martes, 6 de noviembre de 2012

Gijón, capital de tentaciones culturales y gastronómicas

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Sorprende la vitalidad de esta pequeña gran ciudad. Su eco en el exterior, sus actividades y servicios son los de una metrópoli de primera. Y, sin embargo, son apenas 277.000 vecinos, contando los que habitan el casco urbano y los que residen en las veinticinco parroquias que conforman el 90 por ciento del concejo; pueblos que brindan un confortable colchón verde entre el respaldo de las montañas y los embates de un Mar Cantábrico más mítico que bravío. Algo que no pasó inadvertido a los eruditos romanos: “Esta tierra se encuentra fortificada por poderosos elementos naturales, montañas de agreste relieve y un piélago poderoso que bate sus costas. Toda ella es de una exuberante belleza, donde late un torbellino de lucha constante, un continuo manantial de vida (...)”.

Pero lo más importante, el rasgo tal vez diferencial, es que la savia de ese continuo flujo, su afán de renovación y modernidad, no le impide mantenerse fiel a sí misma, a su carácter más íntimo. Y ese rasgo esencial, por historia y geografía, no es otro que el alma marinera. Las playas y acantilados, el puerto de El Musel, las lonjas y pesquerías, las casas marinayas de enormes aleros para protegerse de la lluvia, la calidez de los playos acostumbrados a los rigores del mar y a sacar de él su sustento, todo ello confiere a la ciudad de Gijón un poso muy especial que actúa como levadura en cada empresa o aventura de cambio. Y si hay un núcleo que resume bien ese poso, ese es sin lugar a dudas el barrio de Cimadevilla.

El corazón gijonés

Una península que es como el disco duro de la memoria gijonesa. A un lado, la playa generosa de San Lorenzo, vigilada por la iglesia de San Pedro y las termas romanas de Campo Valdés; al otro, el antiguo puerto (ahora, deportivo) y la más recoleta playa de Poniente. Al frente, la Atalaya o cerro de Santa Catalina, asomado al mar con ásperos acantilados, y zócalo de la escultura de Chillida Elogio del horizonte. Desde esa atalaya natural avisaban a los balleneros, con hogueras, de la presencia de algún cetáceo próximo al litoral. La última ballena fue cazada en el año 1722. Por bajo del cerro ocupan la península callejas retorcidas, restos de muralla romana, casonas nobles y palacios en plazas silenciosas.

El Palacio de Jovellanos, donde nació este ilustrado del siglo XVIII, es un sugerente museo, y tiene anexa la capilla de los Remedios; en ella puede verse el célebre Retablo del mar, obra de Sebastián Miranda, una escena tallada en madera de una subasta de pescado en la lonja, con 156 figuras que son retratos de vecinos del barrio (a los que el artista pagó peseta y media por posar).

El istmo de Cimadevilla está ocupado por dos plazas comunicadas entre sí, la Plaza Mayor y la Plaza del Marqués. Esta última, presidida por el palacio de Revillagigedo (actual centro cultural de Caja Astur) y abierta al puerto deportivo. En estas dos plazas late el pulso más joven e inquieto de Gijón, con numerosas terrazas, sidrerías, bares y restaurantes: es el puro corazón de la ciudad. Más allá se abre en abanico la ciudad moderna, donde puede rastrearse una interesante ruta modernista; además de expertos catalanes como Rubio Bellver o José Graner Prat, la burguesía local utilizó el talento de Miguel García Cruz (que sería arquitecto municipal) para dejar constancia de su hacienda y posición social. Además de la ya mencionada casa natal de Jovellanos, diez museos brindan a los curiosos desde vestigios romanos hasta las huellas de la industrialización y el ferrocarril, desde la gaita tradicional a la pintura intimista de Nicanor Piñolé o Evaristo Valle.

Con todo, el atractivo mayor de Gijón, aquello que más seduce a los de fuera y gratifica a los de dentro (que están encantados con su ciudad: véanse las encuestas MERCO), es esa vitalidad contagiosa ya mencionada. Que en los meses de otoño no palidece como el paisaje, todo lo contrario. Es la época de la sidra nueva, de los llagares (hay más de veinte en el entorno urbano, que elaboran unos quince millones de litros; y la sidra, ya se sabe, no viaja...), de las setas, de los festivales gastronómicos... Sobre todo de eso, de la buena mesa.

Gastronomía y buen cine

El lema elegido para promocionar la gastronomía local, Gijón, Asturias con sal (Northern Spain with Zest), resulta algo impostado, casi inútil ante el festín marinero que ofrece la cocina tradicional. No estará de más aprender unas nociones de bable para saber qué llenan los platos a base de chicharrinos, bocantinos, parrochines, panchinos, oricios, pixín, chopa, tiñosu, golondru... (respectivamente: jureles, boquerones, sardinas, besugos, erizos de mar, rape, sargo, cabracho, perlón…). A las iniciativas, que funcionan muy bien, de Gijón Gourmet (un menú de 45 euros que se puede solicitar en nueve restaurantes distintos de la ciudad y que consta de dos entrantes, dos platos principales, un postre y vino especial) y Gijón Goloso (una propuesta que permite probar 16 dulces especialidades de sendos establecimientos de la ciudad mediante dos tipos de bono: cinco degustaciones –7 euros– y diez degustaciones –13 euros–; se pueden adquirir los bonos en la tienda on line o en las oficinas de Infogijón), se suma, igualmente por un sistema de bonos, la de las llamadas Rutas de la sidra.

El otoño también sirve de marco para otro evento que se ha convertido en una seña de identidad de la urbe: el festival de cine. Empezó, a comienzos de los 60, como un festival de cine infantil, luego infantil y juvenil, para finalmente derivar en el Festival Internacional de Cine de Gijón, sin más; eso sí, deudor de su pasado, pues todos los años hay un jurado compuesto por jóvenes de edades comprendidas entre 17 y 25 años, además del jurado profesional. Al cabo de etapas y tanteos, el festival gijonés, que en esta ocasión se desarrolla entre el 16 y el 24 de noviembre, se ha consolidado como una gran cita de cine independiente, una especie de Sundance español que este año, al cumplir medio siglo, se enriquece con una sección nueva dedicada al cine de animación.

Monumentos naturales

En fin, por mucho que las hojas amarilleen, ni el otoño ni nada le roba a Gijón su piel verde. Una buena manera de explorar el entorno rural de pomaradas y llagares, naranjos y limoneros, huertas, casonas e iglesias románicas, es adentrarse por los caleyes (caminos rurales) haciendo uso de la bicicleta; existen sendas señalizadas, y dentro del propio casco urbano, carriles-bici y ocho estaciones donde es posible tomar alguna del más de medio centenar que el Ayuntamiento oferta de forma gratuita.

Otra de las cosas de las que la ciudad gijonesa se siente realmente orgullosa es el Jardín Botánico Atlántico, donde ese entorno verde parece condensarse en un espacio (25 hectáreas) que conjuga lo histórico (como La finca de la Isla, de 1870) con lo tradicional (como la arbayera del Tragamón, un robledal declarado Monumento Natural), y también con un sinfín de actividades e iniciativas de lo más ocurrente: cualquier excusa le vale a esta urbe asturiana para sorprender. Sea el mes que sea.


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