sábado, 9 de febrero de 2013

El dorado norte de California

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Napa es uno de los muchos lugares privilegiados de la California del Norte, un mundo que sabe conciliar el silicio y la secuoya, la última tecnología y unos árboles nacidos hace más de un milenio. Para tramar un viaje por esa zona norteña, pongamos desde Napa, al norte de la bahía de San Francisco, hasta Monterey y el Big Sur no faltan metas y acicates que van desde lo más natural a lo sofisticado. Pero por algo comenzamos en un valle como el de Napa, que cuando fue recorrido por Stevenson en 1880 ya apuntaba las maneras gloriosas que ha acabado teniendo. “Un viñedo californiano, una de las avanzadas del hombre en el desierto…”, escribía el autor de Los colonos de Silverado, el relato que ambientó en una zona donde la naturaleza no se privaba de serpientes cascabel, pero que empezaba a dar –y el ejemplo eran los viñedos de los señores Schram y M’Eckron– unos caldos que el escritor escocés clavó al definirlos como “poesía embotellada”.  

Tras atravesar la bahía de San Francisco por el gran puente de Oakland, y luego la parte correspondiente de la bahía de San Pablo por Vallejo, tomamos la carretera 29 que se adentra en el valle de Napa como si fuese un cuchillo en un queso semicurado. Los fines de semana, la 29 se llena de buscadores de vinos, algunos tan ansiosos como los que buscaban oro en la Sierra Nevada californiana a mediados del XIX. Los buscadores de vino pueden pararse en alguna de las cuatrocientas bodegas de Napa. Tiene algo de procesión, o una búsqueda del nuevo Grial que puede estar en unas uvas syrah, o quizás en las zinfandel, la recia variedad que vino desde la Apulia italiana. La gente tiene ganas de saber de vinos, y de saber el sabor del vino de California. Nada más aparcar en una de las bodegas que van jalonando la carretera, uno se puede enrolar en una cata. Es lo trendy, lo que se lleva, y está en consonancia con lo que pide el cuerpo ahíto de trabajo y competencia en San Francisco o en el Silicon Valley. El nuevo californiano, que se ha sofisticado con el tiempo, se sienta en un taburete ante un mostrador de buena madera para mover el cáliz donde reverberan los tonos pajizos del muscat o los cardenalicios de un cabernet. El cubo que ponen para escupir no es de mala educación sino muy conveniente para seguir viaje sin hacer eses, aunque lo mejor es contar con una pareja, o un samaritano, que conduzca y no beba.

Botella o botellón

Otras veces la gente viene a cargar cajas de vino envasado en los más variados recipientes. Aparte de la botella normal, la de 750 ml., hay quien no resiste comprar una Magnum, que tiene el doble de contenido, por no ir directamente a una Imperial de seis litros, o a un botellón Goliath-Primat de 27 litros. Esto es California, y la California norteña además, donde no existe la palabra pequeño ni para el café.

Seguimos circulando por el norte de California, una especie de país aparte dentro del Estado más poblado de los Estados Unidos y el tercero en extensión. Dentro de los varios y amplios condados tiene zonas tan inolvidables como la bahía de San Francisco, la que mereció el inmortal blues de Tony Bennett, el que ahí se dejó el corazón. Una tierra y un mar desbordantes por sus magnitudes y por su carácter capaz de sublimar los contrastes. Puede haber terremotos, como serpientes en el paraíso, pero California, y más la boreal, parece dispuesta a recibir periódicamente una lluvia de oro. Eso fue lo que sucedió en Coloma, a 58 kilómetros al nordeste de Sacramento, la capital californiana, dentro de un condado que naturalmente se llama El Dorado. El 24 de enero de 1848, James W. Marshall encontró una pepita en el molino Sutter’s Mill. Explotó la fiebre del oro y San Francisco pasó de tener 200 habitantes en 1846 a 36.000 en 1852. Había tanto oro en California que los buscadores –los nuevos argonautas, tal fue su nombre más noble– no se arredraban ante viajes de medio año rodeando Suramérica y doblando el Cabo de Hornos. Eso si no querían afrontar la malaria del istmo de Panamá o las asperezas del California Trail. 

