martes, 13 de noviembre de 2012

Sangre para la vida y la muerte en Sumba

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Atardece en la pequeña aldea de Prainatang. Las casas de madera y tejados de paja se encuentran diseminados por una elevada colina. Desde ella se vislumbra un exuberante oasis, un verde valle que contrasta con la enorme sequedad del entorno. El poblado, uno de los más viejos de la isla indonesia de Sumba, se encuentra prácticamente deshabitado. Sus moradores emigraron a otras islas, a la ciudad o a pueblos cercanos mejor comunicados. Miwa, el viejo que hace las veces de guardián, su mujer y su hijo son sus únicos habitantes. Una de sus misiones es impedir que los pocos viajeros que visitan la zona se acerquen a la ‘casa sagrada’. “Los marapus (espíritus) se enojarían por la presencia de los forasteros y nos traerían todo tipo de desgracias” afirma con convicción y respeto. Las tumbas de piedra de sus antepasados se esparcen por todo Prainatang. La muerte es parte esencial en la vida de los sumbaneses que, a pesar de la presión cristiana e islamista, siguen profesando sus tradicionales creencias animistas.

La isla de Sumba es una de las más pobres de Indonesia y también una de las más olvidadas por el gobierno de Jakarta. Quizás por eso, sus habitantes se resisten a abandonar su ancestral, y muy peculiar, modo de vida. Rinden culto a los espíritus, sacrifican decenas de búfalos y caballos durante sus ceremonias funerarias, entierran a sus muertos en grandes tumbas de piedra y celebran sangrientos festivales en los que se debe verter sangre para garantizar la prosperidad de la isla.

Dos mundos en uno

Flotando’ en el límite norte del Océano Índico, Sumba está dividida en dos zonas que han evolucionado de forma muy diferente. El este ha sido mucho más permeable a la evangelización cristiana y a la globalización. El oeste sigue siendo el salvaje oeste; fiel a sus tradiciones y profundamente beligerante contra quienes han tratado y tratan de acabar con sus tradiciones.

Waingapu, la capital del este, es una ciudad tranquila en la que se puede realizar una toma de contacto sin sobresaltos con la realidad sumbanesa. Sus habitantes desconfían de sus vecinos del oeste a los que consideran poco más que unos bandidos. Sin embargo están unidos a ellos por una historia y unas tradiciones comunes. Sólo hay que darse una vuelta por los alrededores de Waingapu para comprobarlo. Algunos pueblos como Prailiu o Umabara aún conservan las tradicionales chozas sumbanesas con sus altísimos y puntiagudos tejados. Eso sí, las planchas de metal ya han acabado casi por completo con los hermosos, pero muy costosos y laboriosos, techos de paja.

Más interesante resulta, por tanto, detenerse a contemplar las grandes tumbas de piedra que se conservan en perfecto estado. En poblados como Rende o, la antes citada, Umabara, se pueden admirar grandes sepulcros megalíticos en los que abundan las figuras esculpidas de búfalos, cocodrilos, tortugas y caballos.

Tras haberse familiarizado con los enterramientos y la arquitectura tradicional, llega el momento de adentrarse en la Sumba más auténtica poniendo rumbo hacia el oeste.

Es un viaje muy peligroso. Hay que tener las ventanillas del coche subidas porque si ven que son extranjeros pueden intentar quitarles la cámara de fotos o robarles el dinero”. Es la advertencia de Alan, el conductor que, de cuando en cuando, traslada viajeros desde Waingapu a Waikabubak, la capital del ‘salvaje oeste’. Sus temores son más que exagerados pero dan fe de la rivalidad y la desconfianza existente entre las dos partes de la isla.

Sangre de vida y de muerte

Los habitantes de la zona occidental de Sumba son gente humilde que se comporta amigablemente con el visitante. Sin embargo sus sangrientas tradiciones y sus belicosas costumbres amedrentan a sus vecinos del este y a más de un turista extranjero.

La sociedad del oeste de la isla está organizada como antaño. La pertenencia a un clan es la base de todo y la rivalidad histórica con otros grupos hace que, en ocasiones, estalle la violencia. Hace ahora solo 15 años, una serie de protestas políticas y sociales degeneró en una enorme batalla entre dos tribus rivales que se cobró la vida de decenas de personas. Fue durante el llamado ‘jueves sangriento’, en el que más de 3.000 hombres armados con machetes, cuchillos y piedras pelearon en las calles de Waikabubak.

Incidentes tan graves no han vuelto a repetirse, pero recorriendo la zona y hablando con sus habitantes, uno es consciente de que está en un pequeño trozo del planeta en el que no rigen las leyes del ‘llamado’ mundo civilizado.

