Y a tenor del gentío, cualquiera diría que el ritual resulta de lo más efectivo. Muy cerca está el centro neurálgico de Verona, conformado por la Piazza delle Erbe, un antiguo foro romano con construcciones relevantes como el barroco Palazzo Maffei; y la Piazza dei Signori, donde se alza la renacentista Loggia del Consiglio y las Arche Scaligere, un excelso conjunto de escultura funeraria donde reposan los miembros de la familia Scaligeri, que gobernó la ciudad entre los siglos XIII y XIV en su etapa de mayor esplendor artístico y cultural. Junto a este mausoleo se halla la Casa de Romeo, un palacio del siglo XIV que es propiedad privada y no puede visitarse. 

Dominando ambas plazas se levanta la Torre dei Lamberti, del siglo XII, una atalaya de 84 metros de altura que se ha convertido en uno de los símbolos de Verona, junto al Duomo, un templo románico del XII que guarda en su interior una Ascensión de Tiziano; el Castelvecchio, una fortaleza del XIV transformada en museo, y la basílica de San Zeno Maggiore, una obra maestra del románico italiano.

A unos centenares de metros de la torre, en el nº 41 de Corso Sant’Anastasia, abre sus puertas desde 1938 la Salumeria G. Albertini, el establecimiento de productos delicatessen más antiguo de la ciudad.

Es el momento de hacer un alto en el camino. Una buena alternativa es la Trattoria Al Pompiere (Vicolo Regina d’Ungheria, 5), que ofrece deliciosos embutidos y platos regionales como el risotto al amaranto o la baccalà alla vicentina.

Para digerir el ágape, conviene darse una vuelta por Via Mazzini, que, junto a la Corso Porta Borsari, es la arteria comercial más notable. Entre boutiques de conocidas marcas llegamos a la gran joya arquitectónica de la ciudad: la Arena. El tercer coliseo más grande de Europa –tras el de Roma y Capua–, con capacidad para 30.000 espectadores, fue levantado en el siglo I por Tiberio y es la sede de uno de los más prestigiosos festivales líricos del mundo, que este verano celebra su centenario. Y como epílogo a la ruta, nada mejor que dirigirse a la cripta del monasterio de San Francesco al Corso (Via del Pontiere, 30), del siglo XIII, donde está la tumba de Julieta.

Brunch en un palacio del siglo XIV

En el centro histórico, junto a Porta Borsari, se halla el Palazzo Victoria (Via Adua, 8), un hotel de lujo situado en un palacio del siglo XIV, con 71 habitaciones y suites. El hotel, que pertenece a la marca The Salviatino Collection y conserva vestigios romanos y medievales, tiene un restaurante, Borsari 36, dirigido por el chef Carmine Caló, que se ha convertido en un lugar de moda gracias a su creativa cocina y a su brunch dominical.

www.palazzovictoria.com


viernes, 8 de marzo de 2013

La ciudad de Richmond acapara “Lincoln”, lo último de Spielberg

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

La crónica de quien alcanzara la decimosexta presidencia de Estados Unidos se encuentra íntimamente ligada a la historia de la capital del Estado de Virginia, Richmond, y a su vez la ciudad compila, como ninguna otra, la esencia de los acontecimientos que cambiaron el rumbo del país durante su guerra civil. Estas circunstancias contribuyen a que el rodaje se detenga sobre todo en los interiores de un paisaje urbano que conserva las señas de identidad burguesas y esclavistas de los habitantes de mediados del siglo XIX.

Las esquinas que forma la Novena con las calles Grace y Bank permiten contemplar al viajero la imponente perspectiva del inmueble de 1788, blanco y clásico, que alberga el Capitolio estatal, transformado por los distintos tiros de cámara en el Parlamento de Washington D.C. de la época. En su pequeño hemiciclo se concentra un gran número de escenas que han recreado las acaloradas discusiones de los congresistas durante el debate de la decimotercera enmienda, y sus salones han sustituido a los homónimos de la Casa Blanca.

Al salir a la calle, la emblemática Carytown conduce hacia el aire fresco que llega del parque Maymont, escenario que sirve de plató tanto para ubicar cruentas escenas de la batalla de Appomattox como el relajado paseo del presidente y su esposa a bordo de un elegante carruaje, que bien podría haber sido rescatado del museo que alberga ese vergel victoriano, además de una espléndida mansión visitable a orillas del río James.

Por la restringida vía de Governor Street, entre los números 219 y 223, perviven algunas de las casonas que fundaron uno de los primeros barrios exclusivos de la ciudad (Morson’s Row), como la imponente residencia que el filme adjudica al líder republicano. En Capitol Square, la que se levanta en la Novena, cuyo clásico frontispicio muestra la leyenda State Office Building, sirve para localizar el departamento telegráfico presidencial desde el que Abraham Lincoln se comunica con sus colaboradores.

Tras las huellas de la guerra civil estadounidense

En la ciudad de Petersburg, fundada en 1748, también quedaron grabadas las huellas de la contienda civil de Estados Unidos y, por tanto, está unida a la figura abolicionista de Abraham Lincoln. A treinta minutos en coche de Richmond, las cámaras de Spielberg se detienen en la preciosa Station Union, donde el presidente habla a las masas mientras se iza la bandera de la nación, o en la singular fachada del mercado de Old Towne y la histórica estación Depot South Side, que alojará un centro de interpretación de la guerra civil.


Toscana secreta

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

En un primer viaje a la Toscana, quién podría resistirse a presentarle sus respetos a los espectaculares tesoros artísticos que se despliegan a cada paso por las calles de Florencia y a la osadía arquitectónica de la Piazza del Campo de Siena, a dejar de subir a la Torre de Pisa o pasearse entre las torres medievales de San Gimignano. A tiro de piedra de todas ellas aguarda, sin embargo, una Toscana menos obvia, que se muestra eclipsada en buena medida por la concentración de arte y patrimonio monumental de las primeras. Entre los muchos itinerarios posibles con los que irse apasionando por la comunión de paisajes y talento que condensa toda esta despampanante región del centro de Italia, marcada por su pasado etrusco, las rivalidades entre güelfos y gibelinos o el esplendor con el que la sembraron los Médici y otras familias poderosas del Renacimiento, optamos por este recorrido circular que se diría concebido por una inspirada mano creadora.

Las otras joyas de Pisa

Ya se sabe que a menudo los caminos del Señor tienen lo suyo. Quién le hubiera dicho al arquitecto de la Torre de Pisa que el bochornoso error de cálculo que la hizo inclinarse antes incluso de que estuviera terminada acabaría reportándole tanta fama y tantos ingresos a esta ciudad, que vivió su etapa de máximo esplendor artístico en los siglos XI y XII. Los cruceristas y turistas de autobús del verano no se la pierden, pero sí se pierden Pisa. Porque la mayoría pone pies en polvorosa y enfila hacia el siguiente icono toscano en cuanto se han hecho la fotografía de rigor sujetando la torre en posturas imposibles. Y ya que también quedan sobre la gran explanada de césped de esa obra maestra del románico pisano que es la Piazza dei Miracoli, también suelen admirar a la carrera su Camposanto, el Baptisterio –en cuyo interior convendría siempre hacer una parada para admirar el púlpito de Nicola Pisano y la fuente bautismal de Guido da Como– y la solidez marmórea de la Catedral. De nuevo no hay mal que por bien no venga, ya que así el delicioso cogollo medieval de esta antigua república marinera se salva en gran medida de sus vaivenes. Sin embargo, son los estudiantes procedentes de medio mundo, matriculados en su prestigiosa universidad, los que invaden sus cafés, sus pizzerías de calidad y sus empedrados centenarios, que los peatones comparten con un auténtico caos de bicicletas. Sus animados mercados mañaneros, los paseos al atardecer por las orillas del río Arno, el ajetreo comercial de la calle de Borgo Stretto o plazas porticadas tan monumentales como la dei Cavalieri, símbolo del poder de los Médici, o la delle Vettovaglie, epicentro de la vida nocturna, hacen que la ciudad que vio nacer a Galileo Galilei merezca al menos dormir aquí una noche. Es, de hecho, bajo el brillo de la luna, ya sin turistas, cuando la monumentalidad de la Piazza dei Miracoli recupera todo su embrujo.

Lucca y sus villas campestres

Encerrada entre murallas renacentistas en perfecto estado de conservación, esta pequeña ciudad, que se encuentra a tiro de piedra de Pisa, es una auténtica bombonera con su compacto entramado de palazzos, iglesias, torreones y coquetísimas plazas que se pueblan de terrazas –y, cierto, de no pocos turistas– en cuanto el sol asoma. Enamora sobre todo la Plaza del Mercado –levantada sobre las ruinas del antiguo Anfiteatro del siglo II y que mantiene intacto su trazado oval–, pero tampoco desmerece la Piazza de San Martino, cuya catedral alberga magníficas obras de Tintoretto, Bronzino y Ghirlandaio; la de Napoleone, sobre la que se alza el Palacio Ducal; o la de San Michele, cuya iglesia se construyó en la confluencia del Cardo y el Decumano, las arterias que definían el urbanismo romano.

En los callejeos por su corazón medieval, en gran medida peatonal y adornado de estrechísimos vicolos que salen de la vía Fililungo, afloran aquí y allá elegantes vinotecas y tiendas gourmet que hacen salivar, fachadas tan inspiradas como la de la Basílica de San Frediano –cuya portada aparece revestida de mosaicos dorados de aire bizantino– y experiencias como escuchar al caer la tarde en la de San Giovanni unas arias de su hijo predilecto, Giacomo Puccini, cuya casa natal es uno de los museos más visitados de la ciudad. Los senderistas encontrarán su paraíso particular en el valle Garfagnana y los amantes de la trufa en el también cercano pueblecito de San Miniato. Para los demás quedan las decenas de aristocráticas mansiones que, localizadas a las afueras de Lucca, se construyeron sus potentados gracias a menudo al monopolio de la seda que enriqueció a la ciudad. Algunas pueden visitarse, como la Villa Reale, que mandara erigir la hermana de Napoleón Bonaparte al convertirse en dueña y señora de estos territorios. En otras, como la Villa Bellosguardo, en la que Luchino Visconti rodara El Inocente, es incluso posible hacer noche (www.villeepalazzilucchesi.it).

