miércoles, 13 de marzo de 2013

El Pequeño Tibet, trekking por el reino perdido de Zanskar

Cómo llegar

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Caminamos por uno de los territorios más aislados del mundo. Hace seis días que dejamos atrás la última carretera y desde entonces solo recorremos estrechos senderos que suben y bajan por montañas desérticas y profundos valles. Hoy la ruta discurre paralela al río Zanskar, de un intenso color turquesa, y en la arena de las playas que se forman en la orilla descubro un rastro de huellas. Mi sorpresa es grande cuando reconozco que son de oso y, además, bastante recientes. Estamos a casi 3.500 metros de altura, así que podría tratarse de un oso tibetano. Le muestro las huellas al guía ladakí, originario de Leh, y al verlas comienza a alterarse. Dice que pertenecen al Yeti, pero que es raro que merodee por aquí, tan bajo, antes del invierno, y lo afirma con convicción. Para él realmente son huellas de Yeti. Lo que para nosotros es mito y superstición, para la gente de estas tierras es parte de su cultura ancestral. Llevo caminando casi una semana y, a pesar de la dureza del paisaje, la altitud, el frío y el cansancio, Zanskar cada día me fascina más. Mientras el guía se recupera de la impresión, camino por la orilla siguiendo las huellas del Yeti, internándome en la leyenda y en el territorio olvidado de Zanskar.

Leh (3.500 metros)

Leh es la capital de Ladakh, la región montañosa conocida también como el pequeño Tíbet, nuestro lugar de entrada al Estado indio de Cachemira y la ciudad perfecta para descansar durante unos días, aclimatarnos a las elevadas alturas y preparar nuestra expedición por la remota región de Zanskar. Mientras contratamos un guía y alquilamos algunos caballos, aprovechamos para visitar la ciudad, con su fortaleza, el palacio y las bulliciosas calles del bazar en los alrededores de la mezquita. Guiándonos por el ruido de tambores y trompetas, entramos en un monasterio budista y tenemos la suerte de asistir a un baile de máscaras. Es el final del verano, y las celebraciones antes de que llegue el implacable invierno se suceden a lo largo de las poblaciones de toda Ladakh.

En los alrededores de Leh visitamos los principales monasterios budistas del valle del río Indo: Thiksey, Hemis, Shey, Stakna, Matho, Stok, Spituk… Hay muchos templos, todos muy interesantes, pero al cuarto día estamos deseando ponernos en marcha hacia Lamayuru, que está situado a unos 150 kilómetros de distancia al oeste de Leh. Es uno de los centros religiosos más antiguos de Ladakh, construido en el siglo XI, y nuestro punto de partida para adentrarnos a pie por las montañas y los desfiladeros de Zanskar.

Días 1, 2 y 3. Lamayuru (3.500 metros) / Wanla–Hanupatta–Photoksar (4.050 metros) 

Salimos al amanecer de Lamayuru para evitar el calor. El camino se hace largo y aburrido mientras recorremos una pista de tierra donde una lejana columna de polvo, cada pocos kilómetros, delata la proximidad de un camión. Al llegar a Hanupatta dejamos por fin atrás la carretera y podemos disfrutar de las primeras panorámicas de las recortadas y afiladas crestas de las montañas. El atardecer nos sorprende montando el campamento, desde donde contemplamos un fascinante juego de luces y sombras, al tiempo que la luna llena asciende sobre el horizonte de las montañas lejanas. Ahora es cuando realmente empezamos a ser conscientes del lugar en el que estamos, de la magnificencia de estos paisajes desérticos de alta montaña, y de que en los próximos días puede que seamos los únicos que recorramos los senderos de esta inhóspita región a la que solo se puede acceder a pie, siempre en una determinada estación del año, antes de que la nieve del invierno cierre los pasos y los collados. Al día siguiente se presenta la primera ocasión para poner a prueba nuestra aclimatación a la altura ante la llegada del primer puerto de montaña, el Sirsir La, de 4.805 metros. Tenemos por delante una larga jornada de casi siete horas caminando por un paisaje lunar hasta Photoksar, una aldea escondida en la entrada de un abrupto cañón rodeada de campos de cebada al pie de unos inmensos farallones de roca.

Días 4, 5 y 6. Photoksar–Singge La (5.050 metros) / Gongma–Lingshed (3.710 metros)

Ha sido nuestra primera noche por encima de los cuatro mil metros, y al amanecer una fina capa de escarcha cubre nuestro campamento. A lo lejos, las chimeneas de la aldea de Photoksar despiden columnas de humo mientras del pueblo salen los primeros rebaños de cabras guiados por niños y ancianos. Una larga caravana de caballos y mulas también se pone en marcha acompañándonos hacia el Singge La (5.050 metros), el mayor puerto de montaña de todos los que tendremos que cruzar en nuestra ruta.

