sábado, 9 de febrero de 2013

Milán, el año de Tutto Verdi

Cómo llegar

Diseña tu experiencia de viaje aquí. Encontrarás más información, opciones de vuelos y estancias a precios para tu bolsillo.

Pianto ed amato per tutti (“Llorado y amado por todos”). Así reza la inscripción que puede leerse en la tumba de Giuseppe Verdi, una frase entresacada de una larga poesía que Gabriele d’Annunzio dedicó al insigne compositor de óperas como La Traviata, Rigoletto e Il Trovatore, que conforman su célebre trilogía popular, y de obras maestras de la madurez como Aída, Don Carlo, Otello y Falstaff.

De hecho, Giuseppe Verdi está considerado el mayor compositor de ópera de todos los tiempos, pues a estos títulos hay que añadir otros tan conocidos como Nabucco, Macbeth, Un ballo in maschera o La forza del destino. Precisamente esta última pieza está basada en la obra de teatro Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas, y la ópera se representó en Madrid con presencia de ambos autores en 1863, estreno nacional del que ahora se van a cumplir 150 años.

El sepulcro de Verdi se halla en una cripta en la Casa-Reposo para Músicos, que se halla en la Piazza Michelangelo Buonarroti de Milán. Inaugurada en 1899, es una residencia creada por el propio Verdi para albergar a los músicos caídos en la pobreza después del retiro. Para su mantenimiento, Verdi legó a la institución los derechos de autor de todas sus obras. La cripta contiene los restos mortales del compositor y de su segunda mujer, la cantante Giuseppina Strepponi. La Piazza Michelangelo Buonarroti (en honor del genial Miguel Ángel) está presidida por un monumento dedicado a otro genio, Verdi, cuyo porte parece vigilante de que su obra póstuma se cumpla como era su deseo.

Giuseppe Verdi nació un 10 de octubre de 1813 en un caserío de Roncole, pequeña aldea situada en el municipio de Busseto, próximo a Parma, y murió en Milán la madrugada del 27 de enero de 1901 víctima de un ataque de apoplejía, que había dejado paralizada la mitad derecha de su cuerpo. Fue en Milán donde Verdi desarrolló su carrera y, de hecho, falleció en el Grand Hotel Et de Milán, donde se conserva intacta la Suite 105, en la que el compositor residió desde 1872 hasta su muerte. Allí compuso sus dos últimas óperas, Otello y Falstaff, ambas estrenadas en el legendario Teatro de La Scala. Una curiosidad acerca de la veneración que los milaneses y, por extensión, los italianos sentían por Verdi es que la vía Manzoni se recubría de paja en los aledaños del hotel para amortiguar el ruido de carros y caballos a fin de no perturbar al maestro mientras agonizaba. Es más, durante el tiempo en que Verdi estuvo enfermo, dos o tres veces al día el director del Grand Hotel Et de Milan tenía que fijar notas acerca del estado de su salud en una pared cercana a la entrada del hotel.

Símbolo del risorgimento

Verdi ha pasado a la historia como uno de los símbolos de la unificación italiana. El coro de la ópera Nabucco en el que se canta Va pensiero, sullíali dorate (“Vuela, pensamiento, sobre alas doradas”) fue el himno del Risorgimento tricolor en los años más difíciles de la ocupación austriaca de los Estados italianos (1842). Hace nueve años, coincidiendo con el centenario de su muerte, Luciano Pavarotti promovió una campaña de opinión para convertir ese coro de Nabucco en el himno de Italia. En aquel momento las cinco letras de Verdi, escritas en mayúsculas por las calles de Milán, reconocieron el nacimiento del compositor patriótico a cuenta de Nabucodonosor, rey de Babilonia. Las pintadas de “¡Viva V.E.R.D.I.!” eran un mensaje en clave que significaba “¡Viva (V)ittorio (E)manuele (R)e (D)’ (I)talia!”.

Un recorrido por el Milán de Giuseppe Verdi ha de empezar por su centro espiritual, el Duomo, llamado por Mark Twain “un poema en mármol”. Pero una metáfora casi más descriptiva sería la de “erizo de mármol”, pues en su imagen exterior lo que más llama la atención del sorprendido observador son sus 135 pináculos y más de 2.400 estatuas de mármol pertenecientes a distintos periodos. En la más alta de sus agujas resplandece la célebre Madonnina (cuatro metros de altura), estatua símbolo de la ciudad, recubierta con 33 capas de pan de oro.