Talleres del Oltrarno florentino

Muy probablemente quienes ya se las hayan visto con el derroche de arte de Florencia no hayan tenido tiempo de cruzar al otro lado del Arno más que para recalar por algunas salas del Palazzo Pitti y dar un paseo por sus Jardines de Bóboli, ambos inmediatamente después del Ponte Vecchio, o quizás para encaramarse al Piazzale Michelangelo, en el que al atardecer se avista una de las panorámicas más fotogénicas y plasmadas de la capital de los Médici. El barrio que queda al otro lado del río, el Oltrarno, es, sin embargo, una pequeña joya, merecedora de todos los respetos, por la que el día a día de los florentinos discurre al margen de los vaivenes del turismo. Aunque sin la apabullante densidad monumental de la Florencia obligada, por la vía Maggio que asoma nada más dejar atrás el río Arno por el puente Santa Trinita se suceden los palacetes de los nobles del XVI, que albergan hoy en sus bajos algunos de los mejores anticuarios de la ciudad. Siempre cerca despuntan iglesias de la talla del Santo Spirito, que, proyectada por Bruneleschi, preside la plaza en la que de mañana se asienta el mercado; o las de San Frediano in Cestello y Santa Felicità y la imprescindible Santa Maria del Carmine, cuya Cappella Brancacci presiden los frescos de Masaccio. Pero quizá lo más sorprendente de este barrio sea comprobar cómo a tiro de piedra de uno de los cogollos históricos más visitados del planeta han sobrevivido oficios artesanales cuyos maestros pueden, sin exageración, considerarse herederos de los artistas del Renacimiento. Encuadernadores, orfebres, restauradores, ebanistas, zapateros, sombrereros, talleres en los que se trabaja desde el cuero, el papel marmolado o el pan de oro hasta el hierro forjado y los mosaicos. En www.esercizistorici.it pueden encontrarse sus direcciones.

Los caminos del Chianti

Como puede comprobarse en www.stradevinoditoscana.it por toda la Toscana existe una veintena larga de rutas de los sabores: las del aceite, las de las castañas, las que combinan varias especialidades locales de quesos, mieles o embutidos y, por supuesto, las del vino. Entre estas, si hubiera de elegirse una del todo imprescindible incluso para el más recalcitrante de los abstemios, probablemente esta sería la del Chianti Classico. La Strada Regionale SR-222, de siempre conocida como la Vía Chiantigiana, une Florencia y Siena a través de un centenar de memorables kilómetros por los que emborracharse de esas colinas tapizadas de viñas de uva Sangiovese, caseríos y cipreses que ofician como el santo y seña de la campiña toscana. Aunque sus paisajes se bastan y se sobran para encandilar, por esta ondulante tira de asfalto y sus desvíos convendría ir haciendo breves altos por pueblitos del encanto de Castellina o Panzano, donde el carnicero y showman Dario Checchini despacha en su restaurante sus famosas hamburguesas Mac Dario’s y hasta un sushi del Chianti con carne cruda. También por otros escondites medievales como Montefioralle o el sobrecogedor conjunto monástico de la Badia a Passignano –fundado en el siglo XI–, los castillos próximos a Gaiole in Chianti o la amurallada Radda in Chianti, donde emprender una ascensión sublime hasta la diminuta villa de Volpaia. Toda la zona se encuentra repleta de apacibles agroturismos en los que alojarse, de pequeños y grandes productores de vino, así como de enotecas en las que probar o adquirir sus conocidos caldos, que también pueden descubrirse más a fondo en las degustaciones que, entre tantísimas otras y preferiblemente con reserva, organizan bodegas de prestigio como el Castello di Vicchiomaggio, el Castello di Verrazzano, la Badia a Coltibuono o el emblemático Castello di Brolio, en el que Bettino Ricasoli sentó las bases para la producción de los vinos del Chianti.

“La vida es bella” en Arezzo

Aunque en esta localidad toscana nacieran Petrarca, Vasari y el inclasificable Pietro Aretino, autor de los Sonetos lujuriosos y el desternillante compendio de poemas Dudas amorosas, el hijo predilecto de Arezzo será siempre el pintor del Quattrocento Piero della Francesca, quien hasta tiene una ruta en su honor por la ciudad y sus alrededores. Sus frescos de la Leggenda della Vera Croce, que pueden admirarse en la iglesia de San Francesco, serían motivo suficiente para llegarse hasta aquí. Sin embargo, el noble tejido urbano del viejo Arezzo suma tantos alicientes que, de no estar en la Toscana, con tanta competencia monumental diseminada por cada esquina, gozaría de mucha más fama de la que tiene. Sobre las callejuelas empedradas de esta atalaya, primero etrusca y después romana, se levanta con su aire castrense la Catedral, así como palazzos de la imponencia del dei Priori y el Pretorio, buenos puñados de museos de nivel e iglesias colmadas de arte como la de Santa Flora e Lucilla, restaurada por Giorgio Vasari en el XVI. Cómo no, también la fortaleza de los Médici, cuyas alturas compiten con varias de sus torres medievales por ofrecer la mejor panorámica de la villa, pero, sobre todo, la amalgama de estilos arquitectónicos que arremolina la Piazza Grande: desde el renacentista Loggiato Vasariano hasta los elementos góticos del Palazzo della Fraternita dei Laici. Es en esta soberana plaza donde cada primer fin de semana de mes se celebra un concurridísimo mercado de antigüedades que, en realidad, se desparrama por todo el casco antiguo de esta ciudad en la que Roberto Benigni rodara las primeras secuencias de su película La vida es bella.

El nido de águilas de Cortona

Aseguran que desde que su centro histórico sirviera de escenario para la película Bajo el sol de la Toscana, los americanos de una cierta cultura se han vuelto incondicionales de este nido de águilas en el que, a 600 metros por encima del valle di Chiana, se asentaran los etruscos. Son suyas, aunque reforzadas después por los romanos, las gruesas murallas que abrazan su abigarrado tejido de palacetes y plazas. La principal, la Piazza della Repubblica, que está presidida por el Palazzo del Capitano del Popolo y el todavía más antiguo Palazzo Comunale, se comunica con la Piazza Signorelli, cuyo Palazzo Casali alberga uno de los mejores museos de arte etrusco de toda la Toscana. A continuación, por sus empinadas callejas aparece la Piazza del Duomo, por la que se alzan la Catedral y el Museo Diocesano, que entre otras custodia algunas obras de Luca Signorelli, discípulo de Piero della Francesca y precursor de Miguel Ángel, así como uno de los tres retablos de la Anunciación que pintara Fra Angélico. Pero incluso cuando estos están cerrados, la simple caminata por la localidad de Cortona resulta una maravilla y permite contemplar las fachadas medievales, tenuemente iluminadas al anochecer, de las vías Iannelli o Guelfa; trepar hasta el santuario de Santa Margherita y la fortaleza Girifalco para admirar las vistas a la hora bruja de la puesta de sol, o tomar asiento en cualquiera de sus terrazas para enfrentarse a un guiso de la mejor ternera chianina, siempre regado por los célebres vinos de las cercanas Montalcino y Montepulciano.

Val D’Orcia, el valle perfecto

Por más que el listón ande bien alto por estos pagos, este valle del sur de la región puede presumir de ser, sin paliativos, el más bonito de la Toscana. No es de extrañar que esté declarado todo él Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, ya que su combinación de naturaleza y burgos medievales varados en el tiempo lo vuelve insuperable. Entre sus paisajes, repletos de viñedos y colinas perfiladas de cipreses, van despuntando en las alturas pueblos fortificados a cual más de cuento, como Radicofani, San Quirico y Castiglione d’Orcia, con sus callejas de guijarros arremolinadas en torno a la bucólica Piazza del Vecchietta, o los más conocidos de Montalcino y Pienza. Esta última, distinguida ella solita como Patrimonio por la Unesco antes de que el galardón se extendiera a todo el valle, fue convertida en la città ideale renacentista por el pontífice Pío II, mientras que Montalcino debe su fama sobre todo al vino, a pesar de que su embrujo enamora sin necesidad de aditivos como su reverenciado Brunello, el caldo de mayor prestigio de toda la Toscana. Y todavía quedaría el igualmente vinícola Montepulciano, cuyo celebrado Vino Nobile puede degustarse en infinidad de bodegas y enotecas. Esta otra atalaya abigarrada de monumentalidad, donde sobresale su Catedral, alzada entre los siglos XVI y XVII, queda más hacia el vecino y también espléndido Val di Chiana, aunque sería un pecado no hacer aquí un alto mientras se conduce entre Pienza y Cortona.

Paisajes lunares de las Crete Senesi

Si después de las inevitables aglomeraciones de la bellísima Siena se necesita un día de soledad y horizontes diáfanos, inmediatamente al sur de la ciudad se extiende este verdadero mar de colinas, designadas como las arcillas sienesas, cuyos trigales y paisajes lunares deparan todo un espectáculo. Salvo excepciones como la abadía Monte Oliveto Maggiore, hasta la que se puede ascender para escuchar a los benedictinos cantar gregoriano, no habrá de buscarse por aquí una excesiva monumentalidad –todo sea contextualizado con los estándares de órdago que se gasta la Toscana–. Este es más un territorio para admirar la naturaleza en un estado sorprendentemente intacto. Casi cualquier camino tomado al azar no dará tregua a la cámara si el día amanece inspirado y sus características brumas dibujan ráfagas entre las lomas, o si el sol tiene a bien teñirlo todo de dorados y ocres. Pero, para mayor garantía, podría enfilarse por la carretera secundaria que, pasando por Asciano, une Taverne d’Arbia con Rapolano Terme. La emigración obligada que vació tantos pueblos de la Toscana después de la Segunda Guerra Mundial se cebó especialmente con las Crete; de ahí en parte que sea éste el lugar en el que reencontrarse con su campiña tal cual era décadas atrás.

