jueves, 7 de marzo de 2013

Split, la ciudad-palacio de Croacia

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Todo viajero llega a su destino con una idea preconcebida. Una imagen fraguada en esa fase que, como dice con razón el tópico, es una de las más deliciosas de toda escapada: la preparación. El viajero más o menos informado sabrá que Split, la capital de Dalmacia, es la segunda ciudad más importante de Croacia. Un apetecible destino de sol y playa cada vez más popular gracias al indudable atractivo de la costa del Adriático y que cuenta, además, con un monumento incluido en la lista del Patrimonio de la Humanidad de la Unesco: las ruinas del palacio del emperador romano Diocleciano. Pero cuando el taxi desde el aeropuerto le deja a uno en el comienzo del peatonal paseo marítimo, la Riva, toda idea previa se desvanece por completo. A pocos metros del mar y entre las tiendas del paseo, unas escaleras descienden a una especie de catacumba, llena de puestos de artesanía y recuerdos, para emerger de nuevo al aire libre en lo más parecido que existe a una ciudad romana en movimiento. Algo así como una Pompeya viva. Es el palacio de Diocleciano y es Split. Este centro, a la vez monumental y cotidiano, no es un conjunto de ruinas sino un espacio que, aunque fue originariamente concebido para acoger los últimos días de un emperador romano, lleva más de mil setecientos años lleno de vida.

Las gradas del Peristilo, en el corazón de la ciudad-palacio, siguen siendo, desde entonces, punto de reunión de los habitantes de Split. Desde allí uno espera que, en cualquier momento, el viejo emperador se asome a la monumental entrada de sus aposentos, la cúpula del Vestibulum, para arrojar unos denarios a los turistas. Pero de Diocleciano no quedan ni los huesos. Tras la caída del imperio, su mausoleo fue reconvertido en la catedral de la nueva ciudad y los restos del semidiós fueron arrojados Dios sabe dónde para hacer sitio, a modo de justa revancha, a los de San Domnius, el patrón de la ciudad y uno de los muchos cristianos que fueron convertidos en mártires por las persecuciones del muy tradicional y pagano emperador romano.

Palacios góticos de estética veneciana

Con todo, los nuevos inquilinos se limitaron a añadir un majestuoso campanario –de estilo románico, fue levantado entre los siglos XII y XVI, aunque tras su derrumbamiento se reconstruyó en 1906 preservando una esfinge egipcia– y a adaptar la decoración al culto cristiano –destacan especialmente las escenas de la vida de Cristo que aparecen talladas en la puerta de madera de la entrada del templo y la sillería románica del coro, considerada como la más antigua de la región–. Por tanto, este mausoleo-catedral sigue siendo uno de los edificios romanos mejor conservados de Europa. Algo parecido ocurre con el resto del casco histórico. La ciudad medieval está intrincada en el palacio, no superpuesta. Así, los balcones góticos se abren en los vanos de las arcadas romanas mientras que el cuadriculado sistema urbanístico original (cuyas calles principales, Cardo y Decumano, siguen siendo las más notables arterias del Split antiguo) se complementa con una intrincada red de callejuelas y pasadizos que están salpicados de comercios y cafés. Un delicioso laberinto que invita a perderse, tal vez la mejor manera de conocer las joyas escondidas de una ciudad vieja relativamente compacta.

Así, enfilando el Cardo nos encontraremos con palacios góticos como los de Augubio y Papalic, un testimonio evidente de los casi cuatro siglos de dominación veneciana, cuando Split era Spalato. Cerca de allí, en el recodo de una callejuela unas escaleras suben a la diminuta y bella iglesia de San Marcos, uno de los varios tesoros de la arquitectura prerrománica de la ciudad y un ejemplo del aprovechamiento de las antiguas estructuras, puesto que se construyó en el que fuera paseo de ronda sobre las murallas.

Y si nos apretamos entre las paredes de la Pusti me da prodjem (literalmente, calle de “déjame pasar”), considerada por la proverbial exageración local como la calle más estrecha del mundo, nos plantamos ante el perfectamente conservado Templo de Júpiter, un recinto que antaño poseía un pórtico sustentado por imponentes columnas –de las que actualmente solo se conserva una– y que está custodiado por una esfinge decapitada de granito negro que fue traída de Egipto en el siglo V. De cuando en cuando, encantadores patios ajardinados sobre los que cuelga la ropa tendida recuerdan que Split, pese a su antigüedad, sus monumentos y su orgullo, es ante todo una ciudad vivida.

