jueves, 28 de febrero de 2013

Visita al Castillo Real de Amboise

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El Valle del Loira entre Sully-sur-Loire y Chalonnes acoge una gran cantidad de castillos y palacios. De hecho, gracias, en parte, a ellos esta zona fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el 2000. La mayor parte de estos castillos tienen su origen en la Edad Media aunque no fue hasta el Renacimiento cuando adquirieron su aspecto actual.

Uno de ellos es el Castillo Real de Amboise, en el departamento de Indre-et-Loire, famoso por albergar la tumba de Leonardo da Vinci. Este castillo nació como fortaleza medieval y fue destruido varias veces por los normandos. Entre los siglos XV y XVI, bajo los reinados de Carlos VIII y Francisco I se convirtió en residencia real y en el edificio que hoy se ve.

La principal curiosidad del Castillo Real de Amboise es que en su interior, en la capilla de San Humberto concretamente, se encuentran los restos mortales de Leonardo da Vinci.

Para 2013 el Castillo Real de Amboise ha preparado un completo programa de actividades entre las que se encuentran el festival “Avanti la Musicadel 22 de junio al 26 de julio y que combina baile, música y arte en un espectáculo que rinde homenaje a la riqueza de la  cultura italiana. Además, este año la colección de arte del castillo acoge 20 obras nuevas relacionadas con su historia como una estatua de San Luis, bustos del rey Luis Felipe, de su esposa y de su hermana o los retratos de Carlos VIII y de Ana de Bretaña que residieron en el castillo hasta la muerte trágica del rey en 1498.

Y para conocer la historia del castillo, los visitantes podrán adquirir audio guías en español para recorrer todos los rincones de la vivienda real, los jardines y la capilla de San Humberto.


viernes, 22 de febrero de 2013

Explora Finlandia a pie

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Para sentirse como el ”abominable hombre de las nieves” sólo se necesitan unas raquetas y un paraje nevado de bellaza singular. Este paraje podemos encontrarlo en Finlandia donde los excursionistas, experimentados o no, podrán disfrutar de cantidades ingentes de nieve y de paisajes sin igual.

La mejor época para disfrutar del país escandinavo es desde finales de febrero hasta abril ya que los días son cada vez más largos. Este es el momento de visitar alguno de los más de mil lagos y los numerosos parques con los que cuenta Finlandia. Las mayoría de los lagos están congelados por lo que también es posible caminar sobre ellos o pasear por los enormes árboles que hacen las veces de esculturas naturales gracias a la caída de la nieve.

Pero no todo son los paseos diurnos. Lapin Luontoelämys, en Levi, ofrece caminatas nocturnas por la Laponia, disfrutando de las increibles vistas de la zona y, con un poco de suerte, de la Aurora Boreal, un fenómeno muy común en Finlandia que se da hasta primavera.


jueves, 21 de febrero de 2013

Celebra San David en Cardiff

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Conocida como Dewi Sant, la fiesta nacional de Gales tiene lugar cada 1 de marzo y es utilizada de excusa para celebrar desfiles y festivales por las calles de la capital, Cardiff. Este es el momento en que se exalta las tradiciones y la cultura galesas a través de los emblemas de la nación: los narcisos y los puerros.

Uno de los eventos principales que tendrán lugar en Cardiff será el desfile que se celebrará hacia medio día. En ese momento una multitud de gente llenará las calles por tanto narcisos y puerro para conmemorar la festividad de San David que, según la leyenda, avisó a los galeses en víspera de una batalla contra los sajones, para que portaran puerros en sus vestimentas y así diferenciarse del enemigo. Debido a esto el puerro pasó a ser el símbolo nacional de Gales. En este desfile participarán los populares Gigantes que representa a las personalidades galesas.

Pro otra parte, la música en directo y numerosos animadores llenarán las calles de Cardiff, así como puestos de comida con las típicas recetas galesas como pastel de puerro, sopa de patata y las famosas galletas de Gales.


jueves, 14 de febrero de 2013

Ruta por los manantiales del sur de Francia

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Aguas vaporosas y sulfurosas a una temperatura media de 35 ºC pueden ser la excusa perfecta para un viaje donde el relax y el bienestar serán los protagonistas. Al sur de Francia, en la región de Languedoc-Rosellón y muy cerca de la localidad de Font Romeo, se encuentran los baños de Saint Thomas-les-Bains, Llo y Dorres ofrecen manantiales en modernas instalaciones que aseguran la comodidad del visitante.

En medio del valle del Tet se encuentran los baños de Saint Thomas-les-Bains, un manantial de aguas sulfurosas que emergen de la tierra a unos 45ºC pero que se enfrían hasta los 36-38ºC en las piscinas y estanques. Se dice que son las más calientes del valle. Estos baños cuentan, además con un hamman y jacuzzis.

Otro de los baños de la zona es el de Dorres, también de aguas sulfurosas que emanan a unos 38-39ºC. Estos baños al aire libre datan de la época romana y ofrecen una espectacular vista sobre el macizo de Puigmal y la Sierra del Cadi. Se caracterizan porque sus piscinas son de granito, siendo la más grande un antiguo lavadero labrado en 1842.

Por último, los baños de Llo se encuentran en medio de las gargantas del Segre lo que les proporciona un emplazamiento único. Sus aguas termales, como en los casos anteriores, son sulfurosas y tienen una temperatura de entre 35-37ºC. Estos baños cuentan con tres piscinas al aire libre, cañones de agua e hidrochorros de masajes submarinos.


martes, 12 de febrero de 2013

Ruta enológica en las montañas argentinas

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La denominada Ruta de los Andes es un recorrido en el que el visitante podrá disfrutar de una exuberante naturaleza en el oeste de Argentina. Como visita indispensable se encuentra el Aconcagua, el pico más alto de América, y los parques de Talampaya y el Valle de la Luna, ambos declarados Patrimonio Natural de la Humanidad por la Unesco, además de las numerosas bodegas en las que se elabora el vino.

Esta ruta, que es aconsejable realizarla con guía y vehículo propio, comienza en la provincia de Mendoza donde hay más de 1.200 bodegas que enseñarán al visitante la historia y proceso de elaboración del vino. Además, aquí espera el Parque Nacional Aconcagua, en la frontera con Chile, el “techo de América” y una parada inevitable. También es ineludible en Mendoza la ciudad de Margüe conocida como la Capital del Turismo de Aventura en Argentina. Desde aquí se puede practicas rapel, escalada o rafting entre otros deportes. Además es el punto de partida perfecto para llegar hasta la Caverna de las Brujas, en el Cerro Ischigualasto Moncol, que contiene formaciones milenarias de rocas, cristales y cascadas petrificadas por el salitre y azufre del agua.

La Ruta de los Andes continúa por la provincia de San Juan y se caracteriza, además de por sus numerosas bodegas y viñedos (productora de uno de los mejores Syrah de exportación) por contener el Parque Provincial Ischigualasto o Valle de la Luna, uno de los principales yacimientos paleontológicos del mundo. Aquí también se encuentra el Complejo Astronómico Leoncito y el observatorio Astronómico Dr. Carlos Cesco desde el que se puede observar el firmamento.

Finalmente, esta ruta discurre por la provincia de La Rioja donde se encuentran el Parque Nacional Talampaya y la Reserva Provincial Laguna Brava. El primero de ellos destaca por sus desiertos blancos que contrastan con el tono rojizo de las rocas erosionadas por la acción del viento y el agua. En cuanto a la Reserva Provincial Laguna Brava, es un lugar inhóspito que alberga una rica fauna silvestre entre la que destaca la vicuña, la prima salvaje de la llama, guanacos y flamencos


sábado, 9 de febrero de 2013

Desierto de Atacama, entre el cielo y el infierno

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Dicen que quien pisa su suelo acaba por hermanarse con el inhóspito pero bellísimo paisaje de Atacama. Da igual que la estancia dure meses o apenas los cuatro días que suelen permanecer de media los viajeros. Llegará un momento en que la visión del casi omnipresente y majestuoso volcán Licancábur se hará tan necesaria que lo extrañará durante largo tiempo una vez se haya abandonado esta parte del norte de Chile. Aunque no es lo único que dicen aquellos que un día decidieron olvidarse de la ciudad e inaugurar dirección postal aquí. Hay también quien afirma que el litio presente en el Salar de Atacama –donde se encuentra el 45 por ciento de las reservas mundiales en salmuera de este mineral– afecta al ánimo, como si de algún modo los habitantes e incluso los que llegan de visita se beneficiaran de las propiedades que propician su uso en tratamientos terapéuticos de determinados trastornos psicológicos.

Aunque al viajero que aterriza en el aeropuerto de Calama, situado a 2.432 metros de altitud, lo más seguro es que lo primero que le afecte no sean las emociones telúricas que proporciona este espectacular desierto sino la puna, el soroche, el mal de altura. Mareos, cefaleas, náuseas, falta de apetito, insomnio y agotamiento son algunos de los síntomas que se pueden sufrir mientras el cuerpo se aclimata a la altitud. Beber mucha agua y evitar el alcohol es el principal remedio para evitar el apunamiento, como repiten sin descanso los guías que reciben a los viajeros. Un consejo a tener en cuenta durante toda la estancia, ya que los principales enclaves de interés se reparten desde los 2.400 hasta los 4.200 metros de altitud. Sin olvidar las cotas aún más elevadas de algunas de sus cumbres, objetivos reservados a viajeros curtidos en la alta montaña.

La altura, paso a paso

Atacama, por lo tanto, descubre sus tesoros peldaño a peldaño. Las diversas excursiones se programan para que cada día se vayan superando paulatinamente las sucesivas cotas de altura, a razón de mil metros por día. Un favor no solo para el cuerpo sino también para la mente, ya que de ese modo se perciben mejor las diferencias biológicas y geológicas de sus paisajes. Porque, aunque no lo parezca, en esta parte del desierto atacameño no todos los gatos son pardos. Dunas de arena, curiosas formaciones rocosas, salares, oasis, quebradas, lagunas de alta montaña, géiseres y llanuras altiplánicas donde crece la paja brava y pastorean las vicuñas –las primas asilvestradas de las llamas– asoman en su más que rico menú de postales. La vida resiste aquí gracias a que el desierto absoluto, el que le ha dado la fama a Atacama de ser el más árido del mundo, comienza al otro lado de la cordillera de Domeyko. Más allá de esta barrera geológica hay rincones que no percibieron una gota de lluvia durante la friolera de 400 años seguidos. Aunque tampoco se ve demasiada en esta otra parte del desierto. Los habitantes de San Pedro de Atacama no le piden cuentas al cielo. Saben que de él no caerá mucho más de 10 milímetros de agua por metro cuadrado al año. Más bien miran hacia la cordillera de los Andes, de donde proceden los pocos ríos y los cauces subterráneos que han permitido que la vida se haya asentado a pesar de las escasas precipitaciones.

San Pedro, la población más importante por estos lares después de Calama, es austera, como todo lo que la rodea. Modelada a base de adobe y maderas de algarrobo, sus aires de modesta parada comercial fronteriza –se encuentra a tiro de piedra de los pasos que conducen a Bolivia y Argentina– no han desaparecido a pesar de haber quintuplicado su población en la última década, llegando ya a los diez mil habitantes, según el censo de este año. Las calles polvorientas continúan sin asfaltar, aunque, cosas de la vida, no hay posibilidad de perderse por ellas gracias a los carteles indicativos que patrocina una conocida compañía de telefonía.