Volterra versus San Gimignano

El Manhattan medieval de San Gimignano, un pueblo acogotado de monumentalidad al margen incluso de las elevadas torres con las que las familias pudientes competían entre sí para presumir de poder, no es ningún secreto. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es poco probable que quienes ya hayan hecho un primer viaje por los grandes hitos de la Toscana no se hayan concedido una excursión desde Siena o Florencia para deambular por sus callejuelas, atestadas por legiones de admiradores. A tiro de piedra queda la también soberbia Volterra, mucho más anónima, al menos hasta hace poco. Porque desde que en la saga Crepúsculo esta villa figurara como la cuna de la despiadada élite de los volturi, no han parado de llegar fans de la serie. Hasta entonces los que se aupaban hasta este otro altozano fortificado venían atraídos por su muralla y sus tumbas etruscas, su uniforme armazón medieval alrededor de la Piazza dei Priori y palacios renacentistas de la talla del Palazzo Comunale, del que dicen sirviera de modelo para el famosísimo de Siena. Son todos ellos los que siguen haciendo de Volterra un escondite irresistible, se pongan los vampiros como se pongan.

Singular universo bodeguero

Por casi todas las esquinas de la Toscana abundan tanto pequeños productores, en cuyas cavas se puede hacer un alto para adquirir un par de botellas, como opulentos castillos en los que reservar una degustación. De hecho, se necesitarían varios libros para hacerle justicia a la cantidad de bodegas que por estos pagos merece la pena visitar. Entre las más modernas, una que no defrauda tanto por la calidad de sus caldos como por su empeño en hacer del vino un negocio ecológicamente sostenible es Salcheto (w www.salcheto.it), a las afueras de Montepulciano, donde, tras ahondar en los secretos de su manejo de la uva Sangiovese para evitar las emisiones de carbono, se puede pasar a disfrutar del resultado en su cantina o su restaurante, con vistas a los viñedos. También orientados a los vinos biológicos de nivel, pero en un estilo más rústico y ya en la zona del Chianti, los propietarios de Pacina (www.pacina.it), él agrónomo y ella descendiente de cinco generaciones de viticultores, abren a los visitantes el convento camaldulense, transformado en hacienda agrícola donde producen sus vinos, así como una casa rural. En su compañía es posible recorrer los viñedos mientras narran cómo sus esfuerzos se centran en tratar la uva para que no enferme y visitar el enmohecido laberinto de túneles en el que a lo largo de cuatro años sus vinos, siempre que se hayan respetado los ritmos de la naturaleza, “se hacen solos”, según ellos. Más información: www.terreditoscana.regione.toscana.it y www.vinit.net

“Maledetti Toscani”

La expresión, hoy empleada con la ironía que caracteriza a los habitantes de esta región del centro de Italia, la popularizó Curzio Malaparte en su último libro, traducido como ¡Malditos toscanos!, en el que repartía lindezas a mansalva entre sus paisanos. Sí, los toscanos pueden ser muy suyos, pero, ¿qué toscanos?, porque uno de Pisa se dejaría matar antes que identificarse con uno de Livorno, y viceversa. La inquina entre éstos solo es comparable a la de los de Grosseto por los de Siena, los de Siena por los de Florencia, y así hasta casi llegar al último pueblo. Si algo define a los toscanos como especie con denominación de origen es lo bromistas, independientes, apasionados, gritones y bonvivants que pueden llegar a ser, pero, sobre todo, lo orgullosos que se sienten de lo suyo, ya sea el aceite, los vinos, el azafrán o la cultura. Difícil no presumir de pedigrí cuando la Toscana fue la morada de los etruscos, una de las civilizaciones más sofisticadas de la antigüedad; cuando la lengua italiana se formó a partir del toscano literario que emplearon Dante, Petrarca y Boccaccio, o cuando fue aquí donde nació el Renacimiento de la mano de genios locales de la talla de Maquiavelo, Galileo, Brunelleschi, Botticelli, Miguel Ángel o Leonardo. ¿Malditos? Más bien bienaventurados, y que la envidia corroa al que lo ponga en duda.

Carreteras con alma

Habitualmente una carretera es una vía sin más por la que enfilar hacia el siguiente destino. Aquí, sin embargo, muchas pueden considerarse un objetivo en sí mismo, porque la campiña toscana es tan bonita o más que los burgos medievales que se elevan por ella. Casi cualquier secundaria, incluidas las pistas de tierra que se adentran por caminos en desuso, ofician como un mirador de excepción a sus ondulaciones de olivares y viñas y caserones solitarios a los que precede una hilera de cipreses. La Vía Chiantigiana, que entre Siena y Florencia culebrea por las cepas del Chianti, así como las que se adentran por los trigales y paisajes lunares de las Crete Senesi figuran entre las más irresistibles de sus carreteras escénicas, pero desde luego hay muchas otras. Algunas tan poco trilladas como los deliciosos kilómetros que unen Florencia y Arezzo siguiendo el valle del Casentino y con parada al menos en su idílica aldea de Poppi. Y también más célebres como las del Val d’Orcia, donde buscar al sur de Pienza, cerca de Monticchiello y La Foce, esas imágenes de postal en las que los cipreses no podrían estar mejor colocados a lo largo de sus curvas. Imprescindible conducir por ellas bien de mañana, cuando las brumas parecen jugar al escondite entre los montes, o también cuando las luces del atardecer acentúan sus colores. Hay también infinidad de rutas senderistas. Los moteros podrán consultar los mejores tramos en: www.bestbikingroads.com. Y los ciclistas en: www.piste-ciclabili.com/regione-toscana.


jueves, 7 de marzo de 2013

Meliá inaugura en el centro de Londres su cinco estrellas más emblemático

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

El nuevo hotel de cinco estrellas ME London cuenta con un ilustre pedigrí. Ubicado en una de las zonas más exclusivas de Covent Garden, en la esquina de la calle Strand y Aldwych, el edificio ocupa el antiguo emplazamiento del mítico Gaiety Theater. Este teatro, abierto de 1864 hasta 1939, fue protagonista de excepción en el proceso de renovación del género musical que tuvo lugar entre los siglos XIX y XX. Históricamente, Strand Street ha sido uno de los epicentros artísticos de la capital británica. Además de su vibrante vida teatral, que aún permanece, ilustres literatos como Charles Dickens y Thomas Carlyle fueron vecinos del barrio. Además, la cercana Fleet Street está considerada como la cuna del periodismo londinense, debido a la cantidad de empresas editoras que tenían sus oficinas en ella. De hecho, adyacente al hotel ME London se encuentra el edificio Marconi, antigua sede de la BBC desde la que se realizó su primera emisión radiofónica en 1922. 

El equipo de arquitectos de Foster+Partners, propiedad de Norman Foster, ha sido el encargado de construir el ME London. El diseño de sus 157 habitaciones, 16 de ellas suites, responde a un estilo moderno donde prima la comodidad y la iluminación. Algunas de las habitaciones cuentan incluso con espléndidas vistas del río Támesis.

En la última planta se encuentra el bar Radio Rooftop, que, aprovechando la céntrica ubicación del hotel, ofrece una panorámica de los principales atractivos arquitectónicos de la ciudad: el Tower Bridge, la catedral de St. Paul… En el terreno de la restauración, el ME ofrece dos opciones diferenciadas: el restaurante de cocina casera italiana Cucina Asellina, réplica del exitoso negocio neoyorquino, y el STK, popular steak house de origen estadounidense. Si después de la buena mesa los viajeros quieren mantener su rutina deportiva a pesar de encontrarse lejos de su hogar, cuentan con un gimnasio abierto las 24 horas.


Meliá inaugura en el centro de Londres su cinco estrellas más emblemático

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

El nuevo hotel de cinco estrellas ME London cuenta con un ilustre pedigrí. Ubicado en una de las zonas más exclusivas de Covent Garden, en la esquina de la calle Strand y Aldwych, el edificio ocupa el antiguo emplazamiento del mítico Gaiety Theater. Este teatro, abierto de 1864 hasta 1939, fue protagonista de excepción en el proceso de renovación del género musical que tuvo lugar entre los siglos XIX y XX. Históricamente, Strand Street ha sido uno de los epicentros artísticos de la capital británica. Además de su vibrante vida teatral, que aún permanece, ilustres literatos como Charles Dickens y Thomas Carlyle fueron vecinos del barrio. Además, la cercana Fleet Street está considerada como la cuna del periodismo londinense, debido a la cantidad de empresas editoras que tenían sus oficinas en ella. De hecho, adyacente al hotel ME London se encuentra el edificio Marconi, antigua sede de la BBC desde la que se realizó su primera emisión radiofónica en 1922. 

El equipo de arquitectos de Foster+Partners, propiedad de Norman Foster, ha sido el encargado de construir el ME London. El diseño de sus 157 habitaciones, 16 de ellas suites, responde a un estilo moderno donde prima la comodidad y la iluminación. Algunas de las habitaciones cuentan incluso con espléndidas vistas del río Támesis.

En la última planta se encuentra el bar Radio Rooftop, que, aprovechando la céntrica ubicación del hotel, ofrece una panorámica de los principales atractivos arquitectónicos de la ciudad: el Tower Bridge, la catedral de St. Paul… En el terreno de la restauración, el ME ofrece dos opciones diferenciadas: el restaurante de cocina casera italiana Cucina Asellina, réplica del exitoso negocio neoyorquino, y el STK, popular steak house de origen estadounidense. Si después de la buena mesa los viajeros quieren mantener su rutina deportiva a pesar de encontrarse lejos de su hogar, cuentan con un gimnasio abierto las 24 horas.