El tramo de hoy es uno de los más espectaculares, pues remontaremos un ancho y largo valle hacia cumbres que superan los cinco mil metros y cuyas nieves perpetuas señalan los límites del mundo civilizado. Durante los dos próximos días no atravesaremos ningún pueblo y acamparemos en espacios deshabitados donde tan solo lejanos hilos de humo delatarán la presencia de aldeas olvidadas. La caravana avanza lentamente, cruzando collados, caminando por senderos que transcurren al borde de profundos y escarpados desfiladeros que desembocan en planicies semidesérticas, yermos páramos de montaña donde el gélido viento anuncia la llegada del otoño. Al llegar al paso de Murgum La (4.370 metros), rodeados de chortens de piedras, calaveras de caballos y banderas de oraciones que agita el viento, distinguimos el monasterio budista de Lingshed, promesa de una comida caliente. Ascendiendo por el sendero, un monje a caballo deja tras de sí una diminuta nube de polvo en el color ocre del paisaje. Lingshed es quizá el pueblo más aislado de nuestra ruta, a varios días de camino de la carretera más cercana. Los monjes nos acogen en el monasterio y nos ofrecen un reparador té mientras, sentados en el suelo junto a un gran ventanal, les preguntamos alzando la mano por la cantidad de nieve que puede llegar a caer en invierno. Uno de los monjes, riendo, coge mi mano y la alza a casi un metro del suelo.

Días 7, 8, 9 y 10. Sumdo (4.100 metros) / Nyete–Hanumil–PIshu–Karsha–Padum (3.590 metros)

Cruzando el paso de Parpi La, situado a 3.900 metros de altitud, nos encontramos por fin con el río Zanskar. Ya solo nos restan tres largas jornadas siguiendo el curso del río hasta Padum, la capital administrativa de la región de Zanskar. Por el camino la gente del valle se afana en recoger, secar y almacenar las cosechas antes de la aparición de las primeras nevadas. En el monasterio de Karsha, poco antes de llegar a Padum, un monje enseña inglés a los jóvenes novicios, y en una de las ceremonias del salón principal nos encontramos a los primeros turistas que han llegado hasta aquí en autobús desde la lejana ciudad de Kargil.

Días 11, 12, 13 y 14. Padum–Purne– Phugtal (3.900 metros)

Padum es un horrible y polvoriento poblado en un cruce de caminos. El autobús todavía tardará unos días en llegar, así que el tiempo de espera lo empleamos realizando una ruta de tres jornadas siguiendo el río hacia el Este, hacia el mítico monasterio de Phugtal. Construido verticalmente sobre las rocas de un desfiladero, resulta espectacular. Sus monjes también se preparan para la llegada del invierno y nos cuentan que, cuando el río se congela, caminar varias jornadas por encima del hielo es la vía natural para llegar a Leh, la capital de Ladakh. Cuando surge la nieve y los puertos se cierran dejándolos aislados, el monasterio de Phugtal es sin duda uno de los mejores lugares para el recogimiento y la meditación. Nosotros no queremos arriesgarnos a quedar atrapados en la desapacible Padum, así que en lugar de esperar el autobús decidimos coger el primer vehículo disponible y salir hacia Kargil, profundamente agradecidos por haber recorrido estas inmensas y apartadas soledades de la cordillera del Himalaya.


martes, 12 de marzo de 2013

Las cataratas Victoria, en el bicentenario de David Livingstone

Cómo llegar

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Las cataratas Victoria son una de las más bellas maravillas naturales del mundo. Un salto de agua violento y atronador, vestido con los colores del arco iris hasta en las noches de luna llena. Miden 1.708 metros de ancho y 100 metros de altura media, 107 metros en el punto de mayor altitud. El río Zambeze avanza lento y cansino por un frente de casi dos kilómetros hasta que, de repente, se encuentra con un cortado vertical que alcanza a todo el ancho del río y que consigue que se despeñen 550 millones de litros de agua por minuto, 620 en abril, el mes de la crecida. Todo este colosal volumen de agua cae encajonado, entre la pared por la que se despeña y una pared enfrente, a tiro de piedra de la anterior, por donde saltaban las cataratas hace medio millón de años. De ahí el tremendo estruendo que crea el agua al golpear contra la base rocosa de la pared vecina, la nube de vapor que nace del constante batir del agua contra las rocas y la imposibilidad de ver la cataratas si no es desde muy cerca, desde la pared de enfrente, cortada en dos por el cauce del río, o desde el mismo borde, como hizo Livingstone.

David Livingstone, explorador y misionero escocés, empeñado en combatir la esclavitud en África, extender la fe cristiana y abrir nuevas vías al comercio con el Reino Unido, navegaba por el Zambeze cuando divisó el humo y escuchó el estruendo diez kilómetros río arriba. Preguntó a los nativos la razón del ruido y las columnas de humo. Sus informantes parece ser que fueron los kololo, una comunidad que se había establecido unas décadas atrás en la zona huyendo de su antiguo hogar, en el Este, agobiados por la presión de los zulúes. Para los kololo, las cataratas eranmosi oa tunya, el humo que truena. Livingstone recoge este nombre en sus diarios y también hace referencia a otro nombre anterior, shongwe, que, según se cree, era el nombre más común antes de la llegada de los kololo. Pero no el único. Los nambia las llamaban chinotemba, el lugar que truena (chinotemba es, precisamente, el nombre con el que algunos grupos, en Zimbabue, quieren rebautizar a las cataratas Victoria); los zezuru las llamaban mapopoma (estruendo), y los ndebele, manza thunqayo, el humo que se eleva. Los tonga creían que allí donde se estrellaban las aguas del río y nacía el arco iris se ocultaba una divinidad.