Pueblo sin baile

Su aire de campamento base se acentúa gracias a la presencia de más de una docena de empresas turísticas que ofrecen excursiones por la zona y algún que otro comercio especializado en equipamiento de montaña. La mayoría de estos establecimientos se sitúan en la calle Caracoles, su vía principal, donde al declinar la tarde los turistas comienzan a discurrir abajo y arriba buscando dónde cenar, tomar un té de coca o disfrutar de una cerveza. En el patio del restaurante Plaza, situado junto a la sencilla pero hermosa iglesia de la localidad, se quedan aquellos sedientos de una copa, ya que es el único local con licencia para servir bebidas alcohólicas a secas, es decir, sin que el cliente tenga además que ordenar comida. Y los que quieren bailar o escuchar música en vivo, directamente se van del pueblo. Sin locales con licencia de cabaret a los que acudir –suena antiguo, pero éste es el permiso que permite en Chile abrir locales nocturnos destinados al baile o los conciertos–, la noche sampedrina se ha vuelto ilícita, como si de una rave clandestina se tratara, y cada fin de semana busca escondrijo entre los tamarugos que pueblan el paraje conocido como El Tambillo o por los ayllus que rodean San Pedro.

Llamados por la fama creciente de sus paisajes, cada año llegan hasta aquí alrededor de 60.000 viajeros, algunos de los cuales deciden romper el billete de vuelta y no volver a hacer la maleta durante un tiempo. Sin embargo, fueron los votos religiosos y no el turismo lo que condujo hace más de 50 años al jesuita belga Gustavo Le Paige hasta San Pedro. Lo que con toda seguridad parecía que iba a ser su destino menos atractivo se convirtió pronto en pasión. Sus esfuerzos por rescatar la historia del pueblo atacameño se exponen en el museo que lleva su nombre, una visita muy recomendable que permite observar gran parte de los hallazgos arqueológicos realizados por el jesuita durante más de tres décadas. Aquella fructífera labor de recuperación se debió en gran parte a la sequedad de Atacama, que preservó durante siglos –e incluso milenios– el buen estado de los yacimientos. Las escasas precipitaciones son también las causantes de que cerca de Calama, en Chuquicamata, se encuentre la mayor mina de cobre a cielo abierto del planeta. La falta de agua permitió que el cobre no se disolviera y que los depósitos quedasen intactos. Trabajada ya en tiempos de los incas, Chuquicamata entró en la era industrial a principios del siglo XX de la mano de los Guggenheim, unas pocas décadas después de que los nitratos de potasio chilenos comenzaran a llegar a Europa. Ahora al cobre se le ha unido un nuevo maná, el litio, cuya alta concentración es debida –cómo no– a la ausencia de lluvias. 

Ocaso inolvidable

La mina de Chuquicamata está abierta a las visitas, al igual que determinados sectores del Salar de Atacama, aunque en éste no hay que ir a buscar las explotaciones del litio sino las espectaculares lagunas que dan cobijo a flamencos y otras aves migratorias. Los visitantes acuden a la bellísima Laguna Cejar a fotografiarse con el Licancábur de fondo para después darse un baño en la vecina Piedra, donde los cuerpos flotan debido a la alta concentración salina. La otra parada obligada en este enorme salar de 3.200 kilómetros cuadrados es la laguna Chaxa, a la que es mejor acudir al atardecer, cuando el sol, que va camino de ocultarse tras la cordillera de Domeyko, va coloreando las cumbres de Los Andes de tonos naranjas, rojizos, rosados e incluso púrpuras. Difícil será que la retina olvide este espectacular ocaso. Como tampoco el perfil del Llullaillaco, el cuarto volcán más elevado del planeta gracias a sus 6.739 metros de altitud, que termina para siempre grabado en la memoria del viajero una vez éste conoce que la cumbre que está viendo sin ayuda alguna se encuentra nada menos que a 300 kilómetros de distancia del salar.

La extrema limpieza del aire de Atacama, causada por la altitud y la baja humedad, no sólo permite disfrutar de paisajes cristalinos, atardeceres soberbios y hasta casi visión de halcón sino que a la noche descubre un firmamento pleno de joyas celestes. Tan claro y limpio es su cielo que la primavera que viene se inaugurará oficialmente ALMA (Account Large Milimeter Array), el más potente telescopio para observar el universo frío, con longitudes de onda que alcanzan desde el gas molecular al Big Bang, y que contará con 66 antenas de alta precisión ubicadas en el Llano de Chajnantor, a 5.000 metros de altitud. Este relevante proyecto internacional se acercará al público a través de visitas guiadas dentro de poco más de un año. Mientras tanto, el observatorio del Hotel de Larache es la mejor opción para asomarse al cielo limpio de Atacama y conocer los misterios del universo.

Con la llegada del amanecer, la belleza de la noche atacameña da paso de nuevo a los escenarios mayúsculos que aguardan a pocos kilómetros de San Pedro. De camino a ellos se suceden instantáneas en apariencia humildes, aunque resistentes al olvido: las kilométricas rectas que bordean el salar, el pasto amarillento que forma la grama salada sobre la llanura de sal y arcilla, pequeños grupos de vicuñas pastando en la lejanía y pueblecillos como Toconao o Socaire luciendo campo de fútbol de césped sintético recién donado por alguna compañía minera. Y siempre, como un telón de fondo que quisiera captar todo el protagonismo, la soberbia cordillera de los Andes, con su ejército de volcanes acompañando a Licancábur, como Láscar, Juriques, Aguas Calientes y Putana, fácilmente reconocible por la visible actividad fumarólica de su cumbre. No es la única señal de vulcanismo en la zona. Ni la más famosa. A los géiseres del Tatio, situados a más de 4.200 metros de altitud, llegan cada madrugada cientos de viajeros a la espera del inmediato momento en que la luz del amanecer permita ver decenas de columnas de vapor subiendo hacia el cielo. Es la diferencia de temperatura –80 grados frente a los varios bajo cero del exterior– la que las crea, remarcando así la tenebrosidad de este paisaje de géiseres, fumarolas y termas a caballo entre el infierno y el purgatorio.

La cordillera de la sal

El trío de ases atacameños se completa con la contundente belleza de las lagunas altiplánicas de Miñiques, Miscanti y Tuyajto –una excursión apta para todos los viajeros pues se llega hasta ellas en vehículos– y el Valle de la Luna, con su famosa Duna Mayor, privilegiado mirador sobre los ocasos de Atacama. Este visitadísimo valle cuyas crestas, hondonadas y salientes parecen espolvoreados de azúcar glas, forma parte de la cordillera de la Sal. Formada por una sucesión de cerros que asemejasen un acordeón, la mejor forma de descubrirla es desde el mirador de Cari, donde se encuentra la Piedra del Coyote, seguramente el saliente rocoso más fotografiado del país pues no hay viajero que no sufra de vértigo que renuncie a retratarse en él. Aunque a este mirador se suele acudir el primer día, si la agenda de excursiones y actividades lo permite conviene volver la última tarde, cuando tanto la cabeza como el cuerpo se han hecho definitivamente a Atacama. Con las preguntas ya contestadas, los caminos recorridos y las cotas superadas, es el momento de disfrutar una última vez de la belleza casi onírica del desierto y de las majestuosas cumbres de los Andes. Absorber toda la energía posible que envíe la Pachamama, la Madre Tierra, no vaya a ser que cuando el viajero vuelva a sus cotidianeidades le dé por preguntarse si fue verdad que estuvo allí. 

Un gran simulador para los robots de Marte

Las mayores cantidades de cobre, litio y nitratos de potasio del mundo se encuentran en esta parte del planeta. Las escasas -o nulas- precipitaciones que caen sobre el desierto de Atacama han beneficiado la conservación de estos importantes filones geológicos. Pero también ha servido mucho a la ciencia aeroespacial. Desde que se ha confirmado la tremenda sequedad que tienen algunos sectores del desierto, la NASA se ha dedicado a buscar vida microscópica y a testar prototipos de robots que, como el Spirit o el Opportunity, serán enviados a Marte. Pero, ¿a qué se debe semejante aridez? El desierto de Atacama se encuentra encajonado entre los volcanes de la costa y la cordillera de los Andes, situándose el sector más árido entre la cordillera de Domeyko y dichos volcanes costeros. Cuando la corriente fría de Humboldt llega a la costa del Pacífico, el aire caliente y seco de los trópicos se condensa sin posibilidad de ascender por encima de las cumbres costeras. La lluvia queda por lo tanto atrapada. Y por el Este, es la enorme cordillera de los Andes la que retiene la humedad procedente de la cuenca amazónica, cuya agua llega de forma muy marginal hasta el Salar de Atacama.


Dallas y las ciencias de la naturaleza

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El pasado mes de diciembre Dallas inauguró el Perot Museum Of Nature and Science que, según sus creadores, ha sido creado con el fin de “inspirar a la gente a través de la naturaleza y la ciencia”. De este modo, los protagonistas de este espacio son los dinosaurios, los fenómenos de la naturaleza, el cuerpo humano y los misterios del Universo.

Este nuevo museo cuenta con más de 16.000 metros cuadrados repartidos en cinco plantas y 11 salas de exposiciones, así como un cine multimedia 3D digital en el que se exhibirá en primicia las películas de NatGeo –de National  Geographic- durante, al menos, tres años.

Todas las instalaciones de este museo están equipadas con las últimas tecnologías, lo que facilita el aprendizaje a través de la interacción de los visitantes, ya sea mediante cámaras de grabación de muy alta velocidad, un laboratorio de animación 3D, un estudio de sonido,  viajes virtuales al centro de la tierra y muchos más.

Por otra parte, el edificio que alberga el museo es un gran cubo flotante sobre una base ajardinada cuyo objetivo es atraer la atención de los ciudadanos sobre la ciencia a través de un entorno envolvente e interactivo que reproduce la naturaleza de la región con materiales y plantas endémicos. 

El precio de la entrada es de 15 dólares por adulto (18-64 años) y de 12 dólares para estudiantes (12-17 años) y seniors (más de 65 años).


El dorado norte de California

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Napa es uno de los muchos lugares privilegiados de la California del Norte, un mundo que sabe conciliar el silicio y la secuoya, la última tecnología y unos árboles nacidos hace más de un milenio. Para tramar un viaje por esa zona norteña, pongamos desde Napa, al norte de la bahía de San Francisco, hasta Monterey y el Big Sur no faltan metas y acicates que van desde lo más natural a lo sofisticado. Pero por algo comenzamos en un valle como el de Napa, que cuando fue recorrido por Stevenson en 1880 ya apuntaba las maneras gloriosas que ha acabado teniendo. “Un viñedo californiano, una de las avanzadas del hombre en el desierto…”, escribía el autor de Los colonos de Silverado, el relato que ambientó en una zona donde la naturaleza no se privaba de serpientes cascabel, pero que empezaba a dar –y el ejemplo eran los viñedos de los señores Schram y M’Eckron– unos caldos que el escritor escocés clavó al definirlos como “poesía embotellada”.  

Tras atravesar la bahía de San Francisco por el gran puente de Oakland, y luego la parte correspondiente de la bahía de San Pablo por Vallejo, tomamos la carretera 29 que se adentra en el valle de Napa como si fuese un cuchillo en un queso semicurado. Los fines de semana, la 29 se llena de buscadores de vinos, algunos tan ansiosos como los que buscaban oro en la Sierra Nevada californiana a mediados del XIX. Los buscadores de vino pueden pararse en alguna de las cuatrocientas bodegas de Napa. Tiene algo de procesión, o una búsqueda del nuevo Grial que puede estar en unas uvas syrah, o quizás en las zinfandel, la recia variedad que vino desde la Apulia italiana. La gente tiene ganas de saber de vinos, y de saber el sabor del vino de California. Nada más aparcar en una de las bodegas que van jalonando la carretera, uno se puede enrolar en una cata. Es lo trendy, lo que se lleva, y está en consonancia con lo que pide el cuerpo ahíto de trabajo y competencia en San Francisco o en el Silicon Valley. El nuevo californiano, que se ha sofisticado con el tiempo, se sienta en un taburete ante un mostrador de buena madera para mover el cáliz donde reverberan los tonos pajizos del muscat o los cardenalicios de un cabernet. El cubo que ponen para escupir no es de mala educación sino muy conveniente para seguir viaje sin hacer eses, aunque lo mejor es contar con una pareja, o un samaritano, que conduzca y no beba.