La mejor prueba de ello quizás sea la violencia que rodea su gran festival anual: la Pasola. Durante días, jinetes a caballo de pueblos rivales combaten ante una multitud enfervorecida. Sus lanzas, pese a no llevar ya puntas metálicas, provocan serias heridas y, en ocasiones, la muerte de algún contendiente. Verter sangre en la Pasola es un gran honor y sirve, además, para fertilizar la tierra y así garantizar la bonanza de las futuras cosechas. Para evitar que la pasión del público acabe degenerando en una batalla campal, la policía y el ejército se despliegan en los lugares en que se celebra.

Y si la sangre es símbolo de fertilidad y de vida, también es un elemento imprescindible para afrontar la muerte. Los sumbaneses, como otros pueblos de Indonesia, creen que el único camino para que el muerto halle la paz y, de paso, no atormente a los vivos, es brindarle un ostentoso funeral. La ceremonia puede durar varios días en los que hay que dar de comer y de beber a centenares de invitados. Pero además hay que disponer de los medios suficientes para sacrificar búfalos, cerdos, pollos y caballos. Cuantos más mejor.

Hay que tener mucho dinero para celebrar el funeral, por eso los muertos pueden permanecer sin ser enterrados hasta 10 ó 15 años” afirma Tering, un sumbanés de  45 años que se gana la vida haciendo de guía. “Antes se conservaba sus cuerpos con vendajes y productos naturales, hoy se les pone inyecciones de formol para tenerlos en casa el tiempo necesario hasta reunir el dinero para organizar el funeral”.

Tering aparenta más de 60 años y su piel parece sujetarse directamente sobre un esqueleto sin carne. Sin embargo conserva un extraordinario sentido del humor y parece revivir cuando acompaña a una ceremonia funeraria a alguno de los pocos turistas que le contratan.

Hoy hay funeral en Waitabar, una pequeña aldea tradicional situada en una colina junto a la ciudad de Waikabubak. Tering compra arroz, azúcar y tabaco para entregar a la familia del difunto como agradecimiento por poder asistir a la ceremonia. Al llegar al poblado, un centenar de hombres, mujeres y niños abarrotan el espacio central rodeado de chozas tradicionales de madera y paja.

El suelo está encharcado de sangre. Acaban de sacrificar diez búfalos y un caballo. Sus cuerpos yacen unos junto a otros. El sacrificio permitirá que el espíritu del difunto haga en paz el tránsito a la otra vida, desde la que seguirá velando por el bienestar de sus familiares y amigos. La sangre de los animales fertilizará la tierra y hará que produzca abundantes cosechas.

Un ejército de mujeres prepara comida para los invitados en gigantescos calderos. Los niños son los encargados de repartir los platos de arroz acompañado con carne de cerdo o de pollo. Los hombres se encargan de despedazar a los animales y de repartir su carne entre todos los asistentes.

Terminado el ritual, una pequeña comitiva saca el ataúd de la casa familiar y lo conduce colina abajo hasta su tumba. Se trata de un gran sepulcro de cemento que imita los tradicionales mausoleos de roca. Tering apunta que “ahora, gracias al magnífico funeral que se le ha brindado, su marapu comenzará una plácida existencia en la que velará por el bienestar de la aldea”.

Paisajes imposibles

Si deslumbrantes son sus costumbres, la belleza natural y artificial del oeste de Sumba es demoledora. Playas blancas con aguas turquesas, poblados que parecen sacados del pozo de la historia ubicados en lo alto de verdes colinas, tumbas megalíticas en acantilados junto al mar… Una sucesión de imágenes que quedan para siempre grabados en la retina del viajero.

El pequeño pueblo pesquero de Pero es uno de esos lugares idílicos. La desembocadura de un río junto a una hermosa playa de arena blanca ha formado uno de esos paisajes imposibles. Los niños se bañan en las aguas azules del mar, mientras sus padres aprovechan el estuario para fondear sus barcos a resguardo del variable océano.

Otras playas muestran una cara más violenta pero no menos hermosa. Morosi y Nihiwatu son dos grandes extensiones vírgenes de arena blanca en las que rompen con violencia las olas. No hay edificios a la vista y sólo unas pocas familias indonesias comparten estos kilómetros de playas con los escasísimos turistas  extranjeros que deciden alojarse en la zona.

Junto a esa costa salvaje se encuentra el que quizás sea el mejor pueblo tradicional de toda la isla. Las perfectamente conservadas casas de madera de Rattengaro se alzan en una privilegiada colina. Desde ella se puede ver, enfrente, un azulísimo Océano Índico; al Sur, la desembocadura de un río, detrás de la cual se elevan los tejados de paja de otro poblado.

El recorrido termina en el interior y nuevamente en lugares vinculados a la muerte. Tering muestra a los viajeros localidades como Gallubakul o Pasunga que atesoran algunas de las mejores tumbas megalíticas de la isla. La representación del rostro de alguno de los difuntos se mezcla con figuras de animales. El demacrado guía coloca tres cigarrillos sobre uno de los sepulcros, después se gira y con sencillez sumbanesa explica su acción: “este marapu es muy poderoso y conviene tenerlo contento”. Nosotros dejamos un paquete de tabaco entero… por si acaso.


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