Una belleza indecible

Livingstone se acercó a las columnas de vapor, cuya cima se perdía en las nubes. La vegetación era cada vez más densa: una selva tropical en la que abundan la teca, las palmeras, el ébano y los baobabs. Hay cientos de aves y mariposas y, a cada rato, la vista queda atrapada por la figura de los elefantes que bajan a beber al río, los hipopótamos que lo habitan, los búfalos que lo circundan y toda clase de antílopes que se mueven en la espesura. “Todo el paisaje –escribió David Livingstone– es de una belleza indecible”.

El 16 de noviembre de 1855, Livingstone cambió su canoa por otra más ligera y avanzó por el Zambeze hasta alcanzar una isla que se encuentra en el mismo borde de las cataratas, la isla Kazeruka, hoy rebautizada como isla Livingstone. Andando, sobre las piedras húmedas, el misionero se acercó hasta el punto donde las aguas se despeñan. Quedó absorto, cautivado, maravillado por el soberbio espectáculo, que bautizó con el nombre más honorable que pudo imaginar, de acuerdo con su conciencia: el nombre de su reina, Victoria. Años después escribiría su famosa frase: “Escenas tan bellas deben haber sido contempladas por los ángeles en su vuelo”.

Miradores en la frontera

Livingstone tiene dos estatuas cerca de las cataratas. La primera, la más antigua, se encuentra en una esquina del corredor habilitado frente a las cataratas en Zimbabue. Las cataratas y un largo tramo del río sirven de frontera entre Zambia y Zimbabue, de modo que para disfrutar de todos los ángulos posibles del espectáculo hay que cruzar la frontera y ver cómo se desploma el río desde los rústicos miradores creados por los dos países. La estatua de David Livingstone en Zimbabue le representa más como un militar altivo que como un sufrido misionero, con botas, chaleco y gorra de campaña, sobre una base de piedra que lleva su divisa: “Cristianismo, Comercio, Civilización”. Livingstone no es, hoy, un personaje muy apreciado en Zimbabue. Más bien se le considera un símbolo de la época colonial, del imperialismo. La otra estatua del explorador se ha levantado en fechas recientes en Zambia, un país que ha apostado, con fuerza, por el turismo, se ha beneficiado de la crisis de Zimbabue y, a diferencia de su vecino, celebra y glosa la figura de Livingstone quizá porque ha encontrado en ese reconocimiento una precisa forma de atraer divisas. La villa de Zambia más próxima a las cataratas se llama Livingstone y cuenta con un correcto aeropuerto. Junto a la oficina de turismo de Livingstone se encuentra un heterogéneo museo que guarda algunas ropas y objetos del misionero escocés. Fue renovado en 2003, con fondos de la Unión Europea.

Después de despeñarse por las Victoria, el Zambeze, que ya ha sufrido en su curso anterior otras cuatro cataratas menores, fluye con violencia, encajonado por las paredes rocosas que hace millones de años sirvieron sucesivamente de soporte a la mayor cortina de agua de África. Luego atraviesa con parsimonia más de mil kilómetros de llanura africana antes de hallarse con los arenales y marismas de Mozambique, por donde desembocará al mar.

La autopista de dios

David Livingstone adoraba también al Zambeze. En algún libro lo llamó “la autopista de Dios en África”. Una autopista por la que circulan los ángeles, que se paran al llegar a las prodigiosas cataratas que Livingstone denominó Victoria, contemplan la nube, la cascada, el ruido y el arco iris, y agradecen el espectáculo con la luz que enciende el Zambeze cuando el sol se oculta entre sus aguas, cada atardecer.


lunes, 11 de marzo de 2013

Ruta de Romeo y Julieta en Verona

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A orillas del río Adige se asienta Verona, ciudad del Véneto italiano visitada cada año por cuatro millones de turistas atraídos por la historia de amor imposible entre dos jóvenes pertenecientes a familias rivales, cuyo apasionado romance acaba en tragedia.

El recorrido comienza en la Casa de Julieta (Vía Cappello, 23), un palacio gótico que se ha convertido en un centro de peregrinación para miles de enamorados. En su patio se alza una estatua de bronce de la joven Capuleto, obra de Nereo Costantini, que, según cuenta la leyenda, trae la fortuna sentimental a todo aquel que la toca. Y a tenor del gentío, cualquiera diría que el ritual resulta de lo más efectivo. Muy cerca está el centro neurálgico de Verona, conformado por la Piazza delle Erbe, un antiguo foro romano con construcciones relevantes como el barroco Palazzo Maffei; y la Piazza dei Signori, donde se alza la renacentista Loggia del Consiglio y las Arche Scaligere, un excelso conjunto de escultura funeraria donde reposan los miembros de la familia Scaligeri, que gobernó la ciudad entre los siglos XIII y XIV en su etapa de mayor esplendor artístico y cultural. Junto a este mausoleo se halla la Casa de Romeo, un palacio del siglo XIV que es propiedad privada y no puede visitarse. 

