sábado, 9 de febrero de 2013

Desierto de Atacama, entre el cielo y el infierno

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Dicen que quien pisa su suelo acaba por hermanarse con el inhóspito pero bellísimo paisaje de Atacama. Da igual que la estancia dure meses o apenas los cuatro días que suelen permanecer de media los viajeros. Llegará un momento en que la visión del casi omnipresente y majestuoso volcán Licancábur se hará tan necesaria que lo extrañará durante largo tiempo una vez se haya abandonado esta parte del norte de Chile. Aunque no es lo único que dicen aquellos que un día decidieron olvidarse de la ciudad e inaugurar dirección postal aquí. Hay también quien afirma que el litio presente en el Salar de Atacama –donde se encuentra el 45 por ciento de las reservas mundiales en salmuera de este mineral– afecta al ánimo, como si de algún modo los habitantes e incluso los que llegan de visita se beneficiaran de las propiedades que propician su uso en tratamientos terapéuticos de determinados trastornos psicológicos.

Aunque al viajero que aterriza en el aeropuerto de Calama, situado a 2.432 metros de altitud, lo más seguro es que lo primero que le afecte no sean las emociones telúricas que proporciona este espectacular desierto sino la puna, el soroche, el mal de altura. Mareos, cefaleas, náuseas, falta de apetito, insomnio y agotamiento son algunos de los síntomas que se pueden sufrir mientras el cuerpo se aclimata a la altitud. Beber mucha agua y evitar el alcohol es el principal remedio para evitar el apunamiento, como repiten sin descanso los guías que reciben a los viajeros. Un consejo a tener en cuenta durante toda la estancia, ya que los principales enclaves de interés se reparten desde los 2.400 hasta los 4.200 metros de altitud. Sin olvidar las cotas aún más elevadas de algunas de sus cumbres, objetivos reservados a viajeros curtidos en la alta montaña.

La altura, paso a paso

Atacama, por lo tanto, descubre sus tesoros peldaño a peldaño. Las diversas excursiones se programan para que cada día se vayan superando paulatinamente las sucesivas cotas de altura, a razón de mil metros por día. Un favor no solo para el cuerpo sino también para la mente, ya que de ese modo se perciben mejor las diferencias biológicas y geológicas de sus paisajes. Porque, aunque no lo parezca, en esta parte del desierto atacameño no todos los gatos son pardos. Dunas de arena, curiosas formaciones rocosas, salares, oasis, quebradas, lagunas de alta montaña, géiseres y llanuras altiplánicas donde crece la paja brava y pastorean las vicuñas –las primas asilvestradas de las llamas– asoman en su más que rico menú de postales. La vida resiste aquí gracias a que el desierto absoluto, el que le ha dado la fama a Atacama de ser el más árido del mundo, comienza al otro lado de la cordillera de Domeyko. Más allá de esta barrera geológica hay rincones que no percibieron una gota de lluvia durante la friolera de 400 años seguidos. Aunque tampoco se ve demasiada en esta otra parte del desierto. Los habitantes de San Pedro de Atacama no le piden cuentas al cielo. Saben que de él no caerá mucho más de 10 milímetros de agua por metro cuadrado al año. Más bien miran hacia la cordillera de los Andes, de donde proceden los pocos ríos y los cauces subterráneos que han permitido que la vida se haya asentado a pesar de las escasas precipitaciones.

San Pedro, la población más importante por estos lares después de Calama, es austera, como todo lo que la rodea. Modelada a base de adobe y maderas de algarrobo, sus aires de modesta parada comercial fronteriza –se encuentra a tiro de piedra de los pasos que conducen a Bolivia y Argentina– no han desaparecido a pesar de haber quintuplicado su población en la última década, llegando ya a los diez mil habitantes, según el censo de este año. Las calles polvorientas continúan sin asfaltar, aunque, cosas de la vida, no hay posibilidad de perderse por ellas gracias a los carteles indicativos que patrocina una conocida compañía de telefonía.