Botella o botellón

Otras veces la gente viene a cargar cajas de vino envasado en los más variados recipientes. Aparte de la botella normal, la de 750 ml., hay quien no resiste comprar una Magnum, que tiene el doble de contenido, por no ir directamente a una Imperial de seis litros, o a un botellón Goliath-Primat de 27 litros. Esto es California, y la California norteña además, donde no existe la palabra pequeño ni para el café.

Seguimos circulando por el norte de California, una especie de país aparte dentro del Estado más poblado de los Estados Unidos y el tercero en extensión. Dentro de los varios y amplios condados tiene zonas tan inolvidables como la bahía de San Francisco, la que mereció el inmortal blues de Tony Bennett, el que ahí se dejó el corazón. Una tierra y un mar desbordantes por sus magnitudes y por su carácter capaz de sublimar los contrastes. Puede haber terremotos, como serpientes en el paraíso, pero California, y más la boreal, parece dispuesta a recibir periódicamente una lluvia de oro. Eso fue lo que sucedió en Coloma, a 58 kilómetros al nordeste de Sacramento, la capital californiana, dentro de un condado que naturalmente se llama El Dorado. El 24 de enero de 1848, James W. Marshall encontró una pepita en el molino Sutter’s Mill. Explotó la fiebre del oro y San Francisco pasó de tener 200 habitantes en 1846 a 36.000 en 1852. Había tanto oro en California que los buscadores –los nuevos argonautas, tal fue su nombre más noble– no se arredraban ante viajes de medio año rodeando Suramérica y doblando el Cabo de Hornos. Eso si no querían afrontar la malaria del istmo de Panamá o las asperezas del California Trail. 

Eureka, que significa “lo he encontrado”, es el lema oficial del Estado de California, aparte del nombre de una ciudad norteña ya casi en Oregón. Eureka, pues, aunque eso se podría aplicar mejor últimamente al Silicon Valley, el que tiene el corazón latiendo en Mountain View, en pleno valle de Santa Clara, donde tienen su asiento empresas del perfil de Google o Facebook. El punto com se hizo punto y aparte en el norte de California y sigue brillando. Al mismo tiempo, tanta cibernética no impide que en las afueras de la ciudad de Mountain View disfruten de un lago de agua salada, de siete millas de pistas para hacer jogging y de un parque donde los ánsares y los pelícanos no temen al hombre. También está ubicado en Mountain View el Ames, un centro de investigación de la NASA puntero en tecnología de la información, astrobiología y aeronáutica. El profano agradece el museo que tienen allí, dotado de una roca lunar; la nave espacial Mercurio y abundantes trajes espaciales: nunca se sabe si hay que tomar medidas para el futuro.

Catedrales de madera

Pero uno es mucho de bosque y para eso el norte de California abunda en reservas donde crecen los mayores árboles del mundo. Con las secuoyas no hay subterfugios ni rebajas. El General Sherman del Giant Forest, con sus 83,8 metros de altura y dos mil años de antigüedad, no solo merece respeto botánico. Es una catedral de madera, un viejo eje del mundo, uno al menos lo ve así. El hombre, aunque haya leído a Nietzsche, por fuerza ha de sentirse enano ante una sequoya sempervirens, siempre viva, ahí es nada. Un árbol que no se inmuta por la tormenta y que repele el fuego con su rojiza corteza que alcanza un espesor de 15 a 30 centímetros, y con un alto contenido de ácido tánico, lo cual ahuyenta a los insectos y a los hongos. Parece el árbol destinado a la inmortalidad, aunque a veces la arrogancia babélica de las secuoyas cae por su peso. Sus raíces no siempre sostienen tanto porte.

Paseando entre los redwoods del parque Henry Cowell de Santa Cruz hay que felicitarse porque este ilustre maderero no acabase con todo el bosque circundante. Cuando murió en 1903 su riqueza ya había llegado a los tres millones de dólares. Luego vino el terremoto de 1906 y sus herederos perdieron la mitad de esa cifra, pero esa es otra historia. Cowell supo ver como nadie que la verdadera fortuna de California consistía en el sequoia gold. En plena fiebre del oro, lo que se necesitaba era más madera para casas, traviesas del tren, vallas y muebles. En 1860 los caballos tiraban cada día de cuarenta vagones de troncos desde los montes de Santa Cruz hasta la costa. Por fortuna, Cowell, que también poseía minas y hornos de cal, dejó bosques sin arrasar en Santa Cruz, y se le recuerda con respeto, aunque no llegue a la veneración que California dedica al naturalista Charles Henry Muir, un profeta de la ecología en cuyo honor se bautizó el Muir Woods, otro Parque Nacional lleno de secuoyas entre lomas, próximo a San Francisco.

Una mañana en el Henry Cowell los niños de un colegio siguen a la maestra agarrados de una cuerda para no perderse. Caminan entre temerosos y maravillados, como si estuviesen viviendo el cuento de Pulgarcito bajo los árboles más altos del planeta. Unos visitantes suecos tratan de ver si se pueden meter dentro del tronco de una secuoya gateando un poco. Es posible. Dentro de la secuoya, cuando tus ojos se acostumbran a la oscuridad, te parece estar dentro de una capilla gótica de techo interminable, donde la vida respira por todos los poros. Varios redwoods en Cowell tienen entre 1.400 y 1.800 años, y eso es más que varias reencarnaciones humanas. Es un tipo de secuoya que puede hacer brotar nuevos árboles de sus raíces, con lo que a veces se producen colosales trinidades arbóreas. Uno de los árboles de Cowell mide noventa metros, casi como la Estatua de la Libertad de Nueva York incluyendo la antorcha. Su semilla, tan grande como un copo de avena, vino de una sencilla piña.

El tiempo, el que se mide en los anillos de la secuoya, es el gran hacedor de los bosques de California. Respecto al tiempo atmosférico, resulta especial en bosques como los de Santa Cruz, lamidos por las nieblas que vienen del cercano océano. Cuando en 1846 John Charles Frémont exploró esta parte de California acampó dentro de una secuoya del parque Henry Cowell. Frémont dejó correr la leyenda de que en su tronco cabía una tienda del ejército. Lo cierto es que en los huecos de algunos troncos se podría dormir perfectamente. Mientras en un bosque así no faltan sombras móviles: ciervos, ardillas grises nativas y ardillas rojas introducidas. Los pájaros carpinteros guardan bellotas en las copas de los árboles mientras los arrendajos entierran bellotas en el suelo. Al pie de las secuoyas suele formarse una pradera con una especie de tréboles que, cuando les da el sol, se cierran como paraguas. Hay quien busca tréboles de cuatro hojas, pero Cowell no es Las Vegas. Si acaso el caminante encuentra la sorpresa de las secuoyas de hojas albinas. Es por la falta de clorofila, y sobreviven por compartir un sistema de raíces con un árbol de hojas verdes.

Las misiones españolas

Si uno quiere historia, eso lleva enseguida a tiempos y personajes españoles. El franciscano mallorquín Junípero Serra, con un asma crónica y una pierna ulcerada, fue capaz de cumplir su sueño de ir poblando de misiones la Alta California a partir de 1769. Al final quedó una cadena de 21 misiones que son otras tantas marcas históricas de California, desde San Diego en el sur hasta la más norteña, la de San Francisco de Solano, cerca de la misión de San Francisco de Asís donde hoy está la metrópoli del Golden Gate. El Camino Real iba enlazando las misiones con gran tino topográfico. El 23 de agosto de 1784, Cañizares, el comandante de la fragata española anclada en Monterey, envió el médico de a bordo para que aplicara a Serra hierros candentes “para menguar la opresión en el pecho”. Fray Junípero moría cinco días después, el 28 de agosto, a los 71 años, y su sucesor, el alavés Fermín Lasuén, fue quien completó el rosario de misiones, joyas de la arquitectura hispana del XVIII.

Entre todas destaca, sin duda, San Carlos Borromeo del río Carmelo. Serra fue quien eligió el sitio de esa misión algo apartada de la espléndida bahía de Monterey, adonde llegó en junio de 1770. Prefirió alejarse del Presidio que allí habían puesto los militares españoles, y el 24 de agosto de 1771 inauguró una nueva misión, la de San Carlos Borromeo, en un lugar ameno y aireado, cerca de la desembocadura del río Carmelo, donde hoy se ubica Carmel-by-the-Sea, la más famosa ciudad costera del norte de California. No menos de cuatro mil indios fueron bautizados en Carmel desde 1770 a 1836 y hasta 927 indios llegaron a vivir en la misión. Serra está enterrado en un anexo a la iglesia, en un sepulcro de mármol, mientras en el patio hay un cementerio con tumbas, adornadas con orejas de mar, de 200 indios y españoles, entre ellos el gobernador José Romeo y el comandante Hermenegildo Sal.

Una mañana de domingo la iglesia de la misión cierra al público por haber sido alquilada a unos filipinos que van a celebrar una boda. En el museo aledaño se ven piezas de mobiliario del XVIII y la celda espartana de Fray Junípero. Todo un contraste con Carmel-by-the-Sea, la villa que tuvo un alcalde tan elegante como Clint Eastwood desde 1986 a 1990. Crisis o menos, las casas de Carmel pueden valer varios millones de dólares y esquivan con su arquitectura las ramas de los árboles, que son lo más sagrado del lugar. Tampoco las tiendas y galerías de arte del pueblo son aptas para carteras débiles.

Motos y cerveza

Queriendo se puede ir a ver una misión más recóndita, como la de San Juan Bautista, entre Salinas y Fresno. El silencio del crepúsculo lo rompen los rugidos de las Harley Davidson. Las motos aparcan junto al Mom and Pop’s Saloon, el bar que parece más animado del pueblo. Si pides un café, la camarera no solo no te mira mal sino que te invita. ¿A quién se le ocurre no tomarse una cerveza en un sitio así? Un gran árbol pimentero da sombra a una Calle Mayor llena de anticuarios, con una panadería con un horno de los años 30. Es como si el tiempo estuviese amasado con la sobria dulzura de un cookie de cacahuete. Respecto a la misión, fue fundada el 24 de junio de 1797, y su iglesia es la única de su tipo que tiene tres naves. De sus nueve campanas sobreviven tres y tocan de Pascuas a Ramos. Aparte de paz y buenos alimentos, en San Juan presumen de un “huerto español” y un establo con antiguos carruajes. El hotel de la Spanish Plaza pone en su gran balcón corrido la bandera española, la mexicana y la norteamericana, no así la del oso, que es la de California.

Los montes de la cordillera Gabilan (sic) guardan el valle de San Juan Bautista, y sus ritmos que parecen arrancados de una historia del Zorro. Sin embargo, no estamos lejos de Monterey y de su poderosa bahía. Monterey tuvo una notable industria conservera; tanto, que consiguió extinguir las sardinas ya en los años 30 del pasado siglo. Las fábricas, algunas regidas por italianos y japoneses, no paraban de enlatar ni de día ni de noche en la zona de Cannery Row. Hoy eso sobrevive como lugar turístico y como evocación de una novela de Steinbeck que cuenta la otra cara de los lomos suculentos de las sardinas. Han puesto un monumento a los escafandristas de Monterey, y otro que recuerda a los balleneros portugueses, activos en la zona en 1850. Pero sin olvidar que Monterey fue la capital de la California española y mexicana desde 1777 a 1846, cuando fue incorporada a los Estados Unidos. Recuerdos que se pueden revivir en el Presidio, donde se acuartelaba la guarnición de Monterey.

El Monterey de hoy es para dar grandes paseos a la vera del mar. Llegando a Lovers Point parecen amigables unas gaviotas grandes como gallos, de picos amarillos y ojos inquisitivos, que andan por el césped no lejos de unas ardillas impávidas, mientras el mar bate tranquilo. Siguiendo un poco más por la costa se llega a la Reserva del Faro y a la parte más salvaje, la de Asilomar, donde las dunas de arena se adueñan de la ribera marina. En la bajamar quedan pozas de color lapislázuli. Hay carteles que avisan sobre la posible existencia de leones (pumas), aunque uno tiene eso por difícil a diferencia de avistar leones marinos.