Dominando ambas plazas se levanta la Torre dei Lamberti, del siglo XII, una atalaya de 84 metros de altura que se ha convertido en uno de los símbolos de Verona, junto al Duomo, un templo románico del XII que guarda en su interior una Ascensión de Tiziano; el Castelvecchio, una fortaleza del XIV transformada en museo, y la basílica de San Zeno Maggiore, una obra maestra del románico italiano.

A unos centenares de metros de la torre, en el nº 41 de Corso Sant’Anastasia, abre sus puertas desde 1938 la Salumeria G. Albertini, el establecimiento de productos delicatessen más antiguo de la ciudad.

Es el momento de hacer un alto en el camino. Una buena alternativa es la Trattoria Al Pompiere (Vicolo Regina d’Ungheria, 5), que ofrece deliciosos embutidos y platos regionales como el risotto al amaranto o la baccalà alla vicentina.

Para digerir el ágape, conviene darse una vuelta por Via Mazzini, que, junto a la Corso Porta Borsari, es la arteria comercial más notable. Entre boutiques de conocidas marcas llegamos a la gran joya arquitectónica de la ciudad: la Arena. El tercer coliseo más grande de Europa –tras el de Roma y Capua–, con capacidad para 30.000 espectadores, fue levantado en el siglo I por Tiberio y es la sede de uno de los más prestigiosos festivales líricos del mundo, que este verano celebra su centenario. Y como epílogo a la ruta, nada mejor que dirigirse a la cripta del monasterio de San Francesco al Corso (Via del Pontiere, 30), del siglo XIII, donde está la tumba de Julieta.

Brunch en un palacio del siglo XIV

En el centro histórico, junto a Porta Borsari, se halla el Palazzo Victoria (Via Adua, 8), un hotel de lujo situado en un palacio del siglo XIV, con 71 habitaciones y suites. El hotel, que pertenece a la marca The Salviatino Collection y conserva vestigios romanos y medievales, tiene un restaurante, Borsari 36, dirigido por el chef Carmine Caló, que se ha convertido en un lugar de moda gracias a su creativa cocina y a su brunch dominical.

www.palazzovictoria.com


viernes, 8 de marzo de 2013

La ciudad de Richmond acapara “Lincoln”, lo último de Spielberg

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La crónica de quien alcanzara la decimosexta presidencia de Estados Unidos se encuentra íntimamente ligada a la historia de la capital del Estado de Virginia, Richmond, y a su vez la ciudad compila, como ninguna otra, la esencia de los acontecimientos que cambiaron el rumbo del país durante su guerra civil. Estas circunstancias contribuyen a que el rodaje se detenga sobre todo en los interiores de un paisaje urbano que conserva las señas de identidad burguesas y esclavistas de los habitantes de mediados del siglo XIX.

Las esquinas que forma la Novena con las calles Grace y Bank permiten contemplar al viajero la imponente perspectiva del inmueble de 1788, blanco y clásico, que alberga el Capitolio estatal, transformado por los distintos tiros de cámara en el Parlamento de Washington D.C. de la época. En su pequeño hemiciclo se concentra un gran número de escenas que han recreado las acaloradas discusiones de los congresistas durante el debate de la decimotercera enmienda, y sus salones han sustituido a los homónimos de la Casa Blanca.

Al salir a la calle, la emblemática Carytown conduce hacia el aire fresco que llega del parque Maymont, escenario que sirve de plató tanto para ubicar cruentas escenas de la batalla de Appomattox como el relajado paseo del presidente y su esposa a bordo de un elegante carruaje, que bien podría haber sido rescatado del museo que alberga ese vergel victoriano, además de una espléndida mansión visitable a orillas del río James.

Por la restringida vía de Governor Street, entre los números 219 y 223, perviven algunas de las casonas que fundaron uno de los primeros barrios exclusivos de la ciudad (Morson’s Row), como la imponente residencia que el filme adjudica al líder republicano. En Capitol Square, la que se levanta en la Novena, cuyo clásico frontispicio muestra la leyenda State Office Building, sirve para localizar el departamento telegráfico presidencial desde el que Abraham Lincoln se comunica con sus colaboradores.

Tras las huellas de la guerra civil estadounidense

En la ciudad de Petersburg, fundada en 1748, también quedaron grabadas las huellas de la contienda civil de Estados Unidos y, por tanto, está unida a la figura abolicionista de Abraham Lincoln. A treinta minutos en coche de Richmond, las cámaras de Spielberg se detienen en la preciosa Station Union, donde el presidente habla a las masas mientras se iza la bandera de la nación, o en la singular fachada del mercado de Old Towne y la histórica estación Depot South Side, que alojará un centro de interpretación de la guerra civil.