Eureka, que significa “lo he encontrado”, es el lema oficial del Estado de California, aparte del nombre de una ciudad norteña ya casi en Oregón. Eureka, pues, aunque eso se podría aplicar mejor últimamente al Silicon Valley, el que tiene el corazón latiendo en Mountain View, en pleno valle de Santa Clara, donde tienen su asiento empresas del perfil de Google o Facebook. El punto com se hizo punto y aparte en el norte de California y sigue brillando. Al mismo tiempo, tanta cibernética no impide que en las afueras de la ciudad de Mountain View disfruten de un lago de agua salada, de siete millas de pistas para hacer jogging y de un parque donde los ánsares y los pelícanos no temen al hombre. También está ubicado en Mountain View el Ames, un centro de investigación de la NASA puntero en tecnología de la información, astrobiología y aeronáutica. El profano agradece el museo que tienen allí, dotado de una roca lunar; la nave espacial Mercurio y abundantes trajes espaciales: nunca se sabe si hay que tomar medidas para el futuro.

Catedrales de madera

Pero uno es mucho de bosque y para eso el norte de California abunda en reservas donde crecen los mayores árboles del mundo. Con las secuoyas no hay subterfugios ni rebajas. El General Sherman del Giant Forest, con sus 83,8 metros de altura y dos mil años de antigüedad, no solo merece respeto botánico. Es una catedral de madera, un viejo eje del mundo, uno al menos lo ve así. El hombre, aunque haya leído a Nietzsche, por fuerza ha de sentirse enano ante una sequoya sempervirens, siempre viva, ahí es nada. Un árbol que no se inmuta por la tormenta y que repele el fuego con su rojiza corteza que alcanza un espesor de 15 a 30 centímetros, y con un alto contenido de ácido tánico, lo cual ahuyenta a los insectos y a los hongos. Parece el árbol destinado a la inmortalidad, aunque a veces la arrogancia babélica de las secuoyas cae por su peso. Sus raíces no siempre sostienen tanto porte.

Paseando entre los redwoods del parque Henry Cowell de Santa Cruz hay que felicitarse porque este ilustre maderero no acabase con todo el bosque circundante. Cuando murió en 1903 su riqueza ya había llegado a los tres millones de dólares. Luego vino el terremoto de 1906 y sus herederos perdieron la mitad de esa cifra, pero esa es otra historia. Cowell supo ver como nadie que la verdadera fortuna de California consistía en el sequoia gold. En plena fiebre del oro, lo que se necesitaba era más madera para casas, traviesas del tren, vallas y muebles. En 1860 los caballos tiraban cada día de cuarenta vagones de troncos desde los montes de Santa Cruz hasta la costa. Por fortuna, Cowell, que también poseía minas y hornos de cal, dejó bosques sin arrasar en Santa Cruz, y se le recuerda con respeto, aunque no llegue a la veneración que California dedica al naturalista Charles Henry Muir, un profeta de la ecología en cuyo honor se bautizó el Muir Woods, otro Parque Nacional lleno de secuoyas entre lomas, próximo a San Francisco.

Una mañana en el Henry Cowell los niños de un colegio siguen a la maestra agarrados de una cuerda para no perderse. Caminan entre temerosos y maravillados, como si estuviesen viviendo el cuento de Pulgarcito bajo los árboles más altos del planeta. Unos visitantes suecos tratan de ver si se pueden meter dentro del tronco de una secuoya gateando un poco. Es posible. Dentro de la secuoya, cuando tus ojos se acostumbran a la oscuridad, te parece estar dentro de una capilla gótica de techo interminable, donde la vida respira por todos los poros. Varios redwoods en Cowell tienen entre 1.400 y 1.800 años, y eso es más que varias reencarnaciones humanas. Es un tipo de secuoya que puede hacer brotar nuevos árboles de sus raíces, con lo que a veces se producen colosales trinidades arbóreas. Uno de los árboles de Cowell mide noventa metros, casi como la Estatua de la Libertad de Nueva York incluyendo la antorcha. Su semilla, tan grande como un copo de avena, vino de una sencilla piña.

El tiempo, el que se mide en los anillos de la secuoya, es el gran hacedor de los bosques de California. Respecto al tiempo atmosférico, resulta especial en bosques como los de Santa Cruz, lamidos por las nieblas que vienen del cercano océano. Cuando en 1846 John Charles Frémont exploró esta parte de California acampó dentro de una secuoya del parque Henry Cowell. Frémont dejó correr la leyenda de que en su tronco cabía una tienda del ejército. Lo cierto es que en los huecos de algunos troncos se podría dormir perfectamente. Mientras en un bosque así no faltan sombras móviles: ciervos, ardillas grises nativas y ardillas rojas introducidas. Los pájaros carpinteros guardan bellotas en las copas de los árboles mientras los arrendajos entierran bellotas en el suelo. Al pie de las secuoyas suele formarse una pradera con una especie de tréboles que, cuando les da el sol, se cierran como paraguas. Hay quien busca tréboles de cuatro hojas, pero Cowell no es Las Vegas. Si acaso el caminante encuentra la sorpresa de las secuoyas de hojas albinas. Es por la falta de clorofila, y sobreviven por compartir un sistema de raíces con un árbol de hojas verdes.