Logis abrirá más de cien hoteles en España

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

La red de hoteles independientes Logis ha anunciado la apertura de 110 de sus establecimientos en España de aquí a cinco años, hasta alcanzar una red de 150 hoteles con esta marca. Por tanto, de cara a 2018 Logis se convertiría en la primera red comercial de hoteles independientes en España, por delante de Rusticae y Ruralka. Para este año 2013 Logis ha anunciado la apertura de 20 de sus establecimientos, pasando de los 40 actuales a 60. Esta red hotelera de origen francés se distingue por incluir hoteles pequeños, con un máximo de 50 habitaciones y dotados de cierto encanto, con una cuidada gastronomía y una buena relación calidad/placer/precio. En la actualidad hay 2.600 restauradores-hoteleros Logis distribuidos en ocho países, que el año pasado alcanzaron una cifra de negocio de 72,4 millones de euros. En su página web, w www.logishotels.com, que ha recibido más de 4,1 millones de visitas únicas al año en 2012, un 17% más respecto a 2011, se pueden encontrar promociones con motor de búsqueda, previsiones meteorológicas y recomendaciones de internautas. Según Paul Noel, responsable de la firma para el sur de Europa, “los Logis han hecho realidad su voluntad de internacionalizarse conservando sus valores: trato personalizado, alojamiento de calidad, restauración basada en productos de la tierra y fuerte implantación en el tejido turístico regional”. Las zonas prioritarias de desarrollo de la marca en nuestro país serían Cataluña, por su cercanía con Francia, y los destinos de playa y naturaleza, así como ciudades de interés turístico. En la actualidad, el 80% de los hoteles Logis en España se hallan en los archipiélagos canario y balear y en la costa.


Split, la ciudad-palacio de Croacia

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

Todo viajero llega a su destino con una idea preconcebida. Una imagen fraguada en esa fase que, como dice con razón el tópico, es una de las más deliciosas de toda escapada: la preparación. El viajero más o menos informado sabrá que Split, la capital de Dalmacia, es la segunda ciudad más importante de Croacia. Un apetecible destino de sol y playa cada vez más popular gracias al indudable atractivo de la costa del Adriático y que cuenta, además, con un monumento incluido en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco: las ruinas del palacio del emperador romano Diocleciano. Pero cuando el taxi desde el aeropuerto le deja a uno en el comienzo del peatonal paseo marítimo, la Riva, toda idea previa se desvanece por completo. A pocos metros del mar y entre las tiendas del paseo, unas escaleras descienden a una especie de catacumba, llena de puestos de artesanía y recuerdos, para emerger de nuevo al aire libre en lo más parecido que existe a una ciudad romana en movimiento. Algo así como una Pompeya viva. Es el palacio de Diocleciano y es Split. Este centro, a la vez monumental y cotidiano, no es un conjunto de ruinas sino un espacio que, aunque fue originariamente concebido para acoger los últimos días de un emperador romano, lleva más de mil setecientos años lleno de vida.

Las gradas del Peristilo, en el corazón de la ciudad-palacio, siguen siendo, desde entonces, punto de reunión de los habitantes de Split. Desde allí uno espera que, en cualquier momento, el viejo emperador se asome a la monumental entrada de sus aposentos, la cúpula del Vestibulum, para arrojar unos denarios a los turistas. Pero de Diocleciano no quedan ni los huesos. Tras la caída del imperio, su mausoleo fue reconvertido en la catedral de la nueva ciudad y los restos del semidiós fueron arrojados Dios sabe dónde para hacer sitio, a modo de justa revancha, a los de San Domnius, el patrón de la ciudad y uno de los muchos cristianos que fueron convertidos en mártires por las persecuciones del muy tradicional y pagano emperador romano.

Palacios góticos de estética veneciana

Con todo, los nuevos inquilinos se limitaron a añadir un majestuoso campanario –de estilo románico, fue levantado entre los siglos XII y XVI, aunque tras su derrumbamiento se reconstruyó en 1906 preservando una esfinge egipcia– y a adaptar la decoración al culto cristiano –destacan especialmente las escenas de la vida de Cristo que aparecen talladas en la puerta de madera de la entrada del templo y la sillería románica del coro, considerada como la más antigua de la región–. Por tanto, este mausoleo-catedral sigue siendo uno de los edificios romanos mejor conservados de Europa. Algo parecido ocurre con el resto del casco histórico. La ciudad medieval está intrincada en el palacio, no superpuesta. Así, los balcones góticos se abren en los vanos de las arcadas romanas mientras que el cuadriculado sistema urbanístico original (cuyas calles principales, Cardo y Decumano, siguen siendo las más notables arterias del Split antiguo) se complementa con una intrincada red de callejuelas y pasadizos que están salpicados de comercios y cafés. Un delicioso laberinto que invita a perderse, tal vez la mejor manera de conocer las joyas escondidas de una ciudad vieja relativamente compacta.

Así, enfilando el Cardo nos encontraremos con palacios góticos como los de Augubio y Papalic, un testimonio evidente de los casi cuatro siglos de dominación veneciana, cuando Split era Spalato. Cerca de allí, en el recodo de una callejuela unas escaleras suben a la diminuta y bella iglesia de San Marcos, uno de los varios tesoros de la arquitectura prerrománica de la ciudad y un ejemplo del aprovechamiento de las antiguas estructuras, puesto que se construyó en el que fuera paseo de ronda sobre las murallas.

Y si nos apretamos entre las paredes de la Pusti me da prodjem (literalmente, calle de “déjame pasar”), considerada por la proverbial exageración local como la calle más estrecha del mundo, nos plantamos ante el perfectamente conservado Templo de Júpiter, un recinto que antaño poseía un pórtico sustentado por imponentes columnas –de las que actualmente solo se conserva una– y que está custodiado por una esfinge decapitada de granito negro que fue traída de Egipto en el siglo V. De cuando en cuando, encantadores patios ajardinados sobre los que cuelga la ropa tendida recuerdan que Split, pese a su antigüedad, sus monumentos y su orgullo, es ante todo una ciudad vivida.

Algo que se demuestra en los dos mercados diarios que flanquean las murallas del palacio de Diocleciano y que ofrecen al público productos locales, frescos y deliciosos. Al Este, el mercado verde o patzar cuenta con todo tipo de verduras, setas en temporada, legumbres y flores del interior, además de numerosos puestos con ropa y otras muchas especialidades; y pese a estar situado frente a los muros de la ciudad, no es ni mucho menos un mercado de souvenires al uso sino el lugar en el que la población de la ciudad vieja compra sus viandas. Al lado opuesto de las murallas no resulta difícil encontrar, orientándose por el olfato y por los reclamos de las vendedoras, el mercado de pescado. Recién llegado del vecino puerto, la mercancía resulta siempre fresca. La radio local retransmite los precios del día cada mañana para que los compradores acudan bien informados al regateo de última hora. Por la noche, una vez eliminados los efluvios, la plaza del mercado se llena de terrazas donde es posible degustar el producto rey.

La cuna de la nación croata

Hacia el Oeste, Split desborda los muros del antiguo palacio del emperador romano y va mostrando las sucesivas etapas de dominación extranjera. La veneciana –que se extendió hasta finales del siglo XVIII– se puede apreciar alrededor de la plaza del antiguo ayuntamiento (conocida simplemente como la Piazza). Más allá, en la comercial calle Marmont y en los alrededores de la plaza porticada de la República dejaron su huella los imperios napoleónico y austrohúngaro.

Pese a los siglos de dominación extranjera, o quizá por ello, Split es una importante cuna de la nación croata. Ya en el siglo X, Gregorio de Nin (cuya estatua, obra del famoso escultor local Ivan Mestrovic, preside la entrada norte a la ciudad –cuenta la leyenda que el viajero debe frotar su pulgar para que le acompañe la diosa Fortuna–) cantaba misa en la lengua vernácula para indignación de la curia romana. El renacentista Marko Marulic escribió aquí en el año 1501 los primeros versos en lengua croata y durante el siglo XIX surgió en Split el clamor por una Croacia unida e independiente. Algún tiempo después, los partisanos del mariscal Tito encontraron en la ciudad y en las islas circundantes un refugio perfecto desde el que poder luchar contra la ocupación de nazis y fascistas. Tanto es así que usaron como himno de combate el Marjane, Marjane, dedicado a la colina boscosa de Marjan que domina la ciudad.

Desgraciadamente, Split ha estado también muchas veces en el ojo del huracán, siendo bombardeada en sucesivos conflictos del siglo pasado. La última vez en 1991, a manos de una fragata de la marina de la antigua Yugoslavia llamada precisamente Split.

Tanto patriotismo no mina el carácter localista y orgulloso de los habitantes de Split. Habladores, apasionados, mediterráneos en definitiva, mantienen una relación dialéctica con su alrededor: con los campesinos del interior, con las islas y, por supuesto, con su archirrival, Zagreb. Ambas ciudades asumen sendos papeles en la fábula de la hormiga y la cigarra. Ante el sambenito de una Split malcriada por el sol, la comida y el vino, los lugareños responden orgullosos con el dicho popular Bravura je ziviti bez lavura (“Hay que ser valiente para vivir sin trabajar”).

De Zagreb y de todo lo divino y lo humano se habla en las konova (tabernas) de Varos, el barrio de pescadores, a los pies de la colina de Marjan. Es el lugar donde degustar las delicias de la cocina dálmata, inequívocamente mediterránea. El aceite de oliva, las hierbas, el ajo y las aceitunas forman la base de una cocina basada en el producto. Sus estrellas, el pescado y el marisco del Adriático, no necesitan más que una brasa para destacar. La influencia italiana está presente en el risotto con chipirones en su tinta o en los platos de pasta verde con marisco. Y en cuanto a la carne, lo suyo es la pasticada dálmata, un guiso lento con vino y hierbas que se sirve acompañado de gnocchi. Y, por supuesto, el cordero de la isla de Pag, del que se dice que no hace falta echarle sal porque ya la ha absorbido junto con los aromas de las hierbas de la isla. De Pag es también el queso más famoso de Croacia.