La Piazza del Duomo

El Duomo de Milán es la tercera iglesia de la cristiandad en tamaño, después de la Basílica de San Pedro de Roma y la Catedral de Sevilla, y su construcción, comenzada en estilo gótico en 1396, se prolongó por espacio de más de cuatro siglos hasta que Napoleón ordenó acabar su fachada en 1813, por lo que ahora también se cumplen 200 años de este hecho. Lo más impresionante de su visita es pasear por sus tejados entre un bosque de arbotantes, gárgolas y estatuas. La Piazza del Duomo representa el corazón palpitante de la Vecchia Milano (Milán es más antigua que Florencia o Venecia), de la que irradian sus arterias principales, y que es punto de encuentro o de paso para milaneses y visitantes. La plaza está presidida por una impresionante estatua ecuestre de Vittorio Emanuele II, en recuerdo del rey de Italia que el 8 de junio de 1859 acabó con la dominación austriaca entrando triunfante en Milán junto a su aliado, el rey de Francia Napoleón III.

En el medio de los largos pórticos de la plaza está la entrada de la Galleria Vittorio Emanuele II, el centro comercial más antiguo del mundo y, posiblemente, también el más elegante. Fue realizada entre 1865 y 1877 por Giuseppe Mengoni, quien, casi al final de la obra, falleció tras caerse de un andamio. Su planta en forma de cruz, que está cubierta por una impresionante estructura de hierro y cristal, alberga célebres librerías como Ricordi, sucesora de aquel mítico lugar donde se compraban originariamente las partituras; bares tan de leyenda como el antiguo Camparino, uno de los cafés preferidos de Giacomo Puccini y donde se inventó el bitter; y famosos restaurantes como el Savini, testigo de muchas celebraciones por los éxitos acaecidos en el escenario del Teatro de La Scala. Este ristorante con casi 150 años de historia (desde 1867) ofrece menús dopo Scala (después de La Scala) en los que nunca falta el clásico Risotto alla milanese.

En el octágono que se forma en el cruce de los brazos, bajo la admirable cúpula de hierro y cristal, pueden apreciarse cuatro frescos que simbolizan otros tantos continentes: Europa, África, Asia y América. Justo en el centro del suelo se reproduce el escudo de Milán y, a su alrededor, el de las tres capitales italianas a lo largo de la historia: Roma, Florencia y Turín. Justo a la altura de los genitales del toro rampante de este último existe una pequeña hondonada donde tradicionalmente el recién llegado a la ciudad ha de colocar el talón de uno de sus pies para dar una vuelta sobre sí mismo, con el fin de que traiga buena suerte. Difícil sustraerse a esta tradición, en la que posiblemente también caigan algunos de los afortunados huéspedes que se alojan en el Seven Stars Galleria, el único hotel de siete estrellas de Europa, sito en el propio centro comercial.

Al otro extremo de la Galleria Vittorio Emanuele II nos damos de bruces con la Piazza della Scala, que está cerrada en un lado por el famoso Teatro de la Scala y en otro por el Palazzo Marino, que es actualmente la sede del Ayuntamiento de Milán.

En el centro de la plaza, frente al primero y dando la espalda al segundo, se levanta el monumento a Leonardo da Vinci, que aparece rodeado por sus mayores discípulos lombardos. Leonardo vivió en la ciudad de Milán entre los años 1482 y 1499, en la que representó su etapa más fecunda artística e intelectualmente, como puede comprobarse en el Museo Leonardo de la Ciencia y de la Técnica. Pero su obra emblemática el fresco de La Última Cena se halla en el Cenáculo Vinciano, que en tiempos fue refectorio de un convento dominico anexo a la iglesia de Santa María delle Grazie. Pese a la restauración que se llevó a cabo, la pintura ha sufrido los efectos del devenir de los siglos y la humedad, pero su contemplación es uno de los hitos de cualquier viaje a Milán.

Centro artístico y económico

Llegados a este punto, conviene recordar que la Mediolanum romana vivió su Edad de Oro con la dinastía de los Sforza durante el siglo XV, convirtiéndose en uno de los grandes centros artísticos del Renacimiento gracias a su mecenazgo. El Castello Sforzesco sigue siendo el símbolo del esplendor económico que alcanzó la ciudad gracias al auge de la banca lombarda. Aquí residió Leonardo da Vinci y en la actualidad alberga varios museos, en uno de los cuales se expone la Pietá Rondanini de Miguel Ángel. La fachada del imponente castillo, en cuyo centro se levanta la genuina Torre del Filarete, tiene en los extremos otras dos torres –cilíndricas y almenadas en este caso– que están adornadas con una placa en la que puede apreciarse la culebra del escudo de armas de los Sforza, similar a la serpiente verde que figura junto a la cruz roja sobre fondo blanco de la bandera de Milán en el emblema de los automóviles Alfa Romeo.

