jueves, 8 de noviembre de 2012

Cardiff, la puerta de Gales

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Hay un jocoso dicho en Gales que asegura que esta nación sería más grande que Inglaterra si se pudiera pasar una plancha por sus montañas. Pero, aunque pudieran, no prescindirían de ellas. Los galeses adoran su tierra. Páramos, colinas, acantilados, bahías, valles y cumbres salen en la conversación en cuanto el viajero pregunta un poco acerca del país. También en Cardiff, su capital. Y no solo porque la mayoría de sus habitantes tengan sus raíces en otros puntos de Gales. También porque la ciudad es un fiel reflejo del país. Ha crecido incluso casi a su imagen y semejanza. Es pequeña –no llega a 350.000 habitantes–, amable, está rodeada de colinas y cuenta con la mayor superficie de espacios verdes por habitante de Reino Unido. Sin olvidar que, como otras localidades galesas, la ciudad ha dibujado varias rutas peatonales y ciclistas que la unen con el escenario favorito de los galeses: la naturaleza. Como la que lleva a los páramos de Brecon Beacons o la que trae los aromas salados del cercano canal de Bristol. Y es precisamente aquí, en la bahía, aquella que la acabó convirtiendo en ciudad y la cubrió durante décadas de millones de libras, por donde Cardiff volvió a reconvertirse justo al comienzo del nuevo milenio.

El reino del carbón.

Pero para seguir apropiadamente el discurso de la capital más joven de Europa –alcanzó dicho estatus en 1955–, antes que a la bahía hay que acercarse al castillo, donde aún permanecen los vestigios de la fortaleza que los romanos construyeron junto al río Taff y que acabó por dar nombre a Cardiff (en galés, Caer Taff significa “Fuerte en el Taff”). Aquellos no permanecieron mucho tiempo en el fuerte, que terminó por quedar abandonado hasta la llegada de los normandos. El paso de los siglos siguió sin traer demasiado desarrollo ni al castillo ni a la modesta localidad costera hasta los albores del XIX, cuando la aristocrática familia Bute entra en escena y se convierten en señores de la fortaleza. Desde ese momento, su nombre quedará para siempre ligado al de Cardiff. Propietarios de gran parte de las tierras y valles de donde era extraído el carbón, acabaron convirtiendo a la ciudad en el mayor puerto exportador del mundo de este mineral, desde el cual se llegaron a enviar nada menos que trece millones de toneladas en 1913. De hecho, el primer cheque de un millón de libras de Reino Unido se entregó aquí tras la venta a Francia de 2.500 toneladas de carbón. Pero para llegar a este momento los Bute primero tuvieron que construir el canal Glamorganshire, el ferrocarril de Taff Vale y, finalmente, los primeros muelles de Butetown, lo que hoy se conoce como la Bahía de Cardiff. Aquella inversión y desarrollo no solo convirtieron a la familia en la más rica del mundo a mediados del XIX sino que también transformó por completo a la pequeña localidad costera. En menos de un siglo pasó del millar de habitantes que tenía en el año 1801 a 170.000, y a 227.000 a comienzos de la década de los 30. 

Un salón inspirado en la Alhambra.

De aquellos tiempos queda como recordatorio el castillo de Cardiff. Esta fantasía victoriana levantada sobre restos medievales refleja bien el auge económico de los Bute. De estilo un tanto ecléctico, su excentricidad guarda semejanza con el gusto kitsch de otras residencias millonarias, como la que el magnate de la prensa William Randolph Hearst se construyó en California. No deja de ser curioso que el empresario americano se encaprichara también de un castillo en Gales, el de St. Donat’s, situado a 25 kilómetros de Cardiff, después de haber visto una fotografía del mismo en la revista Country Life. Pero Si Hearst se gastó una fortuna comprando salones enteros procedentes de otros castillos y palacios de Europa, el tercer marqués de Bute optó por mandárselo hacer al arquitecto William Burges, otro excéntrico que gustaba de pasearse vestido con ropas medievales y con un loro al hombro. En su interior no falta ni una salita inspirada en la Alhambra ni un enorme comedor con aires artúricos, además de múltiples referencias a sus tres pasiones: la arquitectura gótica, la astrología y la simbología religiosa. Aparte de un recorrido de casi una hora por las principales salas del castillo, la entrada también permite al visitante subir a lo alto de la torre normanda, desde donde se divisa toda la ciudad.