Historia y música

El vino, que está viviendo una revolución en cuanto a calidad, la cerveza y la rakija (brandy) calientan el ambiente en las konova hasta que alguna mesa comienza a entonar alguna canción de kapla, el canto a cappella que marca el folclore dálmata. Pero no todo es arte, historia y comida en Split. En verano la ciudad se convierte en el centro playero de la Costa Dálmata, con miles de visitantes que disfrutan de festivales de música, fiestas hasta el amanecer y letargo bajo el sol. Aunque las playas que dan fama a la región están a tiro de piedra de la ciudad, Split cuenta con su propia y recoleta cala urbana, Bacvice, a pocos minutos andando del centro histórico. Las terrazas y clubs marítimos que la rodean son un lugar perfecto para tomar una cerveza y contemplar el espectáculo del Picigin, el deporte tradicional de la ciudad. Se trata de una suerte de tenis de playa acrobático que se juega en el agua y para el que solo es necesario una pelota y, sobre todo, el imprescindible bañador speedo, o como dicen en Split, mudantine.

“Mi reino por un... repollo”

Diocleciano, que no resultó muy popular entre los cristianos de la época debido a su costumbre de lanzarlos a los leones, fue por otro lado un estadista muy astuto y prudente que estaba empeñado en lograr dos grandes objetivos: uno, difícil, apuntalar un imperio en grave crisis, y otro, casi inalcanzable para un emperador romano del siglo III, llegar a viejo. Pese a las dificultades, logró ambos, no sin antes abandonar voluntariamente su cargo (algo sin precedentes en aquella época y poco frecuente en siglos sucesivos) para dejar que fueran otros los que asesinaran o fueran asesinados por el poder. Antes se había preparado un retiro dorado en Dalmacia, la tierra que le vio nacer: un palacio-fortaleza construido sobre una antigua colonia griega, suficientemente cerca de la capital de la provincia (Salona, cuyas ruinas pueden visitarse a pocos kilómetros al norte de la ciudad de Split), pero lejos de su plebe; lujoso por dentro en su combinación de blanca piedra de la isla de Brac, mármoles y recuerdos traídos de los confines del imperio, pero inexpugnable por fuera.

El ex emperador disfrutó de sus últimos días de existencia cuidando el jardín mientras el imperio se tambaleaba, hasta el punto de que fue requerido para que interviniera en la marimorena formada en Roma con su sucesión. Diocleciano contestó a los emisarios enseñándoles uno de sus repollos y señalando que “si el emperador pudiera ver este repollo, no se atrevería a sugerirme que cambie la paz y felicidad de este lugar por las tormentas de una ambición insaciable”.

En un par de siglos nadie se acordaba ya ni de la figura de Diocleciano ni de su extraordinario palacio, hasta que la presión de los bárbaros obligó a los habitantes de los asentamientos vecinos a refugiarse en él y crear la ciudad que se puede disfrutar actualmente.

Hajduk Split, más que un club de fútbol

Como buenos mediterráneos, una de las actividades preferidas de los habitantes de Split es una acalorada tertulia junto a una taza de café y una copa de rakija. La política, la familia, la economía e incluso temas aún candentes como la guerra de la antigua Yugoslavia suben la temperatura de bares y terrazas. Sin embargo, hay un tema sobre el que se habla pero no se discute, el Hajduk. El Hajduk Split es algo más que el equipo de fútbol local, más que una institución y, desde luego, más que un club. Su escudo está presente en cada esquina, cada coche, cada bar… La veneración casi religiosa que recibe queda patente en los cientos de murales, algunos de ellos de calidad, que cubren todos los barrios de la ciudad. Y pese al desinterés de los turistas, algunos de los tours guiados incluyen una visita al relativamente pequeño campo del Hajduk. Buena parte de la culpa la tiene la Torcida, el grupo de seguidores modelado en los 50 a imagen y semejanza de las míticas hinchadas brasileñas. Como aquellos, y como otros seguidores europeos, la Torcida del Hajduk tiene su parte de hooliganismo, pero también es muy dada a hazañas entre suicidas y humorísticas, como colocar su bandera en la torre de la catedral de su máximo rival urbano y futbolístico, Zagreb, o financiarse mediante la arriesgada venta de cedés con su himno (camuflados con la carátula del equipo rival) en el fondo ocupado por los ultras del Dinamo de Zagreb (que afortunadamente no habían traído el discman). Y es que Hajduk es el término que designaba a una suerte de Curros Jiménez balcánicos, bandoleros decimonónicos que robaban a los ricos para repartir entre los pobres. Hace años que el Hajduk no cosecha triunfos nacionales, ni mucho menos internacionales, pero nadie en la ciudad duda de que tarde o temprano su equipo robará el protagonismo a los grandes de la aristocracia futbolística europea para dárselo a quien de verdad se lo merece, Split.


miércoles, 6 de marzo de 2013

Y el mejor vino del mundo es de… Ribera del Duero

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

Un millón de hectáreas

O lo que es lo mismo, diez mil kilómetros cuadrados. Esta es la extensión de terreno que se dedica en España a viñedos –lo que nos convierte en el primer país del mundo en superficie plantada–. Según los últimos datos del ICEX, las tres principales denominaciones españolas, en lo que a número de bodegas se refiere, son: Rioja (1.029), La Mancha (276) y Ribera del Duero (267). Esta última ha recibido un gran espaldarazo internacional con la declaración de Mejor Región Vitivinícola del Mundo en 2012 por los Wine Star Awards, galardones que entrega la reputada publicación estadounidense Wine Enthusiast (www.winemag.com). Este reconocimiento es consecuencia del buen hacer de los bodegueros y de una potente campaña internacional de promoción, auspiciada por el Consejo Regulador de la Denominación de Origen, que tiene por lema Drink Ribera, Drink Spain (“Bebe Ribera, Bebe España”). A pesar de todos estos titulares, la D.O. Ribera del Duero no ha perdido el norte. Los aplausos y palmadas son de agradecer, ya que a nadie le amarga un dulce. Pero, afortunadamente, no han olvidado que como realmente se descubre el valor de esta zona es pisando el terruño, hablando con los locales, disfrutando de la cultura de la región y degustando su gastronomía. Precisamente este tipo de relación es la que se fomenta con la creación de la Ruta del Vino Ribera del Duero (www.rutadelvinoriberadelduero.es). La idea que subyace bajo esta iniciativa turística es promover el enoturismo y dar a conocer el patrimonio cultural de la región.

La ruta transcurre por las cuatro provincias que conforman la denominación (Burgos, Segovia, Soria y Valladolid), en paralelo al río Duero. En la iniciativa participan 55 municipios, 55 bodegas, 22 restaurantes, 20 alojamientos, 12 enotecas, 21 museos y centros de interpretación, tres spas… Una amplia oferta de ocio, disponible en tan solo un clic: www.rutadelvinoriberadelduero.es

Fortaleza califal

Al iniciar la ruta por el Este, la primera localidad de relumbrón que destaca en el mapa es San Esteban de Gormaz. Esta ciudad soriana de 3.400 habitantes posee una significativa muestra de arquitectura románica en las iglesias de San Miguel y Santa María del Rivero. Si lo que le interesa es el arte, el Parque Temático del Románico de Castilla y León es visita obligada. Este centro de vocación didáctica, que está a solo 2,5 kilómetros de la población, muestra los pormenores de las edificaciones románicas más importantes de la Comunidad Autónoma a través de una detallada colección de maquetas: el monasterio de Santo Domingo de Silos, la iglesia de San Juan de Rabanera en Soria, la colegiata de Santa María la Mayor de Toro, la basílica de San Vicente en Ávila… Además, San Esteban posee interesantes ejemplos de arquitectura popular. Existen más de 300 bodegas en la localidad, la mayoría de ellas familiares. Las viviendas tradicionales cuentan con merenderos abalconados, un escenario perfecto para disfrutar de una buena chuletada y un par de chatos de vino. De forma previsora, el jueves anterior al miércoles de ceniza, llamado jueves Lardero, irrumpe en la gastronomía local la tortilla de chorizo. Si está por la zona, no dude en acercarse a las laderas del castillo –la fortaleza califal más grande de Europa–, donde las peñas celebran unas animadas merendolas.

Avanzando hacia Burgos llegamos a la capital de la comarca de la Ribera del Duero: Aranda de Duero. “Por el puente de Aranda se tiró, se tiró/ se tiró el tío Juanillo pero no sé mató./ Pero no se mató, pero no se mató”. No es casual que esta jota aluda al puente románico que cruza el Duero. El río es una de las señas que configuran la personalidad de esta ciudad. De hecho, la parte en dos. Como dicen los arandinos, “de un lado está Aquendeduero y del otro, Allendeduero”. Si el río es la seña de la ciudad, el santo es Isabel la Católica. Aquí se celebró en 1473 el Concilio de Aranda, auspiciado por Isabel y el arzobispo de Toledo, que consolidó el poder de la entonces joven princesa. La firma isabelina se encuentra en la impactante iglesia de Santa María la Real, pagada por la reina castellana. La fachada, acabada en 1515 y que transita entre el Gótico y Renacimiento, está profusamente decorada. Entre todos los elementos, se vislumbra el yugo y las flechas, distintivo de los Reyes Católicos. Frente a esta iglesia se celebra en Semana Santa la Bajada del Ángel. En esta representación, un niño ataviado tal que un querubín es bajado con una polea de un globo elevado para retirar el manto enlutado que oculta el rostro de la virgen María. De esta forma se anuncia la resurrección de Cristo.