Toscana secreta

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En un primer viaje a la Toscana, quién podría resistirse a presentarle sus respetos a los espectaculares tesoros artísticos que se despliegan a cada paso por las calles de Florencia y a la osadía arquitectónica de la Piazza del Campo de Siena, a dejar de subir a la Torre de Pisa o pasearse entre las torres medievales de San Gimignano. A tiro de piedra de todas ellas aguarda, sin embargo, una Toscana menos obvia, que se muestra eclipsada en buena medida por la concentración de arte y patrimonio monumental de las primeras. Entre los muchos itinerarios posibles con los que irse apasionando por la comunión de paisajes y talento que condensa toda esta despampanante región del centro de Italia, marcada por su pasado etrusco, las rivalidades entre güelfos y gibelinos o el esplendor con el que la sembraron los Médici y otras familias poderosas del Renacimiento, optamos por este recorrido circular que se diría concebido por una inspirada mano creadora.

Las otras joyas de Pisa

Ya se sabe que a menudo los caminos del Señor tienen lo suyo. Quién le hubiera dicho al arquitecto de la Torre de Pisa que el bochornoso error de cálculo que la hizo inclinarse antes incluso de que estuviera terminada acabaría reportándole tanta fama y tantos ingresos a esta ciudad, que vivió su etapa de máximo esplendor artístico en los siglos XI y XII. Los cruceristas y turistas de autobús del verano no se la pierden, pero sí se pierden Pisa. Porque la mayoría pone pies en polvorosa y enfila hacia el siguiente icono toscano en cuanto se han hecho la fotografía de rigor sujetando la torre en posturas imposibles. Y ya que también quedan sobre la gran explanada de césped de esa obra maestra del románico pisano que es la Piazza dei Miracoli, también suelen admirar a la carrera su Camposanto, el Baptisterio –en cuyo interior convendría siempre hacer una parada para admirar el púlpito de Nicola Pisano y la fuente bautismal de Guido da Como– y la solidez marmórea de la Catedral. De nuevo no hay mal que por bien no venga, ya que así el delicioso cogollo medieval de esta antigua república marinera se salva en gran medida de sus vaivenes. Sin embargo, son los estudiantes procedentes de medio mundo, matriculados en su prestigiosa universidad, los que invaden sus cafés, sus pizzerías de calidad y sus empedrados centenarios, que los peatones comparten con un auténtico caos de bicicletas. Sus animados mercados mañaneros, los paseos al atardecer por las orillas del río Arno, el ajetreo comercial de la calle de Borgo Stretto o plazas porticadas tan monumentales como la dei Cavalieri, símbolo del poder de los Médici, o la delle Vettovaglie, epicentro de la vida nocturna, hacen que la ciudad que vio nacer a Galileo Galilei merezca al menos dormir aquí una noche. Es, de hecho, bajo el brillo de la luna, ya sin turistas, cuando la monumentalidad de la Piazza dei Miracoli recupera todo su embrujo.

Lucca y sus villas campestres

Encerrada entre murallas renacentistas en perfecto estado de conservación, esta pequeña ciudad, que se encuentra a tiro de piedra de Pisa, es una auténtica bombonera con su compacto entramado de palazzos, iglesias, torreones y coquetísimas plazas que se pueblan de terrazas –y, cierto, de no pocos turistas– en cuanto el sol asoma. Enamora sobre todo la Plaza del Mercado –levantada sobre las ruinas del antiguo Anfiteatro del siglo II y que mantiene intacto su trazado oval–, pero tampoco desmerece la Piazza de San Martino, cuya catedral alberga magníficas obras de Tintoretto, Bronzino y Ghirlandaio; la de Napoleone, sobre la que se alza el Palacio Ducal; o la de San Michele, cuya iglesia se construyó en la confluencia del Cardo y el Decumano, las arterias que definían el urbanismo romano.

En los callejeos por su corazón medieval, en gran medida peatonal y adornado de estrechísimos vicolos que salen de la vía Fililungo, afloran aquí y allá elegantes vinotecas y tiendas gourmet que hacen salivar, fachadas tan inspiradas como la de la Basílica de San Frediano –cuya portada aparece revestida de mosaicos dorados de aire bizantino– y experiencias como escuchar al caer la tarde en la de San Giovanni unas arias de su hijo predilecto, Giacomo Puccini, cuya casa natal es uno de los museos más visitados de la ciudad. Los senderistas encontrarán su paraíso particular en el valle Garfagnana y los amantes de la trufa en el también cercano pueblecito de San Miniato. Para los demás quedan las decenas de aristocráticas mansiones que, localizadas a las afueras de Lucca, se construyeron sus potentados gracias a menudo al monopolio de la seda que enriqueció a la ciudad. Algunas pueden visitarse, como la Villa Reale, que mandara erigir la hermana de Napoleón Bonaparte al convertirse en dueña y señora de estos territorios. En otras, como la Villa Bellosguardo, en la que Luchino Visconti rodara El Inocente, es incluso posible hacer noche (www.villeepalazzilucchesi.it).