La fuerza del destino llevó a Milán a ser el centro indiscutible del norte de Italia, no solo geográfico sino también económico. En ello, qué duda cabe, ha influido el carácter emprendedor y creativo de los milaneses, su inagotable energía y sus ganas de dar con la fórmula secreta que les conduzca a lo más alto y al triunfo internacional. De ahí deriva también su liderazgo nacional en sectores multimedia como editoriales, compañías discográficas, publicidad, informática, cadenas de televisión e incluso efectos especiales para el cine. Y es que Milán ha dejado de ser una ciudad cuyo principal buque insignia era el diseño industrial. Alrededor de su importante Parque Ferial (Fiera), allá donde Alfa Romeo tenía instalada su cadena de montaje, las fábricas han dejado paso a un recinto tecnológico, de servicios y de poder económico.

Caminando por la vía Manzoni, un caballero me indica sobre un plano de la ciudad dónde está la casa que los milaneses llaman “de los Omenoni”. El señor se ofrece a acompañarme como guía improvisado y, muy cerca de allí, detrás de la calle que lleva su nombre, me enseña primero la casa del famoso escritor romántico Alessandro Manzoni (autor de la novela Los novios, obra de culto en la literatura italiana) y luego me conduce a la minúscula y estrecha vía Omenoni, así llamada por los ocho colosales telamones (estatuas de hombres que sirven de soporte) de la fachada del palacio que fuera morada y taller de Leone Leoni, escultor imperial de Carlos I y Felipe II de España. Luego de identificarme como periodista que está elaborando un reportaje sobre la ciudad de Milán, mi cicerone lombardo dice que él es publicista y que incluso ha escrito una completa guía sobre Milano que firma con su apellido, Pellegrino. Él mismo es quien me refresca la memoria sobre una frase que anoto en mi cuaderno de viaje y que en ese momento le confieso que no recordaba: “Con el italiano se habla a los hombres; con el francés, a las mujeres, y con el español, a Dios”.

Tras retomar de nuevo el recorrido, resulta fácil observar que Milán se ha convertido hoy en el cerebro económico y el motor industrial de Italia, una circunstancia que no pasa desapercibida en el Corso Vittorio Emanuele, donde el deambular de ejecutivos y profesionales con maletín de piel y teléfono móvil en ristre resulta frenético.

La pasarela del mundo

La moda y el diseño se han convertido en su principal industria exportadora y fuente de ingresos. Cuatro veces al año la ciudad se convierte en una pasarela mundial, donde diseñadores como Armani, Versace o Ferré presentan sus colecciones para hombre y mujer. La mayoría de las tiendas de la alta costura italiana se concentran en el denominado Quadrilatero d’Oro, que conforman las vías Manzoni, Montenapoleone, della Spiga y Sant’Andrea. El refinamiento también está presente en sus galerías de arte y sus tiendas de antigüedades. Si París es la única rival de Milán para adjudicarse el título honorífico de principal capital de la moda, no se exagera cuando se compara a la ciudad lombarda con Manhattan en lo concerniente a arte contemporáneo y marchantes. Entre las galerías de arte destaca Studio Marconi, en vía Tadino, que es una de las más prestigiosas por sus propuestas y por sus fondos de catálogo. En cuanto a las antigüedades, se hace imprescindible reseñar que el último domingo de cada mes se celebra a ambos lados del Naviglio Grande el mercadillo de anticuarios más importante del norte de Italia.

Pero los que quieran disfrutar del Milán más auténtico han de encaminar sus pasos hacia los barrios de Brera y Navigli, donde se conserva todo el sabor bohemio y la verdadera esencia de la ciudad. Brera era antaño el barrio de los artistas, donde los pintores jóvenes cambiaban a menudo su último cuadro por un plato de comida.