Bodegas de diseño

Hacia el norte, en las afueras de Gumiel, irrumpe en el paisaje una construcción vanguardista que simboliza la evolución y las aspiraciones de esta tierra. En 2010, el Grupo Faustino inauguró las Bodegas Portia, diseñadas por Norman Foster. Empleando exclusivamente hormigón, madera, acero y vidrio, los 12.500 metros cuadrados de la bodega se distribuyen en una planta de estrella de tres puntas, que diferencian las zonas de elaboración, fermentación y crianza del vino. En el área central, corazón del edificio, se encuentra la tolva receptora de las uvas. Un ventanal predomina en su restaurante, ofreciendo una panorámica de alguna de las 160 hectáreas de viñedos que posee la bodega.

Ya en Valladolid

Peñafiel atrae la atención desde la lontananza. Su castillo, encaramado en un risco, sirve de faro para los viajeros desorientados. Entre los gruesos muros de esta fortaleza del siglo XIV se encuentra en la actualidad el Museo Provincial del Vino, visita obligada para los amantes de la enología. Desde su terraza, estructurada como la cubierta de un barco, se vislumbra a babor y estribor un paisaje castellano salpicado de bodegas allá y acullá. Algunas de ellas de alta alcurnia, como la de Protos, construida por el prestigioso arquitecto Richard Rodgers.

Uno de los parajes más populares de la villa de Peñafiel es su Plaza del Coso, una curiosa plaza medieval en la que aún se celebran corridas taurinas durante las fiestas de San Roque, en el mes de agosto. En este caso, los toros no se ven desde la barrera sino desde los balcones de alguna de las 48 casas que dan forma a este atípico coso.

La casa de la ribera

A pocos metros de la plaza se halla la Casa de la Ribera, una casa museo en la que viven Mariano y su mujer, Tomasa. Ubicado en un edificio cuyos cimientos se remontan al siglo XVI, su intención es mostrar la forma de vida de comienzos del XX. Además de estar decorado con muebles y utensilios de la época, una familia de entonces vive aún entre sus paredes. A medida que el visitante se adentra en las estancias observará el transcurrir de su día a día. En la cocina, en el dormitorio… Una divertida manera de apreciar cómo la vida cambia en las formas, pero no en el fondo.

Dicen los académicos que la verdadera prueba para saber si un libro es inmortal es comprobar si aguanta una relectura. Los textos más ricos son aquellos que crecen con el tiempo, como el buen vino. Por analogía, los paisajes que más nos conmueven serán aquellos que nos invitan a nuevas visitas. Descubrir la Ribera del Duero no es cosa de un día. Este recorrido a vuela pluma ha sido un simple aperitivo. Más allá del papel se encuentra todo un mundo por recorrer. Estas tierras tienen la impronta cambiante del río que las recorre. Ya lo dijo el filósofo griego Heráclito: “Nunca nos bañamos dos veces en el mismo río”. Un pensamiento no muy lejano del poema de Gerardo Diego dedicado al Duero: “Quién pudiera como tú/, a la vez quieto y en marcha/ cantar siempre el mismo verso/ pero con distinta agua”.


Alondras y templarios en el Cañón del Río Lobos

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

En las macizas tierras castellanas, entre Burgos y la recóndita Soria, se encuentra el Cañón del Río Lobos, un impresionante paraje de más de 10.000 hectáreas declarado Parque Natural en 1985 por su inigualable flora y fauna. El extenso cañón se formó gracias a la intensa erosión fluvial del río Lobos, que hizo que cedieran las grutas subterráneas y que aparecieran caprichosas zonas cóncavas de gran vistosidad por los teñidos de óxidos. También la erosión del viento ha jugado un papel importante para formar estas ostentosas paredes.

El Cañón del Río Lobos aglutina una espectacular geología y una gran diversidad de flora y fauna protegidas, donde destacan las especies ligadas a los cantiles rocosos. Para conocer una parte de río Lobos recorreremos la Senda de las Gullurías, que arranca de Ucero, pero antes hay que darse un paseo por la villa y subir a su castillo, que rezuma historia, incógnitas y misterios.

Ucero y el Temple

La pequeña localidad de Ucero cuenta con una escasa población de apenas cien habitantes, todos afables, con los que es un placer disfrutar de un buen rato de conversación. Ucero, que fue una villa importante en la Edad Media, está dividida por un pequeño puente donde es agradable observar el río. Cruzando el puente, en la parte más alta se encuentra la iglesia románica de San Juan Bautista, que guarda en su interior las figuras del Cristo del Castillo, conocido como Cristo de los Templarios, y de la Virgen de la Antigua. Cerca está la Posada Real Los Templarios.

Volvemos sobre nuestros pasos y cruzamos de nuevo el puente para tomar la vía hacia el castillo de Ucero, que está construido sobre los cimientos de un antiquísimo castro celtíbero, desde donde dominaban las confluencias de los ríos Ucero y Chico. Muy cerca aún permanecen las ruinas de una iglesia que, en sus orígenes, podría haber sido templaria.

La fortaleza, que se sitúa en un extremo de la muralla, tiene una estructura de triple recinto, común en los castillos templarios. Se cierra hacia el antiguo pueblo con un muro en el que se abrían ventanales góticos y una torre del homenaje que parece un campanario. En su interior se ven los nervios y un medallón, y tiene unas interesantes gárgolas que representan figuras humanas. Merece la pena recorrer sus muros y su interior antes de dirigirnos a la salida de Ucero para llegar a la Casa del Parque y comenzar la Senda de las Gullurías.

El comienzo de la ruta

Desde el castillo bajamos a Ucero, cruzamos una vez más el puente y salimos de la villa, recorremos unos 500 metros hasta llegar al aparcamiento de la Casa del Parque. La Casa del Parque está en un edificio vinculado con un antiguo molino tradicional y frente a ella, cruzando la carretera, arranca el acceso de la Senda de las Gullurías. La ruta comienza con una subida de gran pendiente que, a nuestra espalda, proporciona una espléndida panorámica del castillo.

Ascendiendo la cuesta hay colmenas, algunas antiguas construidas con troncos y otras modernas que delatan que la zona es un paraíso para las abejas. También es un oasis para las plantas que viven sobre las rocas.

El ascenso tiene una dura pendiente que aconseja descansar mínimamente en sus pedregales, aunque hay que ser muy precavidos con las víboras hocicudas que por allí habitan, que solo muerden si se sienten en peligro o son acosadas. Una vez superada la implacable subida se empieza a disfrutar del fantástico aroma a espliego, tomillo y salvia que tanto gusta a las abejas.

Siguiendo el camino se llega a una calera, la primera que encontraremos en nuestra ruta. Hasta no hace mucho, las caleras se utilizaban para producir cal con el sencillo proceso de cocer piedra caliza con leña bajo un montículo de tierra, que alcanzaba temperaturas superiores a los 900 grados. En la actualidad se está recuperando el uso de la cal por su gran dureza y por sus propiedades hidrófugas. Rodeamos la calera y seguimos por la vereda de la derecha, donde se abre un sensacional páramo.

A nuestra izquierda vemos unos frondosos valles, y en el suelo podemos observar interminables huellas de jabalíes, corzos, conejos, ardillas, tejones y lobos. Durante el recorrido la algarabía de los pájaros supone un placer para el oído y la vista. El buitre –con más de cien parejas criando en los cortados–, las escandalosas chovas piquirrojas, el ruiseñor, la abubilla, el cuco, el águila real y el halcón peregrino son solo algunas de las innumerables especies que habitan en este vergel de la provincia de Soria.

Más adelante llegamos a una zona con restos de fósiles de ostras, y avanzando encontramos a nuestra izquierda otra calera. Ahora la senda se adentra en una fascinante arboleda de enebros, sabinas y pinos pudios –los típicos del Cañón del Río Lobos–; parece un auténtico bosque encantado de cuento. Siguiendo por esta mágica espesura encontramos a nuestra derecha un camino bien señalizado, que nos lleva directamente al impresionante Mirador de las Gullurías.

Cantan las gullurías

Por San Matías cantan las gullurías y se igualan las noches y los días. El refrán se refiere a la totovía, una pequeña alondra forestal común en la zona y muy fáciles de ver correteando entre las sabinas, aunque cuando se detienen logran mimetizarse a la perfección con el entorno y entonces es casi imposible distinguirlas.

El mirador ofrece un escenario bellísimo de sierras, oteros, montañas, peñas, cuevas…; y a sus pies hay sabinas, pinos pudios, enebros y encinas que coleccionan todos los tonos de color verde imaginables.

Es imprescindible hacer un alto para disfrutar del mirador, mientras se escucha el canto de las aves y se admira el colorido de la masa arbórea que se abre ante nosotros. Solo con un poco de paciencia y unos prismáticos se observan con facilidad algunos habitantes del cañón, donde destacan las señoriales águilas reales, los enormes buitres leonados y los emblemáticos alimoches.

Tras un necesario paréntesis para efectuar un merecido descanso, volvemos sobre nuestros pasos y retomamos el camino que transcurre por el bosque, que ahora, ya en bajada, muestra el incalculable valor de la masa arbórea del cañón.

En esta zona, los enebros, las sabinas, los pinos y las encinas apenas dejan un resquicio para que pase la luz del sol. Un magnífico paseo por esta frondosidad hace fácil el camino de bajada hasta el cruce, que tomaremos a mano izquierda. Unos metros más adelante volvemos a sentirnos totalmente deslumbrados por el panorama. Un paso encajado entre la roca y el río nos lleva hasta una colosal explanada, donde, a la izquierda, se alza la ermita de San Bartolomé, y, a la derecha, la Cueva Grande

Monjes guerreros

La impactante aparición de la hoz y la ermita, ubicada en mitad del cañón, tiene un encanto especial, que hechiza al visitante. La ermita de San Bartolomé, construida en el siglo XII, era del Temple, una de las más famosas órdenes militares cristianas y que tuvo una notable importancia en esta zona. Su brusca erradicación ha dado lugar a leyendas que han mantenido vivo el nombre de los caballeros templarios hasta nuestros días.