Pueblo sin baile

Su aire de campamento base se acentúa gracias a la presencia de más de una docena de empresas turísticas que ofrecen excursiones por la zona y algún que otro comercio especializado en equipamiento de montaña. La mayoría de estos establecimientos se sitúan en la calle Caracoles, su vía principal, donde al declinar la tarde los turistas comienzan a discurrir abajo y arriba buscando dónde cenar, tomar un té de coca o disfrutar de una cerveza. En el patio del restaurante Plaza, situado junto a la sencilla pero hermosa iglesia de la localidad, se quedan aquellos sedientos de una copa, ya que es el único local con licencia para servir bebidas alcohólicas a secas, es decir, sin que el cliente tenga además que ordenar comida. Y los que quieren bailar o escuchar música en vivo, directamente se van del pueblo. Sin locales con licencia de cabaret a los que acudir –suena antiguo, pero éste es el permiso que permite en Chile abrir locales nocturnos destinados al baile o los conciertos–, la noche sampedrina se ha vuelto ilícita, como si de una rave clandestina se tratara, y cada fin de semana busca escondrijo entre los tamarugos que pueblan el paraje conocido como El Tambillo o por los ayllus que rodean San Pedro.

Llamados por la fama creciente de sus paisajes, cada año llegan hasta aquí alrededor de 60.000 viajeros, algunos de los cuales deciden romper el billete de vuelta y no volver a hacer la maleta durante un tiempo. Sin embargo, fueron los votos religiosos y no el turismo lo que condujo hace más de 50 años al jesuita belga Gustavo Le Paige hasta San Pedro. Lo que con toda seguridad parecía que iba a ser su destino menos atractivo se convirtió pronto en pasión. Sus esfuerzos por rescatar la historia del pueblo atacameño se exponen en el museo que lleva su nombre, una visita muy recomendable que permite observar gran parte de los hallazgos arqueológicos realizados por el jesuita durante más de tres décadas. Aquella fructífera labor de recuperación se debió en gran parte a la sequedad de Atacama, que preservó durante siglos –e incluso milenios– el buen estado de los yacimientos. Las escasas precipitaciones son también las causantes de que cerca de Calama, en Chuquicamata, se encuentre la mayor mina de cobre a cielo abierto del planeta. La falta de agua permitió que el cobre no se disolviera y que los depósitos quedasen intactos. Trabajada ya en tiempos de los incas, Chuquicamata entró en la era industrial a principios del siglo XX de la mano de los Guggenheim, unas pocas décadas después de que los nitratos de potasio chilenos comenzaran a llegar a Europa. Ahora al cobre se le ha unido un nuevo maná, el litio, cuya alta concentración es debida –cómo no– a la ausencia de lluvias. 

Ocaso inolvidable

La mina de Chuquicamata está abierta a las visitas, al igual que determinados sectores del Salar de Atacama, aunque en éste no hay que ir a buscar las explotaciones del litio sino las espectaculares lagunas que dan cobijo a flamencos y otras aves migratorias. Los visitantes acuden a la bellísima Laguna Cejar a fotografiarse con el Licancábur de fondo para después darse un baño en la vecina Piedra, donde los cuerpos flotan debido a la alta concentración salina. La otra parada obligada en este enorme salar de 3.200 kilómetros cuadrados es la laguna Chaxa, a la que es mejor acudir al atardecer, cuando el sol, que va camino de ocultarse tras la cordillera de Domeyko, va coloreando las cumbres de Los Andes de tonos naranjas, rojizos, rosados e incluso púrpuras. Difícil será que la retina olvide este espectacular ocaso. Como tampoco el perfil del Llullaillaco, el cuarto volcán más elevado del planeta gracias a sus 6.739 metros de altitud, que termina para siempre grabado en la memoria del viajero una vez éste conoce que la cumbre que está viendo sin ayuda alguna se encuentra nada menos que a 300 kilómetros de distancia del salar.

La extrema limpieza del aire de Atacama, causada por la altitud y la baja humedad, no sólo permite disfrutar de paisajes cristalinos, atardeceres soberbios y hasta casi visión de halcón sino que a la noche descubre un firmamento pleno de joyas celestes. Tan claro y limpio es su cielo que la primavera que viene se inaugurará oficialmente ALMA (Account Large Milimeter Array), el más potente telescopio para observar el universo frío, con longitudes de onda que alcanzan desde el gas molecular al Big Bang, y que contará con 66 antenas de alta precisión ubicadas en el Llano de Chajnantor, a 5.000 metros de altitud. Este relevante proyecto internacional se acercará al público a través de visitas guiadas dentro de poco más de un año. Mientras tanto, el observatorio del Hotel de Larache es la mejor opción para asomarse al cielo limpio de Atacama y conocer los misterios del universo.