Arte impresionista.

A vista de pájaro, Cardiff aún parece más compacta. A pocos minutos a pie queda, por ejemplo, el Millennium Stadium, donde juegan las selecciones galesas de fútbol y rugby, el deporte nacional. Desde el estadio, basta cruzar Westgate Street para comenzar a pasear por una de las áreas comerciales más destacadas de Reino Unido. Y de las más agradables, ya que la mayor parte de sus calles y avenidas son peatonales. Además de los numerosos comercios repartidos por las avenidas Queen Street y The Hayes, el viajero encuentra tres modernos centros comerciales y siete bonitas galerías levantadas en la segunda mitad del siglo XIX, cuando Cardiff comenzaba a tener una importante vida comercial. De hecho, sus habitantes adquirieron desde entonces fama de festivos y consumistas, una etiqueta que aún les ponen sus paisanos del norte, con fama de prudentes. Quizás es por eso que durante los fines de semana recibe numerosos turistas británicos, atraídos por su oferta comercial, su buen clima –presumen de tener más horas de sol que Milán– y su animado ambiente nocturno, muy frecuentado los jueves por los estudiantes. Junto al llamado Café Quarter, la vecina calle de Mill Lane y Caroline St. –cuyos puestos de fish and chips permanecen abiertos hasta el amanecer– se concentran muchos de los jóvenes que salen a tomarse unas pintas al llegar el fin de semana.

Pero a pesar de que fue la Revolución Industrial la que le dio el empuje definitivo, Cardiff no deja de tener un aire de ciudad de provincia, con sus calles mayores por donde los taffies –el apelativo con que se conoce a sus habitantes– pasean arriba y abajo durante las tardes festivas. Sin olvidar su pequeño racimo de elegantes edificios de estilo eduardiano, levantados cuando de los valles llovía carbón como si del nuevo maná se tratara. A él también se debe la Universidad, el Ayuntamiento –con el dragón galés coronando su cúpula– y el Museo Nacional de Cardiff. El dinero que el carbón generó al magnate David Davies le permitió reunir la que hoy es una de las colecciones de arte impresionista y postimpresionista más importante del mundo, con obras de Monet, Pissarro, Sisley –quien se casó en la ciudad–, Renoir, Cézanne, Van Gogh, Matisse… No hay que dejar por tanto de entrar en este museo, que también alberga una interesante colección de historia natural.

Para llegar al punto más alejado del mapa, a poco más de kilómetro y medio del castillo, lo mejor es acercarse al parque Bute, el mayor espacio verde de la ciudad, y subirse a bordo del autobús acuático que recorre el río Taff hasta llegar a la Bahía de Cardiff. Donde antaño se acumulaban los envíos de carbón dirigidos a las bodegas de los barcos, hoy abren sus puertas terrazas, restaurantes y los nuevos iconos de la urbe: el Y Senned (la Asamblea Nacional) y el Wales Millennium Centre, un impresionante edificio cubierto de acero y pizarra conocido como El Armadillo y que acoge espectáculos de ópera, danza y musicales. Ambos son algo más que los nuevos símbolos arquitectónicos de la ciudad. Representan la guinda de los casi dos billones de libras que costó el último lavado de cara del puerto y la Bahía de Cardiff, nada menos que el mayor proyecto de regeneración de una fachada marítima desarrollado en Europa hasta la fecha. Con él se ponía fin a las décadas de abandono que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando la industria del carbón decayó dejando a su suerte a la bahía y a los barrios nacidos en torno a ella, como Tiger Bay, cuyas calles se llenaron de antros y burdeles.

El Muelle de la Sirena.

Pero el final del siglo XX trajo consigo una nueva vida a la zona. Las marismas que cada día se creaban por las mareas que inundaban el estuario del río Taff desaparecieron gracias a la presa de la Bahía de Cardiff, dando lugar a un lago de agua dulce de más de 200 hectáreas y fomentando el desarrollo de la zona colindante, que ya incluye algunas de las viviendas más caras de la ciudad. Poco queda ya de su pasado portuario, salvo el edificio rojizo conocido como Pierhead –recuerdo de cuando hasta aquí llegaban las vías del tren– y la Norwegian Church, una capilla levantada por los estibadores noruegos que hasta aquí vinieron en busca del ingente trabajo creado por el carbón, al igual que somalíes, yemenitas, españoles, italianos, irlandeses… Ya sea verano o invierno, en la bahía siempre hay animación. Y no solo en torno a Mermaid Quay (el Muelle de la Sirena), donde se ubican los restaurantes y cafés. También en las propias aguas, donde los visitantes se divierten con numerosas actividades acuáticas, incluidos los descensos de rápidos que ofrece la empresa Cardiff International White Water.