La ermita, que se encuentra en un magnífico estado de conservación, se exhibe llena de simbología y, con su cruz templaria y la estrella de Sión, es sin duda una de las más enigmáticas y misteriosas de las edificaciones templarias en la Península Ibérica.

A la izquierda de la ermita está El Balconcillo, un pequeño espacio ubicado en la parte superior del espolón sobre el templo. En El Balconcillo se asentaron los hombres de la Edad de Bronce, que dejaron grabados y pinturas rupestres en algunas cuevas.

A la derecha está la Cueva Grande, con una entrada impresionante, flanqueada por unos enormes paredones de piedra donde casi siempre hay buitres que observan fijamente a los visitantes. El interior de la Cueva tiene un tamaño colosal que sobrecoge por su magnitud y profundidad. Al fondo a la derecha se pueden admirar los grabados rupestres realizados en la roca por incisión, con un interesante trazo simple único. Al parecer, en su interior se encontraron también restos prehistóricos.

Desde el mágico paraje de San Bartolomé volvemos hacia la villa de Ucero por Valdecea y la Fuente de Engómez, hasta llegar de nuevo a la Casa del Parque.

Ficha técnica:

Inicio: La ruta comienza en la Casa del Parque, a 500 metros del casco urbano de la localidad de Ucero. Este sendero acondicionado permite observar las diferentes formaciones vegetales del Parque Natural del Cañón del Río Lobos –un espacio de más de 10.000 hectáreas localizado al oeste de la provincia de Soria, limitando con Burgos–, además de los restos de una antigua calera. En su recorrido se pasa por el Mirador de las Gullurías, que ofrece una espléndida panorámica de la zona.

Dificultad: Baja, excepto en la primera cuesta del inicio de la ruta.

Desnivel: 100 metros.

Distancia: 8,4 kilómetros.

Duración: Dependiendo del ritmo, algo más de cuatro horas.

Épocas: Todo el año.


Delicias de los nuevos Tres Soles de la cocina española

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

Zalacaín está de fiesta, ha cumplido 40 años y el primer regalo le ha llegado con ese tercer Sol que luce orgulloso en la solapa. Será un buen año para este clásico que durante cuatro décadas ha sido un referente de la gastronomía española. Por sus mesas ha pasado lo más granado de la sociedad española e internacional, reyes, políticos, escritores, artistas... Toma su nombre del protagonista de la novela Zalacaín el aventurero, de Pío Baroja, pero en el restaurante no hay espacio para la aventura y todo funciona con la precisión de un reloj suizo. Allá por el año 2005, cuando Benjamín se jubiló y comenzaba lo que él llamaba “unas largas vacaciones”, dejó la cocina de Zalacaín “organizada y bien organizada”. En su lugar quedaba una persona de su máxima confianza, a la que lega un libro de recetas y el reto de actualizar lo que ya era excelente. “Somos fieles al gran principio de la casa: una cocina de producto y de temporada. Partimos de una cocina tradicional vasco-francesa, bien elaborada y llena de matices. Una cocina que vamos actualizando poco a poco, añadiendo contrastes como las texturas, diferentes temperaturas, mezclas de sabores... Es un movimiento pausado, pero sin pausa”, nos dice Juan Antonio. Una carta en la que encontramos platos clásicos como la lasaña de hongos y foie o el búcaro de huevos de codorniz, salmón ahumado y caviar, junto con otras recetas novedosas y sorprendentes, como la tierra de morcillas de Burgos con yemas trufadas, verduras y crema de parmesano –un juego de texturas y temperaturas de lo más interesante– o la crema de coliflor y coco con sardinas ahumadas y arroz salvaje frito, una atrevida combinación que funciona muy bien en boca. Y para celebrar este feliz cumpleaños el nuevo reto de la cocina será reinventar las recetas clásicas de la casa utilizando las técnicas actuales. El restaurante ofrece carta, menú degustación y la posibilidad de pedir medios platos y confeccionar su propio menú, tan corto o largo como se quiera, una nueva opción que ha atraído a muchos seguidores. Custodio Zamarra, otro referente de la gastronomía española, está al cargo de su estupenda bodega, llena de vinos con una buena relación calidad-precio. Si a esto unimos un servicio de sala excelente, podemos asegurar que Zalacaín es un restaurante joven con una larga vida por delante.

Can Jubany, por su parte, ocupa una casa de payés rehabilitada con un interior espacioso, moderno y acogedor, la misma mezcla de tradición y modernidad que encontramos en sus fogones. “Hacemos una cocina catalana actualizada, honesta y divertida, hecha desde la emoción, pero con los pies en la tierra. Una cocina que se identifica con esta tierra y con nuestras raíces. Es la que aprendí con mi abuela, mi madre y mi tía, que eran unas grandes cocineras”, nos cuenta Nandu Jubany mientras recogemos los huevos rojos de sus gallinas Vilafranquinas y damos un paseo por el huerto con tomates, habas, judías, guisantes, alcachofas, repollos... Sin ser un restaurante de kilómetro cero, busca siempre un producto de proximidad, pero, si no es de la calidad que él espera, lo busca allá donde esté. En los snacks, aperitivos y postres es donde Nandu muestra un derroche de imaginación y creatividad, con recetas sorprendentes que pretenden divertir al cliente. En la carta están los clásicos de la casa, como los canelones de pollo de corral, el arroz abanda con espardeñas, la coca, la sopa de alcachofas... y otros más modernos. De los postres no hablamos porque son siempre sorpresas muy bien recibidas. Si a esto unimos una carta con más de 400 referencias, de las que un 70 por ciento son catalanas (están todas las DO catalanas), un buen servicio de sala y un entorno privilegiado, comprendemos y aplaudimos esos reconocimientos bien merecidos.

Abac es sinónimo de excelencia y de buena cocina. Con Jordi Cruz recupera ese halo de creatividad y buen hacer que le ha llevado a reconquistar la segunda estrella Michelin y conseguir los tres Soles Repsol. Jordi tiene una cabeza bien amueblada y una de las voces más autorizadas del mundo de la cocina, es un hombre que cree en lo que está haciendo y lo ejecuta con una extraordinaria seguridad. “Desde luego, mis raíces están en la cocina catalana y ahora me encuentro en un punto intermedio entre vanguardia y tradición. Para nosotros, un plato es una sinergia de pequeñas elaboraciones que, juntas, funcionan muy bien, un perfecto equilibrio entre dulce/salado, crujiente/cremoso, frío/caliente. Es algo de lo que me di cuenta cuando contaba solo siete años y cociné mi primer plato: unas judías verdes con patatas; buscaba texturas y la única manera de conseguirlo era cocinando los ingredientes por separado, las judías tienen un punto de cocción mucho más corto que las patatas”, señala Jordi. Con este método de trabajo elabora su carta y uno de los platos que mejor explica esta filosofía es la infusión helada de pimienta de Sichuán con foie-gras, higos y migas crocantes dulces y saladas, que lleva tres elaboraciones: las migas, el foie en pomada y la infusión de higos y pimienta. Abac es un restaurante que lo tiene todo: buena cocina, un impecable servicio de sala, una excelente bodega con más de mil referencias y unas bonitas vistas al jardín, y al que solo le faltaba el tercer Sol.

Finalmente, en Aponiente vive, respira y cocina Ángel León, un hombre enamorado del mar y de su cocina marinera con tradición. De un mar del que se puede aprovechar todo, hasta lo que no se ve, como el plancton marino (los organismos microscópicos que flotan en el agua), y con ellos hace inventos como el clarimax (un filtro hecho con algas marinas que sirve para clarificar los caldos) y un potenciador del sabor marino. Pero va más lejos y nos prepara unos sorprendentes embutidos marinos (chorizo, salchichón, butifarra) hechos con la carne grasa de lisa (mújol), un pescado que se cría en los esteros de la bahía de Cádiz; se corta la carne limpia con un cuchillo y se deja macerar con las especie propias de cada embutido (pimentón, orégano y ajo para el chorizo; pimienta, nuez moscada, canela, ajo y clavo para el salchichón...). Y su no menos sorprendente Menú Trófico, con el que ha deleitado a sus comensales. Un menú en el que reproduce la cadena de alimentación (cadena trófica), empezando con los primeros productores de alimentos, que son esos pequeños organismos, que a su vez se transforma en alimento de otras especies de mayor tamaño hasta llegar al hombre. Un menú con platos como el arroz con fitoplancton y alioli de calamar, las sardinas ahumadas con la brasa de huesos de aceitunas, lomo de lisa con pil-pil de lechuga de mar, jureles en pepitoria, arroz meloso de plancton... para terminar con un postre dulce y, para acompañar, los excelentes vinos generosos de la zona. Un menú y una experiencia que b y que hay que probar al menos un vez en la vida, o mejor tres, una por cada Sol.

Guía práctica


ZALACAÍN

Dirección: Álvarez de Baena, 4. 28006 Madrid. Tlf. 915 614 732. www.restaurantezalacain.com

Cierra: sábados a mediodía, domingos, festivos y el mes de agosto.

Precio: El menú degustación ronda los 100 €.

Jefe de Cocina: Juan Antonio Medina.

Jefes de Sala: Carmelo Pérez y José Luis Jiménez.

Sumiller: Custodio Zamarra.
Tipo de cocina: cocina elaborada y de producto.


CAN JUBANY

Dirección: Sant Hilari, s/n. 08506 Calldetenes, Barcelona. Tlf. 938 891 023. www.canjubany.com

Cierra: domingo noche, lunes, martes, dos semanas en el mes de agosto y la primera quincena de enero.

Precio: Menú degustación, 97,50 €; menú de temporada, 56 €.

Jefe de Cocina: Nandu Jubany.

Jefa de Sala: Anna Orte.
Tipo de cocina: catalana y moderna.