Talleres del Oltrarno florentino

Muy probablemente quienes ya se las hayan visto con el derroche de arte de Florencia no hayan tenido tiempo de cruzar al otro lado del Arno más que para recalar por algunas salas del Palazzo Pitti y dar un paseo por sus Jardines de Bóboli, ambos inmediatamente después del Ponte Vecchio, o quizás para encaramarse al Piazzale Michelangelo, en el que al atardecer se avista una de las panorámicas más fotogénicas y plasmadas de la capital de los Médici. El barrio que queda al otro lado del río, el Oltrarno, es, sin embargo, una pequeña joya, merecedora de todos los respetos, por la que el día a día de los florentinos discurre al margen de los vaivenes del turismo. Aunque sin la apabullante densidad monumental de la Florencia obligada, por la vía Maggio que asoma nada más dejar atrás el río Arno por el puente Santa Trinita se suceden los palacetes de los nobles del XVI, que albergan hoy en sus bajos algunos de los mejores anticuarios de la ciudad. Siempre cerca despuntan iglesias de la talla del Santo Spirito, que, proyectada por Bruneleschi, preside la plaza en la que de mañana se asienta el mercado; o las de San Frediano in Cestello y Santa Felicità y la imprescindible Santa Maria del Carmine, cuya Cappella Brancacci presiden los frescos de Masaccio. Pero quizá lo más sorprendente de este barrio sea comprobar cómo a tiro de piedra de uno de los cogollos históricos más visitados del planeta han sobrevivido oficios artesanales cuyos maestros pueden, sin exageración, considerarse herederos de los artistas del Renacimiento. Encuadernadores, orfebres, restauradores, ebanistas, zapateros, sombrereros, talleres en los que se trabaja desde el cuero, el papel marmolado o el pan de oro hasta el hierro forjado y los mosaicos. En www.esercizistorici.it pueden encontrarse sus direcciones.

Los caminos del Chianti

Como puede comprobarse en www.stradevinoditoscana.it por toda la Toscana existe una veintena larga de rutas de los sabores: las del aceite, las de las castañas, las que combinan varias especialidades locales de quesos, mieles o embutidos y, por supuesto, las del vino. Entre estas, si hubiera de elegirse una del todo imprescindible incluso para el más recalcitrante de los abstemios, probablemente esta sería la del Chianti Classico. La Strada Regionale SR-222, de siempre conocida como la Vía Chiantigiana, une Florencia y Siena a través de un centenar de memorables kilómetros por los que emborracharse de esas colinas tapizadas de viñas de uva Sangiovese, caseríos y cipreses que ofician como el santo y seña de la campiña toscana. Aunque sus paisajes se bastan y se sobran para encandilar, por esta ondulante tira de asfalto y sus desvíos convendría ir haciendo breves altos por pueblitos del encanto de Castellina o Panzano, donde el carnicero y showman Dario Checchini despacha en su restaurante sus famosas hamburguesas Mac Dario’s y hasta un sushi del Chianti con carne cruda. También por otros escondites medievales como Montefioralle o el sobrecogedor conjunto monástico de la Badia a Passignano –fundado en el siglo XI–, los castillos próximos a Gaiole in Chianti o la amurallada Radda in Chianti, donde emprender una ascensión sublime hasta la diminuta villa de Volpaia. Toda la zona se encuentra repleta de apacibles agroturismos en los que alojarse, de pequeños y grandes productores de vino, así como de enotecas en las que probar o adquirir sus conocidos caldos, que también pueden descubrirse más a fondo en las degustaciones que, entre tantísimas otras y preferiblemente con reserva, organizan bodegas de prestigio como el Castello di Vicchiomaggio, el Castello di Verrazzano, la Badia a Coltibuono o el emblemático Castello di Brolio, en el que Bettino Ricasoli sentó las bases para la producción de los vinos del Chianti.

“La vida es bella” en Arezzo

Aunque en esta localidad toscana nacieran Petrarca, Vasari y el inclasificable Pietro Aretino, autor de los Sonetos lujuriosos y el desternillante compendio de poemas Dudas amorosas, el hijo predilecto de Arezzo será siempre el pintor del Quattrocento Piero della Francesca, quien hasta tiene una ruta en su honor por la ciudad y sus alrededores. Sus frescos de la Leggenda della Vera Croce, que pueden admirarse en la iglesia de San Francesco, serían motivo suficiente para llegarse hasta aquí. Sin embargo, el noble tejido urbano del viejo Arezzo suma tantos alicientes que, de no estar en la Toscana, con tanta competencia monumental diseminada por cada esquina, gozaría de mucha más fama de la que tiene. Sobre las callejuelas empedradas de esta atalaya, primero etrusca y después romana, se levanta con su aire castrense la Catedral, así como palazzos de la imponencia del dei Priori y el Pretorio, buenos puñados de museos de nivel e iglesias colmadas de arte como la de Santa Flora e Lucilla, restaurada por Giorgio Vasari en el XVI. Cómo no, también la fortaleza de los Médici, cuyas alturas compiten con varias de sus torres medievales por ofrecer la mejor panorámica de la villa, pero, sobre todo, la amalgama de estilos arquitectónicos que arremolina la Piazza Grande: desde el renacentista Loggiato Vasariano hasta los elementos góticos del Palazzo della Fraternita dei Laici. Es en esta soberana plaza donde cada primer fin de semana de mes se celebra un concurridísimo mercado de antigüedades que, en realidad, se desparrama por todo el casco antiguo de esta ciudad en la que Roberto Benigni rodara las primeras secuencias de su película La vida es bella.