Sin olvidar que desde la bahía parte una de las rutas ciclistas más populares del país. Con 90 kilómetros de longitud, une la urbe con el Parque Nacional de Brecon Beacons, especialmente hermoso en el otoño. Cerca de cuatro millones de personas disfrutan cada año de este entorno, cuya belleza es innegable, a ratos árida y dura como la vida que llevaron en tiempos pasados sus habitantes. Este territorio también estuvo ligado al pasado industrial del país, tal y como se puede apreciar en Blaenavon, cuyas minas de hierro y hulla, canteras y hornos han sido incluidos como Paisaje Industrial dentro del listado de Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Desde el centro de visitantes, situado en las proximidades de la localidad de Libanus, se disfruta de unas fantásticas vistas del Parque Nacional. A las afueras de Cardiff, la historia prosigue en St. Fagans, un museo al aire libre que acoge cerca de cuarenta edificios y granjas traídas piedra a piedra desde diferentes puntos del país.

Con 96 kilómetros de ancho y 274 de largo, cualquier escapada por Gales no resulta lejana si se parte desde la capital. El país inauguró la primavera pasada el Wales Coastal Path, una ruta de 1.400 kilómetros apta para ciclistas que recorre toda la costa galesa. Ya sea sobre una bicicleta o en coche, el viajero que no ande escaso de días debería incluir en su plan algunos de los lugares de interés próximos a la ciudad, como la costa del Parque Nacional de Pembrokeshire, la península de Gower, con sus largas playas vírgenes, o el castillo de Caerffili, una de las 640 fortalezas de este país, considerado una de las naciones más antiguas del mundo.

La ciudad de las galerías

La capital galesa es uno de los principales destinos para ir de compras del Reino Unido. No solo cuenta con una amplia oferta a lo largo de las calles comerciales de Queen Street, The Hayes, High Street y Mary Street sino también en las galerías abiertas entre estas vías. Aparte de los tres modernos centros comerciales repartidos en la zona, se conservan casi 800 metros de las antiguas arcadas comerciales victorianas y eduardianas, la primera de las cuales, la Royal Arcade, se levantó en el año 1858. Construidas a finales del siglo XIX –cuando la ciudad comenzaba a tener una importante vida comercial–, la más bonita y mejor preservada de la ciudad es la Morgan Arcade, con sus ventanas venecianas y sus escaparates originales de madera. Precisamente aquí se encuentra la tienda de discos más antigua del mundo, Spillers Records, que fue abierta en 1894. Las calles que conforman el llamado Mermaid Quay o Muelle de la Sirena, en la Bahía de Cardiff, cuenta con algunos comercios de interés, como Craft in the Bay, donde se expone y vende artesanía contemporánea, y Fabulous Welshcakes, donde se venden los welsh cakes –dulces tradicionales que suelen acompañarse con una taza de té– más deliciosos de la ciudad.

El puerto del capitán Scott

Hacía tan solo cinco años que Cardiff se había convertido oficialmente en ciudad y de su puerto seguían partiendo miles de toneladas de carbón cada día. Aunque el 15 de junio de 1910 no fue un barco carguero el que levó anclas sino el Terra Nova, el ballenero con el que el capitán Robert Falcon Scott marchó en expedición hacia el Polo Sur. Cardiff se volcó económicamente con este proyecto: los empresarios aportaron 2.500 libras y las empresas carboneras llenaron las bodegas del buque Terra Nova con el mejor carbón. Incluso un editor bien conectado con Londres consiguió que el primer ministro David Lloyd George, de origen galés, diera al proyecto de Scott 20.000 libras procedentes del presupuesto gubernamental. Lamentablemente, el capitán y su equipo morirían en el Polo Sur. Justo a falta de un día para que se cumplieran los tres años de la feliz partida, el Terra Nova atracaba en Cardiff con el cadáver del capitán. Miles de galeses le dieron una última y solemne despedida.


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