lunes, 10 de diciembre de 2012

Coney Island, corazón y memoria de Nueva York

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Coney Island es una península incrustada en el corazón de los habitantes de Nueva York. Situada al sur de Brooklyn, este pedazo de tierra, de apenas siete kilómetros de largo por 800 metros de ancho, ha estado siempre vinculado a los parques de atracciones, a las playas y a la diversión. Hace más de dos siglos que se levantó su primera atracción y desde entonces, como si fuera una montaña rusa, su popularidad ha sufrido drásticos vaivenes de la mano de la economía estadounidense. Hace ya mucho que  superó su peor época (finales de la década de los 60) para renacer como un espacio renovado, cuya historia no solo no ha actuado en su contra sino que le ha otorgado una personalidad y un alma imborrables. No hay en el mundo un lugar como éste, que haya sabido mantener un aura onírica y añeja para seguir siendo popular sin caer en la irremediable globalización. 

Llegando en tren desde el centro mismo de Manhattan (una hora de trayecto), lo primero que se divisa en el horizonte de Coney Island es la gran noria del Luna Park. La famosa Wonder Wheel fue declarada lugar de interés nacional junto con Cyclone, una montaña rusa en la que el traqueteo de su estructura de madera no ayuda para decidir a los indecisos. Se inauguró el 26 de junio de 1927 y todavía mantiene los coches originales. Para sus fans, porque tiene auténticos seguidores, la madera hace que el viaje en esta montaña rusa sea mucho más vivo. Los responsables del parque aseguran que las revisiones son diarias. “Hay que comprobar que todos los tablones y los tornillos estén bien”, confirma a pie de taquilla un empleado.

Al bajar por la avenida Stillwell, desde la estación de tren, y cruzar la avenida del Surf aparece el primer pedazo de historia. El restaurante Nathan’s Famous es el lugar en el mundo que más tiempo lleva sirviendo los ya universales perritos calientes. Haciendo gala del más autentico sueño americano, Nathan Handwerker, un empleado del verdadero inventor del hot dog –básicamente su gran idea consistió en poner las salchichas dentro de un bollo para que los clientes no tuvieran que utilizar los cubiertos–, estableció su propio puesto a mitad de precio que su jefe y con una receta de su esposa. Abrió el restaurante Nathan’s Famous en 1916 para, en pocos años, convertirse en un verdadero icono de la ciudad. 

Un escenario de película

Tan solo unos metros más allá están los kilómetros cuadrados más mágicos de Nueva York. Enormes esculturas de hierro con formas voluminosas y serpenteantes crean ante nosotros un pequeño universo de montañas rusas y atracciones. Todo con cierto sabor añejo, de feria de pueblo, pero con atracciones modernas dispuestas a llevar al público al límite. Las experiencias fuertes se llevan la palma en un terreno donde los visitantes son lanzados en loopings sentados o tumbados, donde son expulsados hacia el cielo en una especie de yo-yo gigante capaz de hacer sentir la ingravidez o las sillas sujetas por cadenas (Brooklyn Flyer) se elevan, rápido, congelando el aliento, a nueve metros de altura. No faltan tampoco minimontañas rusas para que los más pequeños vayan acostumbrando el cuerpo a las sensaciones frenéticas.

En Coney Island muchos de los edificios históricos han sido pasto de las llamas en diferentes épocas, solo para que otros fueran tomando sus puestos. El problema básicamente es que había enormes estructuras de madera que soñaban con una nueva e iluminada época llena de novísimos instrumentos eléctricos. Thomas Edison convirtió Coney Island en un gran centro de pruebas y en la mejor feria para sus inventos. La penúltima resurrección de Coney Island es una mezcla de ímpetu humano e inyecciones de millones de dólares. Durante la Gran Depresión, la clase media alta de Nueva York dejó de acudir a su balneario preferido (llegó a tener 40 millones de visitantes al año) y la zona se fue llenando de pandillas y gente sin recursos.  Dicen los supervivientes de aquella época que era como una civilización perdida en un mundo finiquitado. Las inmensas estructuras abandonadas, los esqueletos de aquel mundo onírico solo servían como platós para el rodaje de producciones cinematográficas, una industria que descubrió en aquel mundo abandonado el decorado perfecto y le sacó bastante partido. Durante aquellos años se rodaron muchas películas, en su mayor parte de bajo presupuesto. Pero hoy, gracias al estadio de KeySpan Park, la sede del equipo de béisbol Brooklyn Cyclones, al nuevo acuario –que cuenta con más de 350 especies marinas–, los innovadores restaurantes y tiendas y, cómo no, sus parques de atracciones, se puede afirmar que Coney Island goza de muy buena salud. Ha recuperado el ritmo, con abundantes familias y cada vez más clase media haciendo uso frecuente de todos sus servicios.