Las misiones españolas

Si uno quiere historia, eso lleva enseguida a tiempos y personajes españoles. El franciscano mallorquín Junípero Serra, con un asma crónica y una pierna ulcerada, fue capaz de cumplir su sueño de ir poblando de misiones la Alta California a partir de 1769. Al final quedó una cadena de 21 misiones que son otras tantas marcas históricas de California, desde San Diego en el sur hasta la más norteña, la de San Francisco de Solano, cerca de la misión de San Francisco de Asís donde hoy está la metrópoli del Golden Gate. El Camino Real iba enlazando las misiones con gran tino topográfico. El 23 de agosto de 1784, Cañizares, el comandante de la fragata española anclada en Monterey, envió el médico de a bordo para que aplicara a Serra hierros candentes “para menguar la opresión en el pecho”. Fray Junípero moría cinco días después, el 28 de agosto, a los 71 años, y su sucesor, el alavés Fermín Lasuén, fue quien completó el rosario de misiones, joyas de la arquitectura hispana del XVIII.

Entre todas destaca, sin duda, San Carlos Borromeo del río Carmelo. Serra fue quien eligió el sitio de esa misión algo apartada de la espléndida bahía de Monterey, adonde llegó en junio de 1770. Prefirió alejarse del Presidio que allí habían puesto los militares españoles, y el 24 de agosto de 1771 inauguró una nueva misión, la de San Carlos Borromeo, en un lugar ameno y aireado, cerca de la desembocadura del río Carmelo, donde hoy se ubica Carmel-by-the-Sea, la más famosa ciudad costera del norte de California. No menos de cuatro mil indios fueron bautizados en Carmel desde 1770 a 1836 y hasta 927 indios llegaron a vivir en la misión. Serra está enterrado en un anexo a la iglesia, en un sepulcro de mármol, mientras en el patio hay un cementerio con tumbas, adornadas con orejas de mar, de 200 indios y españoles, entre ellos el gobernador José Romeo y el comandante Hermenegildo Sal.

Una mañana de domingo la iglesia de la misión cierra al público por haber sido alquilada a unos filipinos que van a celebrar una boda. En el museo aledaño se ven piezas de mobiliario del XVIII y la celda espartana de Fray Junípero. Todo un contraste con Carmel-by-the-Sea, la villa que tuvo un alcalde tan elegante como Clint Eastwood desde 1986 a 1990. Crisis o menos, las casas de Carmel pueden valer varios millones de dólares y esquivan con su arquitectura las ramas de los árboles, que son lo más sagrado del lugar. Tampoco las tiendas y galerías de arte del pueblo son aptas para carteras débiles.

Motos y cerveza

Queriendo se puede ir a ver una misión más recóndita, como la de San Juan Bautista, entre Salinas y Fresno. El silencio del crepúsculo lo rompen los rugidos de las Harley Davidson. Las motos aparcan junto al Mom and Pop’s Saloon, el bar que parece más animado del pueblo. Si pides un café, la camarera no solo no te mira mal sino que te invita. ¿A quién se le ocurre no tomarse una cerveza en un sitio así? Un gran árbol pimentero da sombra a una Calle Mayor llena de anticuarios, con una panadería con un horno de los años 30. Es como si el tiempo estuviese amasado con la sobria dulzura de un cookie de cacahuete. Respecto a la misión, fue fundada el 24 de junio de 1797, y su iglesia es la única de su tipo que tiene tres naves. De sus nueve campanas sobreviven tres y tocan de Pascuas a Ramos. Aparte de paz y buenos alimentos, en San Juan presumen de un “huerto español” y un establo con antiguos carruajes. El hotel de la Spanish Plaza pone en su gran balcón corrido la bandera española, la mexicana y la norteamericana, no así la del oso, que es la de California.

Los montes de la cordillera Gabilan (sic) guardan el valle de San Juan Bautista, y sus ritmos que parecen arrancados de una historia del Zorro. Sin embargo, no estamos lejos de Monterey y de su poderosa bahía. Monterey tuvo una notable industria conservera; tanto, que consiguió extinguir las sardinas ya en los años 30 del pasado siglo. Las fábricas, algunas regidas por italianos y japoneses, no paraban de enlatar ni de día ni de noche en la zona de Cannery Row. Hoy eso sobrevive como lugar turístico y como evocación de una novela de Steinbeck que cuenta la otra cara de los lomos suculentos de las sardinas. Han puesto un monumento a los escafandristas de Monterey, y otro que recuerda a los balleneros portugueses, activos en la zona en 1850. Pero sin olvidar que Monterey fue la capital de la California española y mexicana desde 1777 a 1846, cuando fue incorporada a los Estados Unidos. Recuerdos que se pueden revivir en el Presidio, donde se acuartelaba la guarnición de Monterey.