El nido de águilas de Cortona

Aseguran que desde que su centro histórico sirviera de escenario para la película Bajo el sol de la Toscana, los americanos de una cierta cultura se han vuelto incondicionales de este nido de águilas en el que, a 600 metros por encima del valle di Chiana, se asentaran los etruscos. Son suyas, aunque reforzadas después por los romanos, las gruesas murallas que abrazan su abigarrado tejido de palacetes y plazas. La principal, la Piazza della Repubblica, que está presidida por el Palazzo del Capitano del Popolo y el todavía más antiguo Palazzo Comunale, se comunica con la Piazza Signorelli, cuyo Palazzo Casali alberga uno de los mejores museos de arte etrusco de toda la Toscana. A continuación, por sus empinadas callejas aparece la Piazza del Duomo, por la que se alzan la Catedral y el Museo Diocesano, que entre otras custodia algunas obras de Luca Signorelli, discípulo de Piero della Francesca y precursor de Miguel Ángel, así como uno de los tres retablos de la Anunciación que pintara Fra Angélico. Pero incluso cuando estos están cerrados, la simple caminata por la localidad de Cortona resulta una maravilla y permite contemplar las fachadas medievales, tenuemente iluminadas al anochecer, de las vías Iannelli o Guelfa; trepar hasta el santuario de Santa Margherita y la fortaleza Girifalco para admirar las vistas a la hora bruja de la puesta de sol, o tomar asiento en cualquiera de sus terrazas para enfrentarse a un guiso de la mejor ternera chianina, siempre regado por los célebres vinos de las cercanas Montalcino y Montepulciano.

Val D’Orcia, el valle perfecto

Por más que el listón ande bien alto por estos pagos, este valle del sur de la región puede presumir de ser, sin paliativos, el más bonito de la Toscana. No es de extrañar que esté declarado todo él Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, ya que su combinación de naturaleza y burgos medievales varados en el tiempo lo vuelve insuperable. Entre sus paisajes, repletos de viñedos y colinas perfiladas de cipreses, van despuntando en las alturas pueblos fortificados a cual más de cuento, como Radicofani, San Quirico y Castiglione d’Orcia, con sus callejas de guijarros arremolinadas en torno a la bucólica Piazza del Vecchietta, o los más conocidos de Montalcino y Pienza. Esta última, distinguida ella solita como Patrimonio por la Unesco antes de que el galardón se extendiera a todo el valle, fue convertida en la città ideale renacentista por el pontífice Pío II, mientras que Montalcino debe su fama sobre todo al vino, a pesar de que su embrujo enamora sin necesidad de aditivos como su reverenciado Brunello, el caldo de mayor prestigio de toda la Toscana. Y todavía quedaría el igualmente vinícola Montepulciano, cuyo celebrado Vino Nobile puede degustarse en infinidad de bodegas y enotecas. Esta otra atalaya abigarrada de monumentalidad, donde sobresale su Catedral, alzada entre los siglos XVI y XVII, queda más hacia el vecino y también espléndido Val di Chiana, aunque sería un pecado no hacer aquí un alto mientras se conduce entre Pienza y Cortona.

Paisajes lunares de las Crete Senesi

Si después de las inevitables aglomeraciones de la bellísima Siena se necesita un día de soledad y horizontes diáfanos, inmediatamente al sur de la ciudad se extiende este verdadero mar de colinas, designadas como las arcillas sienesas, cuyos trigales y paisajes lunares deparan todo un espectáculo. Salvo excepciones como la abadía Monte Oliveto Maggiore, hasta la que se puede ascender para escuchar a los benedictinos cantar gregoriano, no habrá de buscarse por aquí una excesiva monumentalidad –todo sea contextualizado con los estándares de órdago que se gasta la Toscana–. Este es más un territorio para admirar la naturaleza en un estado sorprendentemente intacto. Casi cualquier camino tomado al azar no dará tregua a la cámara si el día amanece inspirado y sus características brumas dibujan ráfagas entre las lomas, o si el sol tiene a bien teñirlo todo de dorados y ocres. Pero, para mayor garantía, podría enfilarse por la carretera secundaria que, pasando por Asciano, une Taverne d’Arbia con Rapolano Terme. La emigración obligada que vació tantos pueblos de la Toscana después de la Segunda Guerra Mundial se cebó especialmente con las Crete; de ahí en parte que sea éste el lugar en el que reencontrarse con su campiña tal cual era décadas atrás.