Vanguardista San Francisco

Pero, evidentemente, la perla del norte de California no es otra que San Francisco, y su collar que es la bahía. La ciudad ya no venera el Flower Power como en los años 60, pero no pierde comba de lo que se llevará mañana en el mundo. Hasta poco antes de su muerte, Steve Jobs, el número uno de la compañía Apple, iba al restaurante Flour+Water de Mission, la zona superlatina de la ciudad, y a veces ni él conseguía una reserva. Muchos aún se derriten por los Giants cuando juegan en su nuevo estadio. Galerías de arte, librerías, teatros y cines tampoco han de faltar en una ciudad trepidante, con calles tan empinadas que algunas, como Lombard, parecen querer estrangularse con sus curvas. Si eso agobia, o el relente típico de la ciudad, se pasan sus largos puentes rojos para recuperar el silencio de bosques y montes, lagos y cascadas. Todo eso y más encierra la imponencia del Parque Nacional Yosemite. Pero simplemente al otro lado de la bahía florece el discreto encanto de Sausalito, donde uno amarra un yate, o se compra un helado, o ve un cuadro, según el tiempo y la cartera. Jack London y William Randolph Hearst, el magnate de la prensa, vivieron temporadas en ese pueblo de lomas verdes, desde donde San Francisco parece una ciudad demasiado vasta y frenética. 

Sin embargo, algo que no falla visitando el Wharf, el puerto pesquero de San Francisco, es una sopa de almejas en un plato de pan ácido (sourdough loaf), que luego te puedes comer si todavía te queda hambre. O los cangrejos Dungeness, grandes como centollos, que venden cocidos en los diversos puestos. Así se cogen fuerzas para ir a los jardines de la isla de Alcatraz, o para coger una tortícolis en pleno cogollo financiero alzando la mirada a la Pirámide Transamerica, el rascacielos más alto de San Francisco con sus 260 metros. Un monumento de los nuevos faraones de las finanzas junto al que han puesto un pequeño jardín de secuoyas, tal vez con la intención oculta de señalar quién es el ganador en esta parte de California.

Denominaciones de origen resonantes y la nueva bodega de Francis Ford Coppola

No todo el vino del valle de Napa es igual. Hay quince sub-denominaciones y a uno le gusta recorrer algunas de ellas sobre todo por lo resonante de sus nombres. El vino hecho con Chiles Valley tiene un alto grado de alcohol y pega lo suyo; el Carneros nace en suelos finos y con ligeras nieblas, idóneos para cultivar chardonnay y pinot noir, pura fruta y equilibrio, mientras el Diamond Mountain, con su suelo tan poroso y soleado, resulta ideal para cabernet. Napa es un territorio donde la gente disfruta del vino, de la belleza de los parajes y de las nuevas palabras. Además, la gente no solo compra y cata, también hace picnics en bodegas, como la Satui, que tienen aire de caseríos del País Vasco. El director de cine Francis Ford Coppola tiene bodega en Napa desde 1975. Acaba de comprarse otra en el condado de Sonoma, y no se trata de un viñedo al uso sino del que perteneció a Gustave Niebaum, un capitán de barco finlandés que llegó a convertirse en el comerciante de pieles del Ártico más rico a mediados del XIX. Mucho del dinero de sus focas y zorros acabó en una bodega californiana que se integró en la gran finca Inglenook, y que ahora ha ido a parar al imperio de Coppola. He ahí un hombre feliz, uno que no es nacionalista ni de Napa ni de Sonoma, y que lo mismo ama las uvas malbec de Argentina que las feteasca negrea de Rumanía. Y que no solo sabe de seres de celuloide sino del nuevo ser humano: “La gente que pone el énfasis en cosas reales: vino, comida, familia y amigos”.


Desierto de Atacama, entre el cielo y el infierno

Cómo llegar

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Dicen que quien pisa su suelo acaba por hermanarse con el inhóspito pero bellísimo paisaje de Atacama. Da igual que la estancia dure meses o apenas los cuatro días que suelen permanecer de media los viajeros. Llegará un momento en que la visión del casi omnipresente y majestuoso volcán Licancábur se hará tan necesaria que lo extrañará durante largo tiempo una vez se haya abandonado esta parte del norte de Chile. Aunque no es lo único que dicen aquellos que un día decidieron olvidarse de la ciudad e inaugurar dirección postal aquí. Hay también quien afirma que el litio presente en el Salar de Atacama –donde se encuentra el 45 por ciento de las reservas mundiales en salmuera de este mineral– afecta al ánimo, como si de algún modo los habitantes e incluso los que llegan de visita se beneficiaran de las propiedades que propician su uso en tratamientos terapéuticos de determinados trastornos psicológicos.

Aunque al viajero que aterriza en el aeropuerto de Calama, situado a 2.432 metros de altitud, lo más seguro es que lo primero que le afecte no sean las emociones telúricas que proporciona este espectacular desierto sino la puna, el soroche, el mal de altura. Mareos, cefaleas, náuseas, falta de apetito, insomnio y agotamiento son algunos de los síntomas que se pueden sufrir mientras el cuerpo se aclimata a la altitud. Beber mucha agua y evitar el alcohol es el principal remedio para evitar el apunamiento, como repiten sin descanso los guías que reciben a los viajeros. Un consejo a tener en cuenta durante toda la estancia, ya que los principales enclaves de interés se reparten desde los 2.400 hasta los 4.200 metros de altitud. Sin olvidar las cotas aún más elevadas de algunas de sus cumbres, objetivos reservados a viajeros curtidos en la alta montaña.

La altura, paso a paso

Atacama, por lo tanto, descubre sus tesoros peldaño a peldaño. Las diversas excursiones se programan para que cada día se vayan superando paulatinamente las sucesivas cotas de altura, a razón de mil metros por día. Un favor no solo para el cuerpo sino también para la mente, ya que de ese modo se perciben mejor las diferencias biológicas y geológicas de sus paisajes. Porque, aunque no lo parezca, en esta parte del desierto atacameño no todos los gatos son pardos. Dunas de arena, curiosas formaciones rocosas, salares, oasis, quebradas, lagunas de alta montaña, géiseres y llanuras altiplánicas donde crece la paja brava y pastorean las vicuñas –las primas asilvestradas de las llamas– asoman en su más que rico menú de postales. La vida resiste aquí gracias a que el desierto absoluto, el que le ha dado la fama a Atacama de ser el más árido del mundo, comienza al otro lado de la cordillera de Domeyko. Más allá de esta barrera geológica hay rincones que no percibieron una gota de lluvia durante la friolera de 400 años seguidos. Aunque tampoco se ve demasiada en esta otra parte del desierto. Los habitantes de San Pedro de Atacama no le piden cuentas al cielo. Saben que de él no caerá mucho más de 10 milímetros de agua por metro cuadrado al año. Más bien miran hacia la cordillera de los Andes, de donde proceden los pocos ríos y los cauces subterráneos que han permitido que la vida se haya asentado a pesar de las escasas precipitaciones.

San Pedro, la población más importante por estos lares después de Calama, es austera, como todo lo que la rodea. Modelada a base de adobe y maderas de algarrobo, sus aires de modesta parada comercial fronteriza –se encuentra a tiro de piedra de los pasos que conducen a Bolivia y Argentina– no han desaparecido a pesar de haber quintuplicado su población en la última década, llegando ya a los diez mil habitantes, según el censo de este año. Las calles polvorientas continúan sin asfaltar, aunque, cosas de la vida, no hay posibilidad de perderse por ellas gracias a los carteles indicativos que patrocina una conocida compañía de telefonía.

Pueblo sin baile

Su aire de campamento base se acentúa gracias a la presencia de más de una docena de empresas turísticas que ofrecen excursiones por la zona y algún que otro comercio especializado en equipamiento de montaña. La mayoría de estos establecimientos se sitúan en la calle Caracoles, su vía principal, donde al declinar la tarde los turistas comienzan a discurrir abajo y arriba buscando dónde cenar, tomar un té de coca o disfrutar de una cerveza. En el patio del restaurante Plaza, situado junto a la sencilla pero hermosa iglesia de la localidad, se quedan aquellos sedientos de una copa, ya que es el único local con licencia para servir bebidas alcohólicas a secas, es decir, sin que el cliente tenga además que ordenar comida. Y los que quieren bailar o escuchar música en vivo, directamente se van del pueblo. Sin locales con licencia de cabaret a los que acudir –suena antiguo, pero éste es el permiso que permite en Chile abrir locales nocturnos destinados al baile o los conciertos–, la noche sampedrina se ha vuelto ilícita, como si de una rave clandestina se tratara, y cada fin de semana busca escondrijo entre los tamarugos que pueblan el paraje conocido como El Tambillo o por los ayllus que rodean San Pedro.

Llamados por la fama creciente de sus paisajes, cada año llegan hasta aquí alrededor de 60.000 viajeros, algunos de los cuales deciden romper el billete de vuelta y no volver a hacer la maleta durante un tiempo. Sin embargo, fueron los votos religiosos y no el turismo lo que condujo hace más de 50 años al jesuita belga Gustavo Le Paige hasta San Pedro. Lo que con toda seguridad parecía que iba a ser su destino menos atractivo se convirtió pronto en pasión. Sus esfuerzos por rescatar la historia del pueblo atacameño se exponen en el museo que lleva su nombre, una visita muy recomendable que permite observar gran parte de los hallazgos arqueológicos realizados por el jesuita durante más de tres décadas. Aquella fructífera labor de recuperación se debió en gran parte a la sequedad de Atacama, que preservó durante siglos –e incluso milenios– el buen estado de los yacimientos. Las escasas precipitaciones son también las causantes de que cerca de Calama, en Chuquicamata, se encuentre la mayor mina de cobre a cielo abierto del planeta. La falta de agua permitió que el cobre no se disolviera y que los depósitos quedasen intactos. Trabajada ya en tiempos de los incas, Chuquicamata entró en la era industrial a principios del siglo XX de la mano de los Guggenheim, unas pocas décadas después de que los nitratos de potasio chilenos comenzaran a llegar a Europa. Ahora al cobre se le ha unido un nuevo maná, el litio, cuya alta concentración es debida –cómo no– a la ausencia de lluvias. 

Ocaso inolvidable

La mina de Chuquicamata está abierta a las visitas, al igual que determinados sectores del Salar de Atacama, aunque en éste no hay que ir a buscar las explotaciones del litio sino las espectaculares lagunas que dan cobijo a flamencos y otras aves migratorias. Los visitantes acuden a la bellísima Laguna Cejar a fotografiarse con el Licancábur de fondo para después darse un baño en la vecina Piedra, donde los cuerpos flotan debido a la alta concentración salina. La otra parada obligada en este enorme salar de 3.200 kilómetros cuadrados es la laguna Chaxa, a la que es mejor acudir al atardecer, cuando el sol, que va camino de ocultarse tras la cordillera de Domeyko, va coloreando las cumbres de Los Andes de tonos naranjas, rojizos, rosados e incluso púrpuras. Difícil será que la retina olvide este espectacular ocaso. Como tampoco el perfil del Llullaillaco, el cuarto volcán más elevado del planeta gracias a sus 6.739 metros de altitud, que termina para siempre grabado en la memoria del viajero una vez éste conoce que la cumbre que está viendo sin ayuda alguna se encuentra nada menos que a 300 kilómetros de distancia del salar.

La extrema limpieza del aire de Atacama, causada por la altitud y la baja humedad, no sólo permite disfrutar de paisajes cristalinos, atardeceres soberbios y hasta casi visión de halcón sino que a la noche descubre un firmamento pleno de joyas celestes. Tan claro y limpio es su cielo que la primavera que viene se inaugurará oficialmente ALMA (Account Large Milimeter Array), el más potente telescopio para observar el universo frío, con longitudes de onda que alcanzan desde el gas molecular al Big Bang, y que contará con 66 antenas de alta precisión ubicadas en el Llano de Chajnantor, a 5.000 metros de altitud. Este relevante proyecto internacional se acercará al público a través de visitas guiadas dentro de poco más de un año. Mientras tanto, el observatorio del Hotel de Larache es la mejor opción para asomarse al cielo limpio de Atacama y conocer los misterios del universo.