El Monterey de hoy es para dar grandes paseos a la vera del mar. Llegando a Lovers Point parecen amigables unas gaviotas grandes como gallos, de picos amarillos y ojos inquisitivos, que andan por el césped no lejos de unas ardillas impávidas, mientras el mar bate tranquilo. Siguiendo un poco más por la costa se llega a la Reserva del Faro y a la parte más salvaje, la de Asilomar, donde las dunas de arena se adueñan de la ribera marina. En la bajamar quedan pozas de color lapislázuli. Hay carteles que avisan sobre la posible existencia de leones (pumas), aunque uno tiene eso por difícil a diferencia de avistar leones marinos.

Vanguardista San Francisco

Pero, evidentemente, la perla del norte de California no es otra que San Francisco, y su collar que es la bahía. La ciudad ya no venera el Flower Power como en los años 60, pero no pierde comba de lo que se llevará mañana en el mundo. Hasta poco antes de su muerte, Steve Jobs, el número uno de la compañía Apple, iba al restaurante Flour+Water de Mission, la zona superlatina de la ciudad, y a veces ni él conseguía una reserva. Muchos aún se derriten por los Giants cuando juegan en su nuevo estadio. Galerías de arte, librerías, teatros y cines tampoco han de faltar en una ciudad trepidante, con calles tan empinadas que algunas, como Lombard, parecen querer estrangularse con sus curvas. Si eso agobia, o el relente típico de la ciudad, se pasan sus largos puentes rojos para recuperar el silencio de bosques y montes, lagos y cascadas. Todo eso y más encierra la imponencia del Parque Nacional Yosemite. Pero simplemente al otro lado de la bahía florece el discreto encanto de Sausalito, donde uno amarra un yate, o se compra un helado, o ve un cuadro, según el tiempo y la cartera. Jack London y William Randolph Hearst, el magnate de la prensa, vivieron temporadas en ese pueblo de lomas verdes, desde donde San Francisco parece una ciudad demasiado vasta y frenética. 

Sin embargo, algo que no falla visitando el Wharf, el puerto pesquero de San Francisco, es una sopa de almejas en un plato de pan ácido (sourdough loaf), que luego te puedes comer si todavía te queda hambre. O los cangrejos Dungeness, grandes como centollos, que venden cocidos en los diversos puestos. Así se cogen fuerzas para ir a los jardines de la isla de Alcatraz, o para coger una tortícolis en pleno cogollo financiero alzando la mirada a la Pirámide Transamerica, el rascacielos más alto de San Francisco con sus 260 metros. Un monumento de los nuevos faraones de las finanzas junto al que han puesto un pequeño jardín de secuoyas, tal vez con la intención oculta de señalar quién es el ganador en esta parte de California.

Denominaciones de origen resonantes y la nueva bodega de Francis Ford Coppola

No todo el vino del valle de Napa es igual. Hay quince sub-denominaciones y a uno le gusta recorrer algunas de ellas sobre todo por lo resonante de sus nombres. El vino hecho con Chiles Valley tiene un alto grado de alcohol y pega lo suyo; el Carneros nace en suelos finos y con ligeras nieblas, idóneos para cultivar chardonnay y pinot noir, pura fruta y equilibrio, mientras el Diamond Mountain, con su suelo tan poroso y soleado, resulta ideal para cabernet. Napa es un territorio donde la gente disfruta del vino, de la belleza de los parajes y de las nuevas palabras. Además, la gente no solo compra y cata, también hace picnics en bodegas, como la Satui, que tienen aire de caseríos del País Vasco. El director de cine Francis Ford Coppola tiene bodega en Napa desde 1975. Acaba de comprarse otra en el condado de Sonoma, y no se trata de un viñedo al uso sino del que perteneció a Gustave Niebaum, un capitán de barco finlandés que llegó a convertirse en el comerciante de pieles del Ártico más rico a mediados del XIX. Mucho del dinero de sus focas y zorros acabó en una bodega californiana que se integró en la gran finca Inglenook, y que ahora ha ido a parar al imperio de Coppola. He ahí un hombre feliz, uno que no es nacionalista ni de Napa ni de Sonoma, y que lo mismo ama las uvas malbec de Argentina que las feteasca negrea de Rumanía. Y que no solo sabe de seres de celuloide sino del nuevo ser humano: “La gente que pone el énfasis en cosas reales: vino, comida, familia y amigos”.


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