Algo que se demuestra en los dos mercados diarios que flanquean las murallas del palacio de Diocleciano y que ofrecen al público productos locales, frescos y deliciosos. Al Este, el mercado verde o patzar cuenta con todo tipo de verduras, setas en temporada, legumbres y flores del interior, además de numerosos puestos con ropa y otras muchas especialidades; y pese a estar situado frente a los muros de la ciudad, no es ni mucho menos un mercado de souvenires al uso sino el lugar en el que la población de la ciudad vieja compra sus viandas. Al lado opuesto de las murallas no resulta difícil encontrar, orientándose por el olfato y por los reclamos de las vendedoras, el mercado de pescado. Recién llegado del vecino puerto, la mercancía resulta siempre fresca. La radio local retransmite los precios del día cada mañana para que los compradores acudan bien informados al regateo de última hora. Por la noche, una vez eliminados los efluvios, la plaza del mercado se llena de terrazas donde es posible degustar el producto rey.

La cuna de la nación croata

Hacia el Oeste, Split desborda los muros del antiguo palacio del emperador romano y va mostrando las sucesivas etapas de dominación extranjera. La veneciana –que se extendió hasta finales del siglo XVIII– se puede apreciar alrededor de la plaza del antiguo ayuntamiento (conocida simplemente como la Piazza). Más allá, en la comercial calle Marmont y en los alrededores de la plaza porticada de la República dejaron su huella los imperios napoleónico y austrohúngaro.

Pese a los siglos de dominación extranjera, o quizá por ello, Split es una importante cuna de la nación croata. Ya en el siglo X, Gregorio de Nin (cuya estatua, obra del famoso escultor local Ivan Mestrovic, preside la entrada norte a la ciudad –cuenta la leyenda que el viajero debe frotar su pulgar para que le acompañe la diosa Fortuna–) cantaba misa en la lengua vernácula para indignación de la curia romana. El renacentista Marko Marulic escribió aquí en el año 1501 los primeros versos en lengua croata y durante el siglo XIX surgió en Split el clamor por una Croacia unida e independiente. Algún tiempo después, los partisanos del mariscal Tito encontraron en la ciudad y en las islas circundantes un refugio perfecto desde el que poder luchar contra la ocupación de nazis y fascistas. Tanto es así que usaron como himno de combate el Marjane, Marjane, dedicado a la colina boscosa de Marjan que domina la ciudad.

Desgraciadamente, Split ha estado también muchas veces en el ojo del huracán, siendo bombardeada en sucesivos conflictos del siglo pasado. La última vez en 1991, a manos de una fragata de la marina de la antigua Yugoslavia llamada precisamente Split.

Tanto patriotismo no mina el carácter localista y orgulloso de los habitantes de Split. Habladores, apasionados, mediterráneos en definitiva, mantienen una relación dialéctica con su alrededor: con los campesinos del interior, con las islas y, por supuesto, con su archirrival, Zagreb. Ambas ciudades asumen sendos papeles en la fábula de la hormiga y la cigarra. Ante el sambenito de una Split malcriada por el sol, la comida y el vino, los lugareños responden orgullosos con el dicho popular Bravura je ziviti bez lavura (“Hay que ser valiente para vivir sin trabajar”).

De Zagreb y de todo lo divino y lo humano se habla en las konova (tabernas) de Varos, el barrio de pescadores, a los pies de la colina de Marjan. Es el lugar donde degustar las delicias de la cocina dálmata, inequívocamente mediterránea. El aceite de oliva, las hierbas, el ajo y las aceitunas forman la base de una cocina basada en el producto. Sus estrellas, el pescado y el marisco del Adriático, no necesitan más que una brasa para destacar. La influencia italiana está presente en el risotto con chipirones en su tinta o en los platos de pasta verde con marisco. Y en cuanto a la carne, lo suyo es la pasticada dálmata, un guiso lento con vino y hierbas que se sirve acompañado de gnocchi. Y, por supuesto, el cordero de la isla de Pag, del que se dice que no hace falta echarle sal porque ya la ha absorbido junto con los aromas de las hierbas de la isla. De Pag es también el queso más famoso de Croacia.