Con la llegada del amanecer, la belleza de la noche atacameña da paso de nuevo a los escenarios mayúsculos que aguardan a pocos kilómetros de San Pedro. De camino a ellos se suceden instantáneas en apariencia humildes, aunque resistentes al olvido: las kilométricas rectas que bordean el salar, el pasto amarillento que forma la grama salada sobre la llanura de sal y arcilla, pequeños grupos de vicuñas pastando en la lejanía y pueblecillos como Toconao o Socaire luciendo campo de fútbol de césped sintético recién donado por alguna compañía minera. Y siempre, como un telón de fondo que quisiera captar todo el protagonismo, la soberbia cordillera de los Andes, con su ejército de volcanes acompañando a Licancábur, como Láscar, Juriques, Aguas Calientes y Putana, fácilmente reconocible por la visible actividad fumarólica de su cumbre. No es la única señal de vulcanismo en la zona. Ni la más famosa. A los géiseres del Tatio, situados a más de 4.200 metros de altitud, llegan cada madrugada cientos de viajeros a la espera del inmediato momento en que la luz del amanecer permita ver decenas de columnas de vapor subiendo hacia el cielo. Es la diferencia de temperatura –80 grados frente a los varios bajo cero del exterior– la que las crea, remarcando así la tenebrosidad de este paisaje de géiseres, fumarolas y termas a caballo entre el infierno y el purgatorio.

La cordillera de la sal

El trío de ases atacameños se completa con la contundente belleza de las lagunas altiplánicas de Miñiques, Miscanti y Tuyajto –una excursión apta para todos los viajeros pues se llega hasta ellas en vehículos– y el Valle de la Luna, con su famosa Duna Mayor, privilegiado mirador sobre los ocasos de Atacama. Este visitadísimo valle cuyas crestas, hondonadas y salientes parecen espolvoreados de azúcar glas, forma parte de la cordillera de la Sal. Formada por una sucesión de cerros que asemejasen un acordeón, la mejor forma de descubrirla es desde el mirador de Cari, donde se encuentra la Piedra del Coyote, seguramente el saliente rocoso más fotografiado del país pues no hay viajero que no sufra de vértigo que renuncie a retratarse en él. Aunque a este mirador se suele acudir el primer día, si la agenda de excursiones y actividades lo permite conviene volver la última tarde, cuando tanto la cabeza como el cuerpo se han hecho definitivamente a Atacama. Con las preguntas ya contestadas, los caminos recorridos y las cotas superadas, es el momento de disfrutar una última vez de la belleza casi onírica del desierto y de las majestuosas cumbres de los Andes. Absorber toda la energía posible que envíe la Pachamama, la Madre Tierra, no vaya a ser que cuando el viajero vuelva a sus cotidianeidades le dé por preguntarse si fue verdad que estuvo allí. 

Un gran simulador para los robots de Marte

Las mayores cantidades de cobre, litio y nitratos de potasio del mundo se encuentran en esta parte del planeta. Las escasas -o nulas- precipitaciones que caen sobre el desierto de Atacama han beneficiado la conservación de estos importantes filones geológicos. Pero también ha servido mucho a la ciencia aeroespacial. Desde que se ha confirmado la tremenda sequedad que tienen algunos sectores del desierto, la NASA se ha dedicado a buscar vida microscópica y a testar prototipos de robots que, como el Spirit o el Opportunity, serán enviados a Marte. Pero, ¿a qué se debe semejante aridez? El desierto de Atacama se encuentra encajonado entre los volcanes de la costa y la cordillera de los Andes, situándose el sector más árido entre la cordillera de Domeyko y dichos volcanes costeros. Cuando la corriente fría de Humboldt llega a la costa del Pacífico, el aire caliente y seco de los trópicos se condensa sin posibilidad de ascender por encima de las cumbres costeras. La lluvia queda por lo tanto atrapada. Y por el Este, es la enorme cordillera de los Andes la que retiene la humedad procedente de la cuenca amazónica, cuya agua llega de forma muy marginal hasta el Salar de Atacama.


La Senda de los Dos Ríos por el Cañón del Duratón

Cómo llegar

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El Parque Natural de las Hoces del Duratón merece varias jornadas para deleitarse con su impresionante flora, su rica fauna y las majestuosas aguas de sus ríos Duratón y Castilla, que discurren a lo largo de sus más de 5.000 hectáreas de extensión. Este oasis en plenas tierras castellanas fue declarado, por Ley de las Cortes de Castilla y León, Parque Natural en el año 1989 para preservar todos sus tesoros. Una magnífica forma de tomar contacto con el parque es recorrer la Senda de los Dos Ríos, una ruta circular de casi seis kilómetros de longitud que discurre por unos impresionantes parajes. Pero antes hay que perderse por Sepúlveda, una magnífica villa de tierras castellanas cuajada de historia y de gente cercana y acogedora. Merecidamente, Sepúlveda fue declarada Conjunto Histórico Artístico a mediados del siglo pasado.

Sepúlveda medieval

Un inmejorable punto de partida para recorrer la localidad segoviana de Sepúlveda es la Plaza de España, que constituye el lugar de encuentro de sepulvedanos y forasteros. En esta emblemática plaza, de corte rectangular y parcialmente porticada, se celebraban, desde el año 1600 hasta casi finales del siglo pasado, ferias, corridas de toros, bailes y mercados. En sus orígenes se encontraba fuera de los muros, y en el siglo XVII, adosada a los muros del castillo, se construyó una magnífica casona coronada por un gran reloj que marca el ritmo de la villa.

En la plaza, desde donde se contemplan los torreones del castillo, se puede disfrutar del tradicional tapeo, de una reconocida gastronomía a base de cordero lechal asado y sopa castellana o comprar unos dulces en las antiguas pastelerías cuajadas de exquisiteces. Muy cerca de la plaza está la iglesia de San Bartolomé, románica del siglo XI; y a partir de aquí el camino natural es adentrarse en la villa por la puerta románica con arco de medio punto, conocida como el Ecce-Homo o Arco del Azogue.

Nada más cruzar los muros a través del arco, las calles de Sepúlveda nos transportan a la Edad Media. Cada rincón llama la atención: la travesía de los Caballeros Pardos, el Palacio de Sepúlveda, la Casa del Moro con su imponente fachada plateresca, correderas y travesías decoradas con sabor castellano, casonas que delatan la antigua riqueza de la villa. En el camino nos topamos con la iglesia de los Santos Justo y Pastor, convertida en el Museo de los Fueros, con una cripta muy interesante e importantes esculturas. No muy lejos, en el barrio de San Millán, está el Postiguillo, una parte de la muralla estupendamente conservada, de construcción árabe y visigótica.

Otra iglesia románica que conviene inspeccionar en Sepúlveda es la del Salvador, que cuenta con una magnífica galería porticada. Subiendo por la calle de los Santos Justo y Pastor, y casi sin darnos cuenta, se llega a Nuestra Señora de la Peña, del siglo XII, una joya del románico que esconde un maravilloso retablo barroco, del siglo XVIII, y una talla de la Virgen de la Peña.

Tras la iglesia está el mirador, ubicado sobre una de las hoces más impresionantes del Duratón. Del observatorio sale una pequeña senda, con una bajada muy pronunciada, que conduce hasta el sensacional cabo, desde el que se divisa una postal bellísima de Sepúlveda. Pero lo más impresionante del macizo es, si no se tiene vértigo, los secretos que guarda en su fondo. El río que forma un profundo meandro encajado en la roca, la arboleda, caballos, cortados, nidos de polluelos en las paredes y los buitres leonados sobrevolando majestuosos, se muestran en todo su esplendor. 

Los puentes de los dos ríos

Desde el Mirador de la Virgen de la Peña bajamos hasta la punta del cabo. La panorámica que ofrece es inigualable. Desde este macizo se ve en todo su esplendor la villa, sus casonas, sus ruinas, sus murallas, sus iglesias con sus torres románicas, la vegetación, y un cielo tan limpio que llama la atención. Si miramos hacia abajo, a las profundidades del cañón, llaman la atención las paredes cuajadas de recovecos donde las aves hacen sus nidos. Más abajo, la potencia del río y toda la vida que se despliega en su cauce. El contraste de color, rojo y ocre en las paredes, amarillo y verde en los árboles y musgo, azulados en el agua, es magnífico. 

El impresionante cabo de la Virgen de la Peña es el punto de partida para recorrer la Senda de los Dos Ríos. A partir de aquí caminaremos por parameras, bosques de ribera y cortados, siempre acompañados por las siluetas de los buitres leonados, que nos acompañarán desde el cielo a lo largo de toda la ruta. Deshacemos el camino y subimos los riscos hasta llegar de nuevo hasta el mirador, cruzarlo, y dejando a nuestra izquierda la Casa Cuartel, tomar el camino hacia la Puerta de la Fuerza. En el camino se puede contemplar una antigua cruz de piedra del viacrucis de Sepúlveda, que, siguiendo por el camino que sale a la izquierda, lleva hasta el cementerio.

Continuando el recorrido, el Cañón del Duratón aparece en todo su esplendor, con sus impresionantes rocas que se formaron en el cretácico superior hace 60 millones de años, aderezados por el aroma a espliego, tomillo y mejorana que rezuma en esta parte alta del páramo. A la derecha llegamos a la simbólica Puerta de la Fuerza, una de las entradas de la muralla medieval, construida en el siglo XI para cerrar la ciudad. La cruzamos para bajar al río por la calzada romana, con una intensa pendiente en forma de zigzag, para lo que hacen falta unas piernas fuertes. En la última parte de la bajada se ven muchas buitreras encajadas en los huecos de las paredes del cañón.

Un bosque encantado

Según descendemos se va notando la humedad y la melodía del río, y empezamos a ver sauces, fresnos, chopos y alisos por los que revolotean alegres y ruidosos pinzones, ruiseñores y petirrojos. A la izquierda encontramos nuestro primer puente, el Picazos, construido sobre pilas romanas, y por el que cruzamos el Duratón. Seguimos a la izquierda para avanzar por la senda paralela al río, repleta de alisos, sauces y lúpulos. Sin duda esta zona del torrente invita a detenerse para escuchar el sonido del agua y los pájaros, como en un verdadero bosque encantado.

Un poco más adelante entramos en una inmensa chopera, donde a la izquierda está la antigua casa de la Huerta del Obispo. El camino llega hasta una gran subida por la que llegamos a la pasarela del Icona. El camino es tan estrecho que hay que avanzar pegados a la roca, y así podemos disfrutar de las especies que sobreviven en ella. Zapatitos de la virgen, ombligo de Venus, hiedra y té de roca subsisten entre los huecos de la piedra. Poco a poco descendemos hacia la orilla del Duratón, donde unos metros más adelante confluye con el río Castilla. A partir de aquí, el Duratón se hace más ancho y es contenido por la presa de la Fábrica de la Luz, donde, en silencio y con paciencia, resulta relativamente fácil observar el visón americano, el mirlo acuático, el martín pescador y el ánade real.

La silla del caballo

Desde aquí podemos ver el antiguo edificio que generaba luz a principios del siglo pasado, y al fondo divisamos la Silla del Caballo, un impresionante pliegue geológico. Por la senda de la izquierda llegamos hasta el puente de Talcano, que debió ser esplendoroso en su época, y del que quedan las pilas y un sensacional arco. Dejando el puente de Talcano a nuestra izquierda, ascendemos hasta llegar a una explanada donde, a la derecha, se observan los restos de una antigua gravera de la que se extraían las arenas que quedan debajo de las rocas calcáreas.