La Pinacoteca di Brera esconde ahora algunas de las mayores obras maestras del arte italiano. Por su parte, la dársena que durante siglos fuera el puerto fluvial de Milán y los canales o naviglios Grande y Pavese enmarcan el decorado donde pueden descubrirse las vetustas casas de ringhiera o corralas, que aún acogen a artesanos y artistas. En ambas zonas se concentra la oferta más sugestiva de cafés, de trattorias y de ocio nocturno. La forza del destino, como el título en italiano de una de las óperas de Verdi, ha de conducirnos irremisiblemente a ellas.

Libiamo, libiamo neílieti calici (“Libemos, libemos de los alegres cálices”), como empieza entonando el personaje de Alfredo Germont en el brindis de La Traviata, y celebremos también a Verdi en su bicentenario con los placeres del vino y de la lírica. O como a continuación canta la descarriada Violetta Valéry: Godiam, fugace e rapido è il gaudio dellíamore; è un fior che nasce e muore, né più si può goder. Godiam! Cíinvita un fervido accento lusinghier (“Divirtámonos, fugaz y fugitivo es el gozo del amor; es una flor que nace y muere, y no puede disfrutarse más. ¡Disfrutemos! Nos invita una ferviente y halagüeña palabra”). Para terminar todos brindando a coro: Ah! Godiamo! La tazza e il cantico la notte abbella e il riso, in questo paradiso ne scopra il nuevo d” (“¡Ah! ¡Disfrutemos! La copa y el canto y la risa embellecen la noche, en este paraíso nos descubra el nuevo día”). Que así sea en el año de Tutto Verdi (Todo Verdi).

La Scala, meca mundial de la ópera

Primer teatro del mundo”, según Sthendal, La Scala se inauguró en 1778 con la ópera Europa riconosciuta, de Antonio Salieri, y se hizo célebre en todo el mundo por la calidad excepcional de su acústica y por su exigente público. Curiosamente, se dice que el más conocedor es el que menos paga, en concreto el que está arriba del todo, en lo que en Italia se denomina “paraíso”. Ninguno de los grandes maestros pudo evitar sus severos juicios: Rossini, Donizetti, Bellini, Puccini y, por supuesto, Verdi se enfrentaron a ellos en las noches de estreno. Aquí estrenó Verdi sus dos últimas y aclamadas óperas, Otello y Falstaff. La Scala se impuso internacionalmente tras la llegada del director de orquesta Arturo Toscanini en 1901, hasta convertirse en la meca mundial de la ópera. La mejor manera de conocer su interior es visitar el contiguo Museo Teatrale alla Scala, cuya entrada incluye una visita guiada al sanctasanctórum de la ópera. El Museo Teatral es un tesoro para los amantes de la ópera. Inaugurado en el año 1913, precisamente coincidiendo con el primer centenario del nacimiento de Verdi, describe la historia del teatro, del arte lírico y de La Scala a través de sus grandes colecciones de máscaras, vestuario, proyectos de decorado, instrumentos y partituras. En dos de las catorce salas del museo se exhiben los numerosos recuerdos de Verdi, entre ellos la espineta con la que aprendió a tocar con ocho años.

Un menú que rinde homenaje al autor

El ristorante histórico Savini (sito en la Galleria Vittorio Emanuele II, con entrada directa por Ugo Foscolo, 5. Tlf. 00 39 02 72 00 34 33. www.savinimilano.it), abierto en 1867, ofrece en su lujoso comedor en la primera planta menús dopo Scala (después de La Scala), en los que nunca falta el típico risotto milanés al azafrán. Uno de estos menús tradicionales con presentación innovadora lleva a gala el nombre de Menú Verdi en homenaje a la época del compositor, siendo elaborado por el chef Giovanni Bon (30 años), al que casi puede considerarse como “un joven Verdi de la alta cocina italiana” por su batuta maestra en los fogones. Este menú degustación está compuesto por una entrada (antipasti) consistente en Mondeghili di vitello alla milanese; un primer plato, Risotto alla milanese tradizionale (Arroz a la milanesa tradicional), cuyo precio a la carta es de 28 €; el plato principal de carne, Costoletta di vitello alla milanese (Costilla de ternera a la milanesa), que a la carta cuesta 40 €, y el postre especial Oro Savini, una original combinación de caqui, arroz y castaña (25 €). El precio del Menú Verdi es similar al del Menú de la Tradición Savini: 110 €. Ambos pueden armonizarse con cuatro vinos diferentes (suplemento de 45 €), catando algunos de los excelentes caldos del Piamonte, como un tinto de la denominación Barolo o un dulce de Asti para el postre. Sin duda, una experiencia enogastronómica inolvidable.


No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.