Desfile multicultural

La relajación y la libertad que se puede respirar en este punto de fuga del ritmo brutal que impone Nueva York es especialmente visible en su enorme paseo marítimo. Llamado Board Walk por su construcción en madera, la gran explanada se convierte, especialmente en verano, en un desfile multicultural de todo tipo de formas de vida. Algunos viejos residentes recostados en sillas playeras, y tan morenos que parecen pintados, miran de reojo el espectáculo, cada vez menos friky y más numeroso, con la satisfacción de que su refugio ha cambiado, pero no ha perdido la esencia. Mucho tatuaje, mujeres con velo y latinos relajados, en familia, se cruzan con cuerpos musculados que recorren el paseo en patines o corriendo. Un cowboy sin camiseta pero con las botas puestas luce abdominales mientras, por encima de sus cabezas, pasan volando un par de cuerpos amarrados a cuerdas y poleas. Cada pocos metros, distintos ritmos musicales toman sus espacios para hacer bailar a la gente: un karaoke con lo mejor de los 80, la salsa heredera de la Fania o una sesión de dance. Tampoco resulta extraño que un tipo con la barba verde, disfrazado y con un loro en su hombro, vaya saltando de sonido en sonido, sacando a bailar a todo aquel que no conozca la vergüenza y dejándose hacer fotos hasta que se harta y pide un dólar por disparo. Es uno de los clásicos, uno de los personajes que forman parte del paisaje. Finalmente, esto es Coney Island, una casa de rarezas sociales que encontraron en este lugar lo más parecido a un hogar.  

Playa y atracciones

En Coney Island no hay un parque de atracciones sino dos: el Luna Park, que volvió a abrir sus puertas en 2010 y rinde homenaje al mítico parque cerrado en 1944, y Deno’s Wonder Wheel, fundado en 1920. Cada uno tiene diferentes características y, gracias al esfuerzo de ambas empresas, la oferta de atracciones es más del doble que hace apenas dos años. Pero la experiencia de Coney Island no es el mundo de Disney y la intención no suele ser pasar un día entero entre atracciones. El movimiento del gentío más bien parece fluir hacia el gran paseo marítimo y la playa, parar un rato, subir a una atracción, otro baño, comer un perrito caliente en Nathan’s, una cerveza en el renovado Ruby’s Bar y volver a la playa o al paseo. La playa larga y ancha acomoda fácilmente a miles de personas sin aglomeraciones y sin que en ella ni en el paseo sea posible fumar, debido a las duras restricciones antitabaco del Estado de Nueva York. 

Debajo del paseo marítimo varias pistas de frontón de mano reúnen a multitud de aficionados a este deporte, del que, se dice, nació en Coney Island para ser importado al resto del país. Como me decía Wilmer Rodríguez, un fotógrafo puertorriqueño que está especializado en hacer cromos de todos los jugadores semiprofesionales, “este es el deporte de Coney Island. Es anterior al tenis y de aquí nacen luego todos los deportes de pelota”. A pesar de este comentario un tanto exagerado, no se puede negar la popularidad de esta disciplina deportiva y lo acertado de divulgar la actividad física con una buena cantidad de pistas a escasos metros de la playa. Todo ayuda a que el barrio vaya limpiando su pasada mala fama.

Sirenas y neptunos

Pero Coney Island no puede quitarse del todo la imagen canallesca, que forma ya parte de su personalidad. Ni puede ni quiere, pues eran muchos los que veían los nuevos tiempos como una pérdida de identidad. Pero poco a poco van reconociendo que las cosas se están haciendo bien. Los viejos establecimientos se renuevan y los nuevos no dejan de ser ampliaciones de negocios que ya funcionaban en Brooklyn. Es decir, que, por el momento, no se ha abierto la veda a las franquicias de siempre.

Las noches se entrelazan con sesiones veraniegas de burlesque en la playa. Y tan mítico como sus atracciones es el desfile anual de sirenas y neptunos que marca el comienzo de la temporada de verano (The Mermaid Ball Parade) y que termina con una fiesta en el acuario. Aunque es posible que el evento más conocido de esta península sea su concurso anual de perritos calientes, que desde hace 97 años se celebra cada 4 de julio. Este año, el ganador masculino logró engullir nada menos que 68 hot dogs, mientras que la triunfadora en categoría femenina se quedó en 45. Son cosas que solo pasan en Coney Island.

Edison, la luz, la noria y el cine

La historia de Coney Island y la del inventor Thomas Edison no solo se cruzan sino que son indisolubles. Edison era el proveedor de la energía que impulsaba los juegos mecánicos. Pero, además de un buen negocio, Coney Island le proporcionó el mejor banco de pruebas posible para sus descubrimientos. Fue además el impulsor de un acontecimiento que acabaría siendo mucho mayor que los parques recreativos: el cine. Hacia 1906 había cerca de treinta salas de cine operando en Coney Island, la mayoría usando los proyectores y las pantallas patentadas por Edison.

El origen y el éxito de los "hot dogs"

Se considera que el inventor del perrito caliente fue el inmigrante alemán Charles Feltman. En el año 1867 tuvo la idea de introducir salchichas en bollos de pan para que sus clientes no tuvieran que utilizar los cubiertos y salió a vender su producto a la playa en un pequeño carro. El éxito de esta creación culinaria fue inmediato y poco a poco las salchichas de Coney Island fueron una obligación para todo el que se acercaba a la playa. Murió en 1910 dejando a su familia un pequeño imperio. En 1920 sus herederos abrieron un gigantesco pabellón-restaurante, el Feltman’s Ocean Pavilion, con la pequeña fortuna que habían heredado, pero el negocio no prosperó. Fue precisamente uno de sus empleados de origen polaco, Nathan Handwerker, quien años más tarde abrió el restaurante que ha sobrevivido hasta hoy. Su idea fue vender a mitad de precio lo que ofrecía su antiguo patrón y cambiar algo el sabor con una receta de su mujer. Nathan’s Famous es hoy una gran cadena con restaurantes en todo el país.


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