Aquí nos desviamos a la izquierda, por unas escaleras de piedra, para empezar a descender por la ladera. Es un lugar perfecto para detenernos a admirar la Silla del Caballo en su plenitud, así como unas magníficas vistas del río Castilla, que a partir de ahora nos acompañará hasta el final de la ruta. Bajando la ladera llegamos al puente de Palmarejos, que nos adentra en un bosque de ciruelos, chopos, sauces y aligustres. La senda nos lleva por estrechos caminos con fuerte pendiente de subida en zigzag hasta la Puerta del Castro, de la que solo queda un paredón en pie. Avanzamos por el camino sobre el cortado hasta llegar a la puerta medieval de Duruelo, una de las más importantes de la villa. Giramos a la izquierda y llegamos al antiguo pilón o abrevadero de agua, y más adelante encontramos las empinadas escaleras que nos adentran de nuevo en Sepúlveda.

FICHA TÉCNICA

Inicio: La ruta comienza en la Plaza de España, que es el centro neurálgico de la localidad de Sepúlveda.

Dificultad: Media-baja. El recorrido es bastante cómodo, con algún que otro repecho importante como el tramo en zigzag que va desde la Puerta del Castro a la de Duruelo.

Desnivel: 1.020 metros.

Distancia: La ruta es circular y tiene unos seis kilómetros de longitud.

Duración: Dependiendo del ritmo y del estado físico, entre dos y tres horas.

Épocas: La senda se puede realizar durante todo el año, salvo en las etapas de crecida del río Duratón.

Más información: Centro de Interpretación del Parque Natural de las Hoces del Duratón, en Sepúlveda. Tlf. 921 54 05 86. Oficina de Turismo de Sepúlveda. Tlf. 921 54 02 37. www.sepulveda.es


Milán, el año de Tutto Verdi

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Pianto ed amato per tutti (“Llorado y amado por todos”). Así reza la inscripción que puede leerse en la tumba de Giuseppe Verdi, una frase entresacada de una larga poesía que Gabriele d’Annunzio dedicó al insigne compositor de óperas como La Traviata, Rigoletto e Il Trovatore, que conforman su célebre trilogía popular, y de obras maestras de la madurez como Aída, Don Carlo, Otello y Falstaff.

De hecho, Giuseppe Verdi está considerado el mayor compositor de ópera de todos los tiempos, pues a estos títulos hay que añadir otros tan conocidos como Nabucco, Macbeth, Un ballo in maschera o La forza del destino. Precisamente esta última pieza está basada en la obra de teatro Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas, y la ópera se representó en Madrid con presencia de ambos autores en 1863, estreno nacional del que ahora se van a cumplir 150 años.

El sepulcro de Verdi se halla en una cripta en la Casa-Reposo para Músicos, que se halla en la Piazza Michelangelo Buonarroti de Milán. Inaugurada en 1899, es una residencia creada por el propio Verdi para albergar a los músicos caídos en la pobreza después del retiro. Para su mantenimiento, Verdi legó a la institución los derechos de autor de todas sus obras. La cripta contiene los restos mortales del compositor y de su segunda mujer, la cantante Giuseppina Strepponi. La Piazza Michelangelo Buonarroti (en honor del genial Miguel Ángel) está presidida por un monumento dedicado a otro genio, Verdi, cuyo porte parece vigilante de que su obra póstuma se cumpla como era su deseo.

Giuseppe Verdi nació un 10 de octubre de 1813 en un caserío de Roncole, pequeña aldea situada en el municipio de Busseto, próximo a Parma, y murió en Milán la madrugada del 27 de enero de 1901 víctima de un ataque de apoplejía, que había dejado paralizada la mitad derecha de su cuerpo. Fue en Milán donde Verdi desarrolló su carrera y, de hecho, falleció en el Grand Hotel Et de Milán, donde se conserva intacta la Suite 105, en la que el compositor residió desde 1872 hasta su muerte. Allí compuso sus dos últimas óperas, Otello y Falstaff, ambas estrenadas en el legendario Teatro de La Scala. Una curiosidad acerca de la veneración que los milaneses y, por extensión, los italianos sentían por Verdi es que la vía Manzoni se recubría de paja en los aledaños del hotel para amortiguar el ruido de carros y caballos a fin de no perturbar al maestro mientras agonizaba. Es más, durante el tiempo en que Verdi estuvo enfermo, dos o tres veces al día el director del Grand Hotel Et de Milan tenía que fijar notas acerca del estado de su salud en una pared cercana a la entrada del hotel.

Símbolo del risorgimento

Verdi ha pasado a la historia como uno de los símbolos de la unificación italiana. El coro de la ópera Nabucco en el que se canta Va pensiero, sullíali dorate (“Vuela, pensamiento, sobre alas doradas”) fue el himno del Risorgimento tricolor en los años más difíciles de la ocupación austriaca de los Estados italianos (1842). Hace nueve años, coincidiendo con el centenario de su muerte, Luciano Pavarotti promovió una campaña de opinión para convertir ese coro de Nabucco en el himno de Italia. En aquel momento las cinco letras de Verdi, escritas en mayúsculas por las calles de Milán, reconocieron el nacimiento del compositor patriótico a cuenta de Nabucodonosor, rey de Babilonia. Las pintadas de “¡Viva V.E.R.D.I.!” eran un mensaje en clave que significaba “¡Viva (V)ittorio (E)manuele (R)e (D)’ (I)talia!”.

Un recorrido por el Milán de Giuseppe Verdi ha de empezar por su centro espiritual, el Duomo, llamado por Mark Twain “un poema en mármol”. Pero una metáfora casi más descriptiva sería la de “erizo de mármol”, pues en su imagen exterior lo que más llama la atención del sorprendido observador son sus 135 pináculos y más de 2.400 estatuas de mármol pertenecientes a distintos periodos. En la más alta de sus agujas resplandece la célebre Madonnina (cuatro metros de altura), estatua símbolo de la ciudad, recubierta con 33 capas de pan de oro.

La Piazza del Duomo

El Duomo de Milán es la tercera iglesia de la cristiandad en tamaño, después de la Basílica de San Pedro de Roma y la Catedral de Sevilla, y su construcción, comenzada en estilo gótico en 1396, se prolongó por espacio de más de cuatro siglos hasta que Napoleón ordenó acabar su fachada en 1813, por lo que ahora también se cumplen 200 años de este hecho. Lo más impresionante de su visita es pasear por sus tejados entre un bosque de arbotantes, gárgolas y estatuas. La Piazza del Duomo representa el corazón palpitante de la Vecchia Milano (Milán es más antigua que Florencia o Venecia), de la que irradian sus arterias principales, y que es punto de encuentro o de paso para milaneses y visitantes. La plaza está presidida por una impresionante estatua ecuestre de Vittorio Emanuele II, en recuerdo del rey de Italia que el 8 de junio de 1859 acabó con la dominación austriaca entrando triunfante en Milán junto a su aliado, el rey de Francia Napoleón III.

En el medio de los largos pórticos de la plaza está la entrada de la Galleria Vittorio Emanuele II, el centro comercial más antiguo del mundo y, posiblemente, también el más elegante. Fue realizada entre 1865 y 1877 por Giuseppe Mengoni, quien, casi al final de la obra, falleció tras caerse de un andamio. Su planta en forma de cruz, que está cubierta por una impresionante estructura de hierro y cristal, alberga célebres librerías como Ricordi, sucesora de aquel mítico lugar donde se compraban originariamente las partituras; bares tan de leyenda como el antiguo Camparino, uno de los cafés preferidos de Giacomo Puccini y donde se inventó el bitter; y famosos restaurantes como el Savini, testigo de muchas celebraciones por los éxitos acaecidos en el escenario del Teatro de La Scala. Este ristorante con casi 150 años de historia (desde 1867) ofrece menús dopo Scala (después de La Scala) en los que nunca falta el clásico Risotto alla milanese.

En el octágono que se forma en el cruce de los brazos, bajo la admirable cúpula de hierro y cristal, pueden apreciarse cuatro frescos que simbolizan otros tantos continentes: Europa, África, Asia y América. Justo en el centro del suelo se reproduce el escudo de Milán y, a su alrededor, el de las tres capitales italianas a lo largo de la historia: Roma, Florencia y Turín. Justo a la altura de los genitales del toro rampante de este último existe una pequeña hondonada donde tradicionalmente el recién llegado a la ciudad ha de colocar el talón de uno de sus pies para dar una vuelta sobre sí mismo, con el fin de que traiga buena suerte. Difícil sustraerse a esta tradición, en la que posiblemente también caigan algunos de los afortunados huéspedes que se alojan en el Seven Stars Galleria, el único hotel de siete estrellas de Europa, sito en el propio centro comercial.

Al otro extremo de la Galleria Vittorio Emanuele II nos damos de bruces con la Piazza della Scala, que está cerrada en un lado por el famoso Teatro de la Scala y en otro por el Palazzo Marino, que es actualmente la sede del Ayuntamiento de Milán.

En el centro de la plaza, frente al primero y dando la espalda al segundo, se levanta el monumento a Leonardo da Vinci, que aparece rodeado por sus mayores discípulos lombardos. Leonardo vivió en la ciudad de Milán entre los años 1482 y 1499, en la que representó su etapa más fecunda artística e intelectualmente, como puede comprobarse en el Museo Leonardo de la Ciencia y de la Técnica. Pero su obra emblemática el fresco de La Última Cena se halla en el Cenáculo Vinciano, que en tiempos fue refectorio de un convento dominico anexo a la iglesia de Santa María delle Grazie. Pese a la restauración que se llevó a cabo, la pintura ha sufrido los efectos del devenir de los siglos y la humedad, pero su contemplación es uno de los hitos de cualquier viaje a Milán.

Centro artístico y económico

Llegados a este punto, conviene recordar que la Mediolanum romana vivió su Edad de Oro con la dinastía de los Sforza durante el siglo XV, convirtiéndose en uno de los grandes centros artísticos del Renacimiento gracias a su mecenazgo. El Castello Sforzesco sigue siendo el símbolo del esplendor económico que alcanzó la ciudad gracias al auge de la banca lombarda. Aquí residió Leonardo da Vinci y en la actualidad alberga varios museos, en uno de los cuales se expone la Pietá Rondanini de Miguel Ángel. La fachada del imponente castillo, en cuyo centro se levanta la genuina Torre del Filarete, tiene en los extremos otras dos torres –cilíndricas y almenadas en este caso– que están adornadas con una placa en la que puede apreciarse la culebra del escudo de armas de los Sforza, similar a la serpiente verde que figura junto a la cruz roja sobre fondo blanco de la bandera de Milán en el emblema de los automóviles Alfa Romeo.

La fuerza del destino llevó a Milán a ser el centro indiscutible del norte de Italia, no solo geográfico sino también económico. En ello, qué duda cabe, ha influido el carácter emprendedor y creativo de los milaneses, su inagotable energía y sus ganas de dar con la fórmula secreta que les conduzca a lo más alto y al triunfo internacional. De ahí deriva también su liderazgo nacional en sectores multimedia como editoriales, compañías discográficas, publicidad, informática, cadenas de televisión e incluso efectos especiales para el cine. Y es que Milán ha dejado de ser una ciudad cuyo principal buque insignia era el diseño industrial. Alrededor de su importante Parque Ferial (Fiera), allá donde Alfa Romeo tenía instalada su cadena de montaje, las fábricas han dejado paso a un recinto tecnológico, de servicios y de poder económico.

Caminando por la vía Manzoni, un caballero me indica sobre un plano de la ciudad dónde está la casa que los milaneses llaman “de los Omenoni”. El señor se ofrece a acompañarme como guía improvisado y, muy cerca de allí, detrás de la calle que lleva su nombre, me enseña primero la casa del famoso escritor romántico Alessandro Manzoni (autor de la novela Los novios, obra de culto en la literatura italiana) y luego me conduce a la minúscula y estrecha vía Omenoni, así llamada por los ocho colosales telamones (estatuas de hombres que sirven de soporte) de la fachada del palacio que fuera morada y taller de Leone Leoni, escultor imperial de Carlos I y Felipe II de España. Luego de identificarme como periodista que está elaborando un reportaje sobre la ciudad de Milán, mi cicerone lombardo dice que él es publicista y que incluso ha escrito una completa guía sobre Milano que firma con su apellido, Pellegrino. Él mismo es quien me refresca la memoria sobre una frase que anoto en mi cuaderno de viaje y que en ese momento le confieso que no recordaba: “Con el italiano se habla a los hombres; con el francés, a las mujeres, y con el español, a Dios”.