Con la llegada del amanecer, la belleza de la noche atacameña da paso de nuevo a los escenarios mayúsculos que aguardan a pocos kilómetros de San Pedro. De camino a ellos se suceden instantáneas en apariencia humildes, aunque resistentes al olvido: las kilométricas rectas que bordean el salar, el pasto amarillento que forma la grama salada sobre la llanura de sal y arcilla, pequeños grupos de vicuñas pastando en la lejanía y pueblecillos como Toconao o Socaire luciendo campo de fútbol de césped sintético recién donado por alguna compañía minera. Y siempre, como un telón de fondo que quisiera captar todo el protagonismo, la soberbia cordillera de los Andes, con su ejército de volcanes acompañando a Licancábur, como Láscar, Juriques, Aguas Calientes y Putana, fácilmente reconocible por la visible actividad fumarólica de su cumbre. No es la única señal de vulcanismo en la zona. Ni la más famosa. A los géiseres del Tatio, situados a más de 4.200 metros de altitud, llegan cada madrugada cientos de viajeros a la espera del inmediato momento en que la luz del amanecer permita ver decenas de columnas de vapor subiendo hacia el cielo. Es la diferencia de temperatura –80 grados frente a los varios bajo cero del exterior– la que las crea, remarcando así la tenebrosidad de este paisaje de géiseres, fumarolas y termas a caballo entre el infierno y el purgatorio.

La cordillera de la sal

El trío de ases atacameños se completa con la contundente belleza de las lagunas altiplánicas de Miñiques, Miscanti y Tuyajto –una excursión apta para todos los viajeros pues se llega hasta ellas en vehículos– y el Valle de la Luna, con su famosa Duna Mayor, privilegiado mirador sobre los ocasos de Atacama. Este visitadísimo valle cuyas crestas, hondonadas y salientes parecen espolvoreados de azúcar glas, forma parte de la cordillera de la Sal. Formada por una sucesión de cerros que asemejasen un acordeón, la mejor forma de descubrirla es desde el mirador de Cari, donde se encuentra la Piedra del Coyote, seguramente el saliente rocoso más fotografiado del país pues no hay viajero que no sufra de vértigo que renuncie a retratarse en él. Aunque a este mirador se suele acudir el primer día, si la agenda de excursiones y actividades lo permite conviene volver la última tarde, cuando tanto la cabeza como el cuerpo se han hecho definitivamente a Atacama. Con las preguntas ya contestadas, los caminos recorridos y las cotas superadas, es el momento de disfrutar una última vez de la belleza casi onírica del desierto y de las majestuosas cumbres de los Andes. Absorber toda la energía posible que envíe la Pachamama, la Madre Tierra, no vaya a ser que cuando el viajero vuelva a sus cotidianeidades le dé por preguntarse si fue verdad que estuvo allí. 

Un gran simulador para los robots de Marte

Las mayores cantidades de cobre, litio y nitratos de potasio del mundo se encuentran en esta parte del planeta. Las escasas -o nulas- precipitaciones que caen sobre el desierto de Atacama han beneficiado la conservación de estos importantes filones geológicos. Pero también ha servido mucho a la ciencia aeroespacial. Desde que se ha confirmado la tremenda sequedad que tienen algunos sectores del desierto, la NASA se ha dedicado a buscar vida microscópica y a testar prototipos de robots que, como el Spirit o el Opportunity, serán enviados a Marte. Pero, ¿a qué se debe semejante aridez? El desierto de Atacama se encuentra encajonado entre los volcanes de la costa y la cordillera de los Andes, situándose el sector más árido entre la cordillera de Domeyko y dichos volcanes costeros. Cuando la corriente fría de Humboldt llega a la costa del Pacífico, el aire caliente y seco de los trópicos se condensa sin posibilidad de ascender por encima de las cumbres costeras. La lluvia queda por lo tanto atrapada. Y por el Este, es la enorme cordillera de los Andes la que retiene la humedad procedente de la cuenca amazónica, cuya agua llega de forma muy marginal hasta el Salar de Atacama.


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