ABAC

Dirección: Avenida Tibidabo, 1. 08022 Barcelona. Tlf. 933 196 600. www.abacbarcelona.com

Cierra: domingo y lunes.

Precio: Menú Abac, 125 €; Gran Menú Abac, 145 €.

Jefe de Cocina: Jordi Cruz.

Jefe de Sala: Marc Font.
Tipo de cocina: creativa.


APONIENTE

Dirección: Puerto Escondido, 6. 11500 Puerto de Santa María, Cádiz. Tlf. 956 851 870. www.aponiente.co

Cierra: domingo, lunes y del 15 de diciembre al 15 de marzo.

Precio: Menú Atlántico, 98 €, y Menú

Selección, 68 €.

Jefes de Cocina: Ángel León y Juan Luis Fernández.

Jefe de Sala y Sumiller: Juan Ruiz Henestrosa.
Tipo de cocina: marinera clásica reinterpretada.


martes, 5 de marzo de 2013

Alondras y templarios en el Cañón del Río Lobos

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

En las macizas tierras castellanas, entre Burgos y la recóndita Soria, se encuentra el Cañón del Río Lobos, un impresionante paraje de más de 10.000 hectáreas declarado Parque Natural en 1985 por su inigualable flora y fauna. El extenso cañón se formó gracias a la intensa erosión fluvial del río Lobos, que hizo que cedieran las grutas subterráneas y que aparecieran caprichosas zonas cóncavas de gran vistosidad por los teñidos de óxidos. También la erosión del viento ha jugado un papel importante para formar estas ostentosas paredes.

El Cañón del Río Lobos aglutina una espectacular geología y una gran diversidad de flora y fauna protegidas, donde destacan las especies ligadas a los cantiles rocosos. Para conocer una parte de río Lobos recorreremos la Senda de las Gullurías, que arranca de Ucero, pero antes hay que darse un paseo por la villa y subir a su castillo, que rezuma historia, incógnitas y misterios.

Ucero y el Temple

La pequeña localidad de Ucero cuenta con una escasa población de apenas cien habitantes, todos afables, con los que es un placer disfrutar de un buen rato de conversación. Ucero, que fue una villa importante en la Edad Media, está dividida por un pequeño puente donde es agradable observar el río. Cruzando el puente, en la parte más alta se encuentra la iglesia románica de San Juan Bautista, que guarda en su interior las figuras del Cristo del Castillo, conocido como Cristo de los Templarios, y de la Virgen de la Antigua. Cerca está la Posada Real Los Templarios.

Volvemos sobre nuestros pasos y cruzamos de nuevo el puente para tomar la vía hacia el castillo de Ucero, que está construido sobre los cimientos de un antiquísimo castro celtíbero, desde donde dominaban las confluencias de los ríos Ucero y Chico. Muy cerca aún permanecen las ruinas de una iglesia que, en sus orígenes, podría haber sido templaria.

La fortaleza, que se sitúa en un extremo de la muralla, tiene una estructura de triple recinto, común en los castillos templarios. Se cierra hacia el antiguo pueblo con un muro en el que se abrían ventanales góticos y una torre del homenaje que parece un campanario. En su interior se ven los nervios y un medallón, y tiene unas interesantes gárgolas que representan figuras humanas. Merece la pena recorrer sus muros y su interior antes de dirigirnos a la salida de Ucero para llegar a la Casa del Parque y comenzar la Senda de las Gullurías.

El comienzo de la ruta

Desde el castillo bajamos a Ucero, cruzamos una vez más el puente y salimos de la villa, recorremos unos 500 metros hasta llegar al aparcamiento de la Casa del Parque. La Casa del Parque está en un edificio vinculado con un antiguo molino tradicional y frente a ella, cruzando la carretera, arranca el acceso de la Senda de las Gullurías. La ruta comienza con una subida de gran pendiente que, a nuestra espalda, proporciona una espléndida panorámica del castillo.

Ascendiendo la cuesta hay colmenas, algunas antiguas construidas con troncos y otras modernas que delatan que la zona es un paraíso para las abejas. También es un oasis para las plantas que viven sobre las rocas.

El ascenso tiene una dura pendiente que aconseja descansar mínimamente en sus pedregales, aunque hay que ser muy precavidos con las víboras hocicudas que por allí habitan, que solo muerden si se sienten en peligro o son acosadas. Una vez superada la implacable subida se empieza a disfrutar del fantástico aroma a espliego, tomillo y salvia que tanto gusta a las abejas.

Siguiendo el camino se llega a una calera, la primera que encontraremos en nuestra ruta. Hasta no hace mucho, las caleras se utilizaban para producir cal con el sencillo proceso de cocer piedra caliza con leña bajo un montículo de tierra, que alcanzaba temperaturas superiores a los 900 grados. En la actualidad se está recuperando el uso de la cal por su gran dureza y por sus propiedades hidrófugas. Rodeamos la calera y seguimos por la vereda de la derecha, donde se abre un sensacional páramo.

A nuestra izquierda vemos unos frondosos valles, y en el suelo podemos observar interminables huellas de jabalíes, corzos, conejos, ardillas, tejones y lobos. Durante el recorrido la algarabía de los pájaros supone un placer para el oído y la vista. El buitre –con más de cien parejas criando en los cortados–, las escandalosas chovas piquirrojas, el ruiseñor, la abubilla, el cuco, el águila real y el halcón peregrino son solo algunas de las innumerables especies que habitan en este vergel de la provincia de Soria.

Más adelante llegamos a una zona con restos de fósiles de ostras, y avanzando encontramos a nuestra izquierda otra calera. Ahora la senda se adentra en una fascinante arboleda de enebros, sabinas y pinos pudios –los típicos del Cañón del Río Lobos–; parece un auténtico bosque encantado de cuento. Siguiendo por esta mágica espesura encontramos a nuestra derecha un camino bien señalizado, que nos lleva directamente al impresionante Mirador de las Gullurías.

Cantan las gullurías

Por San Matías cantan las gullurías y se igualan las noches y los días. El refrán se refiere a la totovía, una pequeña alondra forestal común en la zona y muy fáciles de ver correteando entre las sabinas, aunque cuando se detienen logran mimetizarse a la perfección con el entorno y entonces es casi imposible distinguirlas.

El mirador ofrece un escenario bellísimo de sierras, oteros, montañas, peñas, cuevas…; y a sus pies hay sabinas, pinos pudios, enebros y encinas que coleccionan todos los tonos de color verde imaginables.

Es imprescindible hacer un alto para disfrutar del mirador, mientras se escucha el canto de las aves y se admira el colorido de la masa arbórea que se abre ante nosotros. Solo con un poco de paciencia y unos prismáticos se observan con facilidad algunos habitantes del cañón, donde destacan las señoriales águilas reales, los enormes buitres leonados y los emblemáticos alimoches.

Tras un necesario paréntesis para efectuar un merecido descanso, volvemos sobre nuestros pasos y retomamos el camino que transcurre por el bosque, que ahora, ya en bajada, muestra el incalculable valor de la masa arbórea del cañón.

En esta zona, los enebros, las sabinas, los pinos y las encinas apenas dejan un resquicio para que pase la luz del sol. Un magnífico paseo por esta frondosidad hace fácil el camino de bajada hasta el cruce, que tomaremos a mano izquierda. Unos metros más adelante volvemos a sentirnos totalmente deslumbrados por el panorama. Un paso encajado entre la roca y el río nos lleva hasta una colosal explanada, donde, a la izquierda, se alza la ermita de San Bartolomé, y, a la derecha, la Cueva Grande

Monjes guerreros

La impactante aparición de la hoz y la ermita, ubicada en mitad del cañón, tiene un encanto especial, que hechiza al visitante. La ermita de San Bartolomé, construida en el siglo XII, era del Temple, una de las más famosas órdenes militares cristianas y que tuvo una notable importancia en esta zona. Su brusca erradicación ha dado lugar a leyendas que han mantenido vivo el nombre de los caballeros templarios hasta nuestros días.

La ermita, que se encuentra en un magnífico estado de conservación, se exhibe llena de simbología y, con su cruz templaria y la estrella de Sión, es sin duda una de las más enigmáticas y misteriosas de las edificaciones templarias en la Península Ibérica.

A la izquierda de la ermita está El Balconcillo, un pequeño espacio ubicado en la parte superior del espolón sobre el templo. En El Balconcillo se asentaron los hombres de la Edad de Bronce, que dejaron grabados y pinturas rupestres en algunas cuevas.

A la derecha está la Cueva Grande, con una entrada impresionante, flanqueada por unos enormes paredones de piedra donde casi siempre hay buitres que observan fijamente a los visitantes. El interior de la Cueva tiene un tamaño colosal que sobrecoge por su magnitud y profundidad. Al fondo a la derecha se pueden admirar los grabados rupestres realizados en la roca por incisión, con un interesante trazo simple único. Al parecer, en su interior se encontraron también restos prehistóricos.

Desde el mágico paraje de San Bartolomé volvemos hacia la villa de Ucero por Valdecea y la Fuente de Engómez, hasta llegar de nuevo a la Casa del Parque.

Ficha técnica:

Inicio: La ruta comienza en la Casa del Parque, a 500 metros del casco urbano de la localidad de Ucero. Este sendero acondicionado permite observar las diferentes formaciones vegetales del Parque Natural del Cañón del Río Lobos –un espacio de más de 10.000 hectáreas localizado al oeste de la provincia de Soria, limitando con Burgos–, además de los restos de una antigua calera. En su recorrido se pasa por el Mirador de las Gullurías, que ofrece una espléndida panorámica de la zona.

Dificultad: Baja, excepto en la primera cuesta del inicio de la ruta.

Desnivel: 100 metros.

Distancia: 8,4 kilómetros.

Duración: Dependiendo del ritmo, algo más de cuatro horas.

Épocas: Todo el año.