Tras retomar de nuevo el recorrido, resulta fácil observar que Milán se ha convertido hoy en el cerebro económico y el motor industrial de Italia, una circunstancia que no pasa desapercibida en el Corso Vittorio Emanuele, donde el deambular de ejecutivos y profesionales con maletín de piel y teléfono móvil en ristre resulta frenético.

La pasarela del mundo

La moda y el diseño se han convertido en su principal industria exportadora y fuente de ingresos. Cuatro veces al año la ciudad se convierte en una pasarela mundial, donde diseñadores como Armani, Versace o Ferré presentan sus colecciones para hombre y mujer. La mayoría de las tiendas de la alta costura italiana se concentran en el denominado Quadrilatero d’Oro, que conforman las vías Manzoni, Montenapoleone, della Spiga y Sant’Andrea. El refinamiento también está presente en sus galerías de arte y sus tiendas de antigüedades. Si París es la única rival de Milán para adjudicarse el título honorífico de principal capital de la moda, no se exagera cuando se compara a la ciudad lombarda con Manhattan en lo concerniente a arte contemporáneo y marchantes. Entre las galerías de arte destaca Studio Marconi, en vía Tadino, que es una de las más prestigiosas por sus propuestas y por sus fondos de catálogo. En cuanto a las antigüedades, se hace imprescindible reseñar que el último domingo de cada mes se celebra a ambos lados del Naviglio Grande el mercadillo de anticuarios más importante del norte de Italia.

Pero los que quieran disfrutar del Milán más auténtico han de encaminar sus pasos hacia los barrios de Brera y Navigli, donde se conserva todo el sabor bohemio y la verdadera esencia de la ciudad. Brera era antaño el barrio de los artistas, donde los pintores jóvenes cambiaban a menudo su último cuadro por un plato de comida.

La Pinacoteca di Brera esconde ahora algunas de las mayores obras maestras del arte italiano. Por su parte, la dársena que durante siglos fuera el puerto fluvial de Milán y los canales o naviglios Grande y Pavese enmarcan el decorado donde pueden descubrirse las vetustas casas de ringhiera o corralas, que aún acogen a artesanos y artistas. En ambas zonas se concentra la oferta más sugestiva de cafés, de trattorias y de ocio nocturno. La forza del destino, como el título en italiano de una de las óperas de Verdi, ha de conducirnos irremisiblemente a ellas.

Libiamo, libiamo neílieti calici (“Libemos, libemos de los alegres cálices”), como empieza entonando el personaje de Alfredo Germont en el brindis de La Traviata, y celebremos también a Verdi en su bicentenario con los placeres del vino y de la lírica. O como a continuación canta la descarriada Violetta Valéry: Godiam, fugace e rapido è il gaudio dellíamore; è un fior che nasce e muore, né più si può goder. Godiam! Cíinvita un fervido accento lusinghier (“Divirtámonos, fugaz y fugitivo es el gozo del amor; es una flor que nace y muere, y no puede disfrutarse más. ¡Disfrutemos! Nos invita una ferviente y halagüeña palabra”). Para terminar todos brindando a coro: Ah! Godiamo! La tazza e il cantico la notte abbella e il riso, in questo paradiso ne scopra il nuevo d” (“¡Ah! ¡Disfrutemos! La copa y el canto y la risa embellecen la noche, en este paraíso nos descubra el nuevo día”). Que así sea en el año de Tutto Verdi (Todo Verdi).

La Scala, meca mundial de la ópera

Primer teatro del mundo”, según Sthendal, La Scala se inauguró en 1778 con la ópera Europa riconosciuta, de Antonio Salieri, y se hizo célebre en todo el mundo por la calidad excepcional de su acústica y por su exigente público. Curiosamente, se dice que el más conocedor es el que menos paga, en concreto el que está arriba del todo, en lo que en Italia se denomina “paraíso”. Ninguno de los grandes maestros pudo evitar sus severos juicios: Rossini, Donizetti, Bellini, Puccini y, por supuesto, Verdi se enfrentaron a ellos en las noches de estreno. Aquí estrenó Verdi sus dos últimas y aclamadas óperas, Otello y Falstaff. La Scala se impuso internacionalmente tras la llegada del director de orquesta Arturo Toscanini en 1901, hasta convertirse en la meca mundial de la ópera. La mejor manera de conocer su interior es visitar el contiguo Museo Teatrale alla Scala, cuya entrada incluye una visita guiada al sanctasanctórum de la ópera. El Museo Teatral es un tesoro para los amantes de la ópera. Inaugurado en el año 1913, precisamente coincidiendo con el primer centenario del nacimiento de Verdi, describe la historia del teatro, del arte lírico y de La Scala a través de sus grandes colecciones de máscaras, vestuario, proyectos de decorado, instrumentos y partituras. En dos de las catorce salas del museo se exhiben los numerosos recuerdos de Verdi, entre ellos la espineta con la que aprendió a tocar con ocho años.

Un menú que rinde homenaje al autor

El ristorante histórico Savini (sito en la Galleria Vittorio Emanuele II, con entrada directa por Ugo Foscolo, 5. Tlf. 00 39 02 72 00 34 33. www.savinimilano.it), abierto en 1867, ofrece en su lujoso comedor en la primera planta menús dopo Scala (después de La Scala), en los que nunca falta el típico risotto milanés al azafrán. Uno de estos menús tradicionales con presentación innovadora lleva a gala el nombre de Menú Verdi en homenaje a la época del compositor, siendo elaborado por el chef Giovanni Bon (30 años), al que casi puede considerarse como “un joven Verdi de la alta cocina italiana” por su batuta maestra en los fogones. Este menú degustación está compuesto por una entrada (antipasti) consistente en Mondeghili di vitello alla milanese; un primer plato, Risotto alla milanese tradizionale (Arroz a la milanesa tradicional), cuyo precio a la carta es de 28 €; el plato principal de carne, Costoletta di vitello alla milanese (Costilla de ternera a la milanesa), que a la carta cuesta 40 €, y el postre especial Oro Savini, una original combinación de caqui, arroz y castaña (25 €). El precio del Menú Verdi es similar al del Menú de la Tradición Savini: 110 €. Ambos pueden armonizarse con cuatro vinos diferentes (suplemento de 45 €), catando algunos de los excelentes caldos del Piamonte, como un tinto de la denominación Barolo o un dulce de Asti para el postre. Sin duda, una experiencia enogastronómica inolvidable.


jueves, 7 de febrero de 2013

Milán, el año de Tutto Verdi

Cómo llegar

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Pianto ed amato per tutti (“Llorado y amado por todos”). Así reza la inscripción que puede leerse en la tumba de Giuseppe Verdi, una frase entresacada de una larga poesía que Gabriele d’Annunzio dedicó al insigne compositor de óperas como La Traviata, Rigoletto e Il Trovatore, que conforman su célebre trilogía popular, y de obras maestras de la madurez como Aída, Don Carlo, Otello y Falstaff.

De hecho, Giuseppe Verdi está considerado el mayor compositor de ópera de todos los tiempos, pues a estos títulos hay que añadir otros tan conocidos como Nabucco, Macbeth, Un ballo in maschera o La forza del destino. Precisamente esta última pieza está basada en la obra de teatro Don Álvaro o la fuerza del sino, del Duque de Rivas, y la ópera se representó en Madrid con presencia de ambos autores en 1863, estreno nacional del que ahora se van a cumplir 150 años.

El sepulcro de Verdi se halla en una cripta en la Casa-Reposo para Músicos, que se halla en la Piazza Michelangelo Buonarroti de Milán. Inaugurada en 1899, es una residencia creada por el propio Verdi para albergar a los músicos caídos en la pobreza después del retiro. Para su mantenimiento, Verdi legó a la institución los derechos de autor de todas sus obras. La cripta contiene los restos mortales del compositor y de su segunda mujer, la cantante Giuseppina Strepponi. La Piazza Michelangelo Buonarroti (en honor del genial Miguel Ángel) está presidida por un monumento dedicado a otro genio, Verdi, cuyo porte parece vigilante de que su obra póstuma se cumpla como era su deseo.

Giuseppe Verdi nació un 10 de octubre de 1813 en un caserío de Roncole, pequeña aldea situada en el municipio de Busseto, próximo a Parma, y murió en Milán la madrugada del 27 de enero de 1901 víctima de un ataque de apoplejía, que había dejado paralizada la mitad derecha de su cuerpo. Fue en Milán donde Verdi desarrolló su carrera y, de hecho, falleció en el Grand Hotel Et de Milán, donde se conserva intacta la Suite 105, en la que el compositor residió desde 1872 hasta su muerte. Allí compuso sus dos últimas óperas, Otello y Falstaff, ambas estrenadas en el legendario Teatro de La Scala. Una curiosidad acerca de la veneración que los milaneses y, por extensión, los italianos sentían por Verdi es que la vía Manzoni se recubría de paja en los aledaños del hotel para amortiguar el ruido de carros y caballos a fin de no perturbar al maestro mientras agonizaba. Es más, durante el tiempo en que Verdi estuvo enfermo, dos o tres veces al día el director del Grand Hotel Et de Milan tenía que fijar notas acerca del estado de su salud en una pared cercana a la entrada del hotel.

Símbolo del risorgimento

Verdi ha pasado a la historia como uno de los símbolos de la unificación italiana. El coro de la ópera Nabucco en el que se canta Va pensiero, sullíali dorate (“Vuela, pensamiento, sobre alas doradas”) fue el himno del Risorgimento tricolor en los años más difíciles de la ocupación austriaca de los Estados italianos (1842). Hace nueve años, coincidiendo con el centenario de su muerte, Luciano Pavarotti promovió una campaña de opinión para convertir ese coro de Nabucco en el himno de Italia. En aquel momento las cinco letras de Verdi, escritas en mayúsculas por las calles de Milán, reconocieron el nacimiento del compositor patriótico a cuenta de Nabucodonosor, rey de Babilonia. Las pintadas de “¡Viva V.E.R.D.I.!” eran un mensaje en clave que significaba “¡Viva (V)ittorio (E)manuele (R)e (D)’ (I)talia!”.

Un recorrido por el Milán de Giuseppe Verdi ha de empezar por su centro espiritual, el Duomo, llamado por Mark Twain “un poema en mármol”. Pero una metáfora casi más descriptiva sería la de “erizo de mármol”, pues en su imagen exterior lo que más llama la atención del sorprendido observador son sus 135 pináculos y más de 2.400 estatuas de mármol pertenecientes a distintos periodos. En la más alta de sus agujas resplandece la célebre Madonnina (cuatro metros de altura), estatua símbolo de la ciudad, recubierta con 33 capas de pan de oro.

La Piazza del Duomo

El Duomo de Milán es la tercera iglesia de la cristiandad en tamaño, después de la Basílica de San Pedro de Roma y la Catedral de Sevilla, y su construcción, comenzada en estilo gótico en 1396, se prolongó por espacio de más de cuatro siglos hasta que Napoleón ordenó acabar su fachada en 1813, por lo que ahora también se cumplen 200 años de este hecho. Lo más impresionante de su visita es pasear por sus tejados entre un bosque de arbotantes, gárgolas y estatuas. La Piazza del Duomo representa el corazón palpitante de la Vecchia Milano (Milán es más antigua que Florencia o Venecia), de la que irradian sus arterias principales, y que es punto de encuentro o de paso para milaneses y visitantes. La plaza está presidida por una impresionante estatua ecuestre de Vittorio Emanuele II, en recuerdo del rey de Italia que el 8 de junio de 1859 acabó con la dominación austriaca entrando triunfante en Milán junto a su aliado, el rey de Francia Napoleón III.

En el medio de los largos pórticos de la plaza está la entrada de la Galleria Vittorio Emanuele II, el centro comercial más antiguo del mundo y, posiblemente, también el más elegante. Fue realizada entre 1865 y 1877 por Giuseppe Mengoni, quien, casi al final de la obra, falleció tras caerse de un andamio. Su planta en forma de cruz, que está cubierta por una impresionante estructura de hierro y cristal, alberga célebres librerías como Ricordi, sucesora de aquel mítico lugar donde se compraban originariamente las partituras; bares tan de leyenda como el antiguo Camparino, uno de los cafés preferidos de Giacomo Puccini y donde se inventó el bitter; y famosos restaurantes como el Savini, testigo de muchas celebraciones por los éxitos acaecidos en el escenario del Teatro de La Scala. Este ristorante con casi 150 años de historia (desde 1867) ofrece menús dopo Scala (después de La Scala) en los que nunca falta el clásico Risotto alla milanese.

En el octágono que se forma en el cruce de los brazos, bajo la admirable cúpula de hierro y cristal, pueden apreciarse cuatro frescos que simbolizan otros tantos continentes: Europa, África, Asia y América. Justo en el centro del suelo se reproduce el escudo de Milán y, a su alrededor, el de las tres capitales italianas a lo largo de la historia: Roma, Florencia y Turín. Justo a la altura de los genitales del toro rampante de este último existe una pequeña hondonada donde tradicionalmente el recién llegado a la ciudad ha de colocar el talón de uno de sus pies para dar una vuelta sobre sí mismo, con el fin de que traiga buena suerte. Difícil sustraerse a esta tradición, en la que posiblemente también caigan algunos de los afortunados huéspedes que se alojan en el Seven Stars Galleria, el único hotel de siete estrellas de Europa, sito en el propio centro comercial.

Al otro extremo de la Galleria Vittorio Emanuele II nos damos de bruces con la Piazza della Scala, que está cerrada en un lado por el famoso Teatro de la Scala y en otro por el Palazzo Marino, que es actualmente la sede del Ayuntamiento de Milán.

En el centro de la plaza, frente al primero y dando la espalda al segundo, se levanta el monumento a Leonardo da Vinci, que aparece rodeado por sus mayores discípulos lombardos. Leonardo vivió en la ciudad de Milán entre los años 1482 y 1499, en la que representó su etapa más fecunda artística e intelectualmente, como puede comprobarse en el Museo Leonardo de la Ciencia y de la Técnica. Pero su obra emblemática el fresco de La Última Cena se halla en el Cenáculo Vinciano, que en tiempos fue refectorio de un convento dominico anexo a la iglesia de Santa María delle Grazie. Pese a la restauración que se llevó a cabo, la pintura ha sufrido los efectos del devenir de los siglos y la humedad, pero su contemplación es uno de los hitos de cualquier viaje a Milán.

Centro artístico y económico

Llegados a este punto, conviene recordar que la Mediolanum romana vivió su Edad de Oro con la dinastía de los Sforza durante el siglo XV, convirtiéndose en uno de los grandes centros artísticos del Renacimiento gracias a su mecenazgo. El Castello Sforzesco sigue siendo el símbolo del esplendor económico que alcanzó la ciudad gracias al auge de la banca lombarda. Aquí residió Leonardo da Vinci y en la actualidad alberga varios museos, en uno de los cuales se expone la Pietá Rondanini de Miguel Ángel. La fachada del imponente castillo, en cuyo centro se levanta la genuina Torre del Filarete, tiene en los extremos otras dos torres –cilíndricas y almenadas en este caso– que están adornadas con una placa en la que puede apreciarse la culebra del escudo de armas de los Sforza, similar a la serpiente verde que figura junto a la cruz roja sobre fondo blanco de la bandera de Milán en el emblema de los automóviles Alfa Romeo.

La fuerza del destino llevó a Milán a ser el centro indiscutible del norte de Italia, no solo geográfico sino también económico. En ello, qué duda cabe, ha influido el carácter emprendedor y creativo de los milaneses, su inagotable energía y sus ganas de dar con la fórmula secreta que les conduzca a lo más alto y al triunfo internacional. De ahí deriva también su liderazgo nacional en sectores multimedia como editoriales, compañías discográficas, publicidad, informática, cadenas de televisión e incluso efectos especiales para el cine. Y es que Milán ha dejado de ser una ciudad cuyo principal buque insignia era el diseño industrial. Alrededor de su importante Parque Ferial (Fiera), allá donde Alfa Romeo tenía instalada su cadena de montaje, las fábricas han dejado paso a un recinto tecnológico, de servicios y de poder económico.

Caminando por la vía Manzoni, un caballero me indica sobre un plano de la ciudad dónde está la casa que los milaneses llaman “de los Omenoni”. El señor se ofrece a acompañarme como guía improvisado y, muy cerca de allí, detrás de la calle que lleva su nombre, me enseña primero la casa del famoso escritor romántico Alessandro Manzoni (autor de la novela Los novios, obra de culto en la literatura italiana) y luego me conduce a la minúscula y estrecha vía Omenoni, así llamada por los ocho colosales telamones (estatuas de hombres que sirven de soporte) de la fachada del palacio que fuera morada y taller de Leone Leoni, escultor imperial de Carlos I y Felipe II de España. Luego de identificarme como periodista que está elaborando un reportaje sobre la ciudad de Milán, mi cicerone lombardo dice que él es publicista y que incluso ha escrito una completa guía sobre Milano que firma con su apellido, Pellegrino. Él mismo es quien me refresca la memoria sobre una frase que anoto en mi cuaderno de viaje y que en ese momento le confieso que no recordaba: “Con el italiano se habla a los hombres; con el francés, a las mujeres, y con el español, a Dios”.

Tras retomar de nuevo el recorrido, resulta fácil observar que Milán se ha convertido hoy en el cerebro económico y el motor industrial de Italia, una circunstancia que no pasa desapercibida en el Corso Vittorio Emanuele, donde el deambular de ejecutivos y profesionales con maletín de piel y teléfono móvil en ristre resulta frenético.

La pasarela del mundo

La moda y el diseño se han convertido en su principal industria exportadora y fuente de ingresos. Cuatro veces al año la ciudad se convierte en una pasarela mundial, donde diseñadores como Armani, Versace o Ferré presentan sus colecciones para hombre y mujer. La mayoría de las tiendas de la alta costura italiana se concentran en el denominado Quadrilatero d’Oro, que conforman las vías Manzoni, Montenapoleone, della Spiga y Sant’Andrea. El refinamiento también está presente en sus galerías de arte y sus tiendas de antigüedades. Si París es la única rival de Milán para adjudicarse el título honorífico de principal capital de la moda, no se exagera cuando se compara a la ciudad lombarda con Manhattan en lo concerniente a arte contemporáneo y marchantes. Entre las galerías de arte destaca Studio Marconi, en vía Tadino, que es una de las más prestigiosas por sus propuestas y por sus fondos de catálogo. En cuanto a las antigüedades, se hace imprescindible reseñar que el último domingo de cada mes se celebra a ambos lados del Naviglio Grande el mercadillo de anticuarios más importante del norte de Italia.

Pero los que quieran disfrutar del Milán más auténtico han de encaminar sus pasos hacia los barrios de Brera y Navigli, donde se conserva todo el sabor bohemio y la verdadera esencia de la ciudad. Brera era antaño el barrio de los artistas, donde los pintores jóvenes cambiaban a menudo su último cuadro por un plato de comida.

La Pinacoteca di Brera esconde ahora algunas de las mayores obras maestras del arte italiano. Por su parte, la dársena que durante siglos fuera el puerto fluvial de Milán y los canales o naviglios Grande y Pavese enmarcan el decorado donde pueden descubrirse las vetustas casas de ringhiera o corralas, que aún acogen a artesanos y artistas. En ambas zonas se concentra la oferta más sugestiva de cafés, de trattorias y de ocio nocturno. La forza del destino, como el título en italiano de una de las óperas de Verdi, ha de conducirnos irremisiblemente a ellas.

Libiamo, libiamo neílieti calici (“Libemos, libemos de los alegres cálices”), como empieza entonando el personaje de Alfredo Germont en el brindis de La Traviata, y celebremos también a Verdi en su bicentenario con los placeres del vino y de la lírica. O como a continuación canta la descarriada Violetta Valéry: Godiam, fugace e rapido è il gaudio dellíamore; è un fior che nasce e muore, né più si può goder. Godiam! Cíinvita un fervido accento lusinghier (“Divirtámonos, fugaz y fugitivo es el gozo del amor; es una flor que nace y muere, y no puede disfrutarse más. ¡Disfrutemos! Nos invita una ferviente y halagüeña palabra”). Para terminar todos brindando a coro: Ah! Godiamo! La tazza e il cantico la notte abbella e il riso, in questo paradiso ne scopra il nuevo d” (“¡Ah! ¡Disfrutemos! La copa y el canto y la risa embellecen la noche, en este paraíso nos descubra el nuevo día”). Que así sea en el año de Tutto Verdi (Todo Verdi).

La Scala, meca mundial de la ópera

Primer teatro del mundo”, según Sthendal, La Scala se inauguró en 1778 con la ópera Europa riconosciuta, de Antonio Salieri, y se hizo célebre en todo el mundo por la calidad excepcional de su acústica y por su exigente público. Curiosamente, se dice que el más conocedor es el que menos paga, en concreto el que está arriba del todo, en lo que en Italia se denomina “paraíso”. Ninguno de los grandes maestros pudo evitar sus severos juicios: Rossini, Donizetti, Bellini, Puccini y, por supuesto, Verdi se enfrentaron a ellos en las noches de estreno. Aquí estrenó Verdi sus dos últimas y aclamadas óperas, Otello y Falstaff. La Scala se impuso internacionalmente tras la llegada del director de orquesta Arturo Toscanini en 1901, hasta convertirse en la meca mundial de la ópera. La mejor manera de conocer su interior es visitar el contiguo Museo Teatrale alla Scala, cuya entrada incluye una visita guiada al sanctasanctórum de la ópera. El Museo Teatral es un tesoro para los amantes de la ópera. Inaugurado en el año 1913, precisamente coincidiendo con el primer centenario del nacimiento de Verdi, describe la historia del teatro, del arte lírico y de La Scala a través de sus grandes colecciones de máscaras, vestuario, proyectos de decorado, instrumentos y partituras. En dos de las catorce salas del museo se exhiben los numerosos recuerdos de Verdi, entre ellos la espineta con la que aprendió a tocar con ocho años.

Un menú que rinde homenaje al autor

El ristorante histórico Savini (sito en la Galleria Vittorio Emanuele II, con entrada directa por Ugo Foscolo, 5. Tlf. 00 39 02 72 00 34 33. www.savinimilano.it), abierto en 1867, ofrece en su lujoso comedor en la primera planta menús dopo Scala (después de La Scala), en los que nunca falta el típico risotto milanés al azafrán. Uno de estos menús tradicionales con presentación innovadora lleva a gala el nombre de Menú Verdi en homenaje a la época del compositor, siendo elaborado por el chef Giovanni Bon (30 años), al que casi puede considerarse como “un joven Verdi de la alta cocina italiana” por su batuta maestra en los fogones. Este menú degustación está compuesto por una entrada (antipasti) consistente en Mondeghili di vitello alla milanese; un primer plato, Risotto alla milanese tradizionale (Arroz a la milanesa tradicional), cuyo precio a la carta es de 28 €; el plato principal de carne, Costoletta di vitello alla milanese (Costilla de ternera a la milanesa), que a la carta cuesta 40 €, y el postre especial Oro Savini, una original combinación de caqui, arroz y castaña (25 €). El precio del Menú Verdi es similar al del Menú de la Tradición Savini: 110 €. Ambos pueden armonizarse con cuatro vinos diferentes (suplemento de 45 €), catando algunos de los excelentes caldos del Piamonte, como un tinto de la denominación Barolo o un dulce de Asti para el postre. Sin duda, una experiencia enogastronómica inolvidable.