Volterra versus San Gimignano

El Manhattan medieval de San Gimignano, un pueblo acogotado de monumentalidad al margen incluso de las elevadas torres con las que las familias pudientes competían entre sí para presumir de poder, no es ningún secreto. Declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, es poco probable que quienes ya hayan hecho un primer viaje por los grandes hitos de la Toscana no se hayan concedido una excursión desde Siena o Florencia para deambular por sus callejuelas, atestadas por legiones de admiradores. A tiro de piedra queda la también soberbia Volterra, mucho más anónima, al menos hasta hace poco. Porque desde que en la saga Crepúsculo esta villa figurara como la cuna de la despiadada élite de los volturi, no han parado de llegar fans de la serie. Hasta entonces los que se aupaban hasta este otro altozano fortificado venían atraídos por su muralla y sus tumbas etruscas, su uniforme armazón medieval alrededor de la Piazza dei Priori y palacios renacentistas de la talla del Palazzo Comunale, del que dicen sirviera de modelo para el famosísimo de Siena. Son todos ellos los que siguen haciendo de Volterra un escondite irresistible, se pongan los vampiros como se pongan.

Singular universo bodeguero

Por casi todas las esquinas de la Toscana abundan tanto pequeños productores, en cuyas cavas se puede hacer un alto para adquirir un par de botellas, como opulentos castillos en los que reservar una degustación. De hecho, se necesitarían varios libros para hacerle justicia a la cantidad de bodegas que por estos pagos merece la pena visitar. Entre las más modernas, una que no defrauda tanto por la calidad de sus caldos como por su empeño en hacer del vino un negocio ecológicamente sostenible es Salcheto (w www.salcheto.it), a las afueras de Montepulciano, donde, tras ahondar en los secretos de su manejo de la uva Sangiovese para evitar las emisiones de carbono, se puede pasar a disfrutar del resultado en su cantina o su restaurante, con vistas a los viñedos. También orientados a los vinos biológicos de nivel, pero en un estilo más rústico y ya en la zona del Chianti, los propietarios de Pacina (www.pacina.it), él agrónomo y ella descendiente de cinco generaciones de viticultores, abren a los visitantes el convento camaldulense, transformado en hacienda agrícola donde producen sus vinos, así como una casa rural. En su compañía es posible recorrer los viñedos mientras narran cómo sus esfuerzos se centran en tratar la uva para que no enferme y visitar el enmohecido laberinto de túneles en el que a lo largo de cuatro años sus vinos, siempre que se hayan respetado los ritmos de la naturaleza, “se hacen solos”, según ellos. Más información: www.terreditoscana.regione.toscana.it y www.vinit.net

“Maledetti Toscani”

La expresión, hoy empleada con la ironía que caracteriza a los habitantes de esta región del centro de Italia, la popularizó Curzio Malaparte en su último libro, traducido como ¡Malditos toscanos!, en el que repartía lindezas a mansalva entre sus paisanos. Sí, los toscanos pueden ser muy suyos, pero, ¿qué toscanos?, porque uno de Pisa se dejaría matar antes que identificarse con uno de Livorno, y viceversa. La inquina entre éstos solo es comparable a la de los de Grosseto por los de Siena, los de Siena por los de Florencia, y así hasta casi llegar al último pueblo. Si algo define a los toscanos como especie con denominación de origen es lo bromistas, independientes, apasionados, gritones y bonvivants que pueden llegar a ser, pero, sobre todo, lo orgullosos que se sienten de lo suyo, ya sea el aceite, los vinos, el azafrán o la cultura. Difícil no presumir de pedigrí cuando la Toscana fue la morada de los etruscos, una de las civilizaciones más sofisticadas de la antigüedad; cuando la lengua italiana se formó a partir del toscano literario que emplearon Dante, Petrarca y Boccaccio, o cuando fue aquí donde nació el Renacimiento de la mano de genios locales de la talla de Maquiavelo, Galileo, Brunelleschi, Botticelli, Miguel Ángel o Leonardo. ¿Malditos? Más bien bienaventurados, y que la envidia corroa al que lo ponga en duda.

Carreteras con alma

Habitualmente una carretera es una vía sin más por la que enfilar hacia el siguiente destino. Aquí, sin embargo, muchas pueden considerarse un objetivo en sí mismo, porque la campiña toscana es tan bonita o más que los burgos medievales que se elevan por ella. Casi cualquier secundaria, incluidas las pistas de tierra que se adentran por caminos en desuso, ofician como un mirador de excepción a sus ondulaciones de olivares y viñas y caserones solitarios a los que precede una hilera de cipreses. La Vía Chiantigiana, que entre Siena y Florencia culebrea por las cepas del Chianti, así como las que se adentran por los trigales y paisajes lunares de las Crete Senesi figuran entre las más irresistibles de sus carreteras escénicas, pero desde luego hay muchas otras. Algunas tan poco trilladas como los deliciosos kilómetros que unen Florencia y Arezzo siguiendo el valle del Casentino y con parada al menos en su idílica aldea de Poppi. Y también más célebres como las del Val d’Orcia, donde buscar al sur de Pienza, cerca de Monticchiello y La Foce, esas imágenes de postal en las que los cipreses no podrían estar mejor colocados a lo largo de sus curvas. Imprescindible conducir por ellas bien de mañana, cuando las brumas parecen jugar al escondite entre los montes, o también cuando las luces del atardecer acentúan sus colores. Hay también infinidad de rutas senderistas. Los moteros podrán consultar los mejores tramos en: www.bestbikingroads.com. Y los ciclistas en: www.piste-ciclabili.com/regione-toscana.