Historia y música

El vino, que está viviendo una revolución en cuanto a calidad, la cerveza y la rakija (brandy) calientan el ambiente en las konova hasta que alguna mesa comienza a entonar alguna canción de kapla, el canto a cappella que marca el folclore dálmata. Pero no todo es arte, historia y comida en Split. En verano la ciudad se convierte en el centro playero de la Costa Dálmata, con miles de visitantes que disfrutan de festivales de música, fiestas hasta el amanecer y letargo bajo el sol. Aunque las playas que dan fama a la región están a tiro de piedra de la ciudad, Split cuenta con su propia y recoleta cala urbana, Bacvice, a pocos minutos andando del centro histórico. Las terrazas y clubs marítimos que la rodean son un lugar perfecto para tomar una cerveza y contemplar el espectáculo del Picigin, el deporte tradicional de la ciudad. Se trata de una suerte de tenis de playa acrobático que se juega en el agua y para el que solo es necesario una pelota y, sobre todo, el imprescindible bañador speedo, o como dicen en Split, mudantine.

“Mi reino por un... repollo”

Diocleciano, que no resultó muy popular entre los cristianos de la época debido a su costumbre de lanzarlos a los leones, fue por otro lado un estadista muy astuto y prudente que estaba empeñado en lograr dos grandes objetivos: uno, difícil, apuntalar un imperio en grave crisis, y otro, casi inalcanzable para un emperador romano del siglo III, llegar a viejo. Pese a las dificultades, logró ambos, no sin antes abandonar voluntariamente su cargo (algo sin precedentes en aquella época y poco frecuente en siglos sucesivos) para dejar que fueran otros los que asesinaran o fueran asesinados por el poder. Antes se había preparado un retiro dorado en Dalmacia, la tierra que le vio nacer: un palacio-fortaleza construido sobre una antigua colonia griega, suficientemente cerca de la capital de la provincia (Salona, cuyas ruinas pueden visitarse a pocos kilómetros al norte de la ciudad de Split), pero lejos de su plebe; lujoso por dentro en su combinación de blanca piedra de la isla de Brac, mármoles y recuerdos traídos de los confines del imperio, pero inexpugnable por fuera.

El ex emperador disfrutó de sus últimos días de existencia cuidando el jardín mientras el imperio se tambaleaba, hasta el punto de que fue requerido para que interviniera en la marimorena formada en Roma con su sucesión. Diocleciano contestó a los emisarios enseñándoles uno de sus repollos y señalando que “si el emperador pudiera ver este repollo, no se atrevería a sugerirme que cambie la paz y felicidad de este lugar por las tormentas de una ambición insaciable”.

En un par de siglos nadie se acordaba ya ni de la figura de Diocleciano ni de su extraordinario palacio, hasta que la presión de los bárbaros obligó a los habitantes de los asentamientos vecinos a refugiarse en él y crear la ciudad que se puede disfrutar actualmente.

Hajduk Split, más que un club de fútbol

Como buenos mediterráneos, una de las actividades preferidas de los habitantes de Split es una acalorada tertulia junto a una taza de café y una copa de rakija. La política, la familia, la economía e incluso temas aún candentes como la guerra de la antigua Yugoslavia suben la temperatura de bares y terrazas. Sin embargo, hay un tema sobre el que se habla pero no se discute, el Hajduk. El Hajduk Split es algo más que el equipo de fútbol local, más que una institución y, desde luego, más que un club. Su escudo está presente en cada esquina, cada coche, cada bar… La veneración casi religiosa que recibe queda patente en los cientos de murales, algunos de ellos de calidad, que cubren todos los barrios de la ciudad. Y pese al desinterés de los turistas, algunos de los tours guiados incluyen una visita al relativamente pequeño campo del Hajduk. Buena parte de la culpa la tiene la Torcida, el grupo de seguidores modelado en los 50 a imagen y semejanza de las míticas hinchadas brasileñas. Como aquellos, y como otros seguidores europeos, la Torcida del Hajduk tiene su parte de hooliganismo, pero también es muy dada a hazañas entre suicidas y humorísticas, como colocar su bandera en la torre de la catedral de su máximo rival urbano y futbolístico, Zagreb, o financiarse mediante la arriesgada venta de cedés con su himno (camuflados con la carátula del equipo rival) en el fondo ocupado por los ultras del Dinamo de Zagreb (que afortunadamente no habían traído el discman). Y es que Hajduk es el término que designaba a una suerte de Curros Jiménez balcánicos, bandoleros decimonónicos que robaban a los ricos para repartir entre los pobres. Hace años que el Hajduk no cosecha triunfos nacionales, ni mucho menos internacionales, pero nadie en la ciudad duda de que tarde o temprano su equipo robará el protagonismo a los grandes de la aristocracia futbolística europea para dárselo a quien de verdad se lo